Nos soñamos mejores porque salimos todas las tardes a las 20:00 h. a aplaudir desde nuestros balcones; un día a los sanitarios, otro a las fuerzas de seguridad del estado, al siguiente a las cajeras del súper y así hasta que el aplauso se difumina sin que tengamos ya claro, y sin que importe, a quién va dirigido. Porque en realidad su único objetivo siempre fue calmar nuestras conciencias y convertirnos en alguien que no somos ni de lejos.
Nos soñamos mejores porque disfrazamos de solidaridad el miedo que nos ha encerrado en casa con eslóganes en Twitter.
Nos soñamos mejores porque nos reenviamos guasap con enlaces culturales que contribuyen a matar el tiempo de espera y vídeos sensibleros que nos dicen que luchamos todos a una en medio del sálvese quien pueda.
Nos soñamos mejores porque entre todos, decimos, aplanaremos una curva que retransmitimos en directo.
Pero soñarnos mejores no es exactamente lo mismo que ser mejores, aunque no queramos ver la diferencia. No, no somos mejores, ni por mucho repetirlo saldremos de aquí más humanos, más justos, más honestos.
Los cadáveres de los ancianos se acumulan en residencias abandonados a su suerte cuando ya no son útiles en nuestra cómoda vida occidental ni pueden cuidar de nuestros hijos, mientras nosotros vamos al cine y a cenar a ese restaurante tan molón que han abierto en el centro.
Hay que decidir entre quién puede vivir en una UCI y quién debe agonizar en los pasillos porque no hay camas suficientes ni respiradores para todos. Y en medio de este despropósito, que damos por sentado, el que sobra es el abuelo que no hizo otra cosa que cuidar de los suyos y levantar una sociedad que ahora le dice que, muy a su pesar, ha llegado la hora de abandonar este mundo solo, frente a sus miedos y desvelos. Sin nadie que le coja una mano e intente calmar su tránsito hacia ese otro lugar que, como decía Benedetti, es la nada.
El ejército traslada difuntos a las morgues en camiones militares para convertirlos en piras de una vergüenza colectiva que corre el riesgo de infectarnos.
En una sociedad infantilizada donde nadie tiene la culpa de nada, y siempre es papá Estado el responsable, cabría preguntarse cuántos de todos los que ahora chocan sus manos, pensando que es la panacea de la lucha fraternal, votaron a quien dio la espalda a lo público bajo el mantra de que toda ideología es respetable. También, por qué no decirlo, cuántos sanitarios introdujeron en las urnas esa misma papeleta que les ha dejado sin recursos y ha convertido su trabajo cotidiano en una lucha de titanes que les sitúa a la cabeza de los héroes nacionales.
Cabría preguntarse, por qué no, cuántos de los que ahora proclamamos «esto no podrá con nosotros porque estamos todos juntos tras la misma trinchera del dolor» (que la mayoría intuimos solo tras el plasma), golpearon algún día la puerta del vecino para preguntarle qué necesitaba o, simplemente se detuvieron a ver si alguien respondía tras unos muros que le eran ajenos por completo.
Cabría preguntarse quién entiende de verdad, sin ambages, sin excusas, sin el canto recurrente del «yo defraudo porque ellos roban», que sus impuestos contribuyen a construir algo que es suyo y a la vez de todos nosotros.
Cabría preguntarse, urgentemente, quién comprende que la globalidad no es solo viajar por todo el mundo en Easyjet, comer en un paquistaní, ver gratis cine coreano y presumir de cosmopolita en las redes, sino tener la certeza de que nadie se juega la vida en un océano para ocupar tu puesto de trabajo; que un hombre, independientemente de su lugar de nacimiento, es siempre la medida del sufrimiento; que los refugiados pertenecen a una guerra que es de todos; que el sufrimiento no debe de ser muy distinto en Wuhan, Alepo, Madrid o Nueva Delhi, y así pasando por toda la geografía.
Cabría preguntarse quién entiende que la sociedad la conformamos entre todos, que la historia solo es factible desde aquello que Unamuno llamaba la intrahistoria, que el egoísmo no nace de un ente abstracto, sino de una masa concreta con sus nombres y apellidos.
Cabría preguntarse muchas cosas en una lista eterna e infinita. Pero no es momento para ello. Toca aplaudir tras los balcones, toca reconocer el dolor ajeno tras las frías cifras estadísticas, toca contribuir al sueño colectivo de creernos mejores, diferentes, más humanos. Más tarde que temprano despertaremos de este sueño colectivo, volveremos a viajar en Easyjet, a cenar en restaurantes japoneses, a obviar al anciano del noveno y no, no seremos mejores, y tampoco nos importará demasiado.
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