Aix-en-Provence, 1720
Llegaron pasada la medianoche. El cochero se apeó de un salto y aporreó la puerta de la casa señorial. La joven Claire Garzon, una belleza trigueña de diecisiete años, se quedó sola en la carreta, con los tobillos heridos y el bajo del vestido desgarrado por los arbustos y el agua de los charcos después de tanto correr para dejar Marsella antes de que la ciudad quedase cerrada por la cuarentena. En la casa no contestó nadie, ni se encendió una luz. A esas horas debían de estar dormidos todos. El cochero volvió y la obligó a bajar con un gesto terminante. Ni le prestó la mano para el descenso, por temor al contagio. Le dijo que esperase junto a la puerta, se encaramó al pescante y arreó a los caballos de manera furiosa. La dejó allí sola, escuchando el sonido de los cascos apagarse a lo lejos, en medio de una total oscuridad, junto a la puerta. Claire comenzó a llorar. Habían salido pasado el mediodía de la ciudad, minutos antes de que entrase en vigor el cerrojazo. Antes había visto morir a mucha gente, bubas pestilentes, cuerpos quemados, caras cubiertas y ojos desorbitados. La muerte, afortunadamente, no había entrado en la cocina del orfanato de St. Denis, donde acababa de comenzar como aprendiza, y si pudo escapar fue gracias a Madeleine, la vieja ama de llaves, para Claire la madre que no tuvo, porque ordenó a Rémy, el cochero, que la salvara mientras se oía la llegada de los soldados, a los que pudo ver, sable en mano, ordenando el confinamiento a sangre y fuego.
Un crujido en el interior de la casa la expulsó de sus pensamientos y le cortó el llanto. Unas tablas, unos golpes, unos pasos, un hilo de voz. «¿Quién?»
—¡Ayuda!
La puerta se entreabrió, Claire empujó y venció la pobre resistencia de un joven asustado, semidormido, en camisón largo de dormir, que cayó al suelo de espaldas por el impulso, con la joven encima, mientras la vela que sostenía se desprendió de la palmatoria y cayó rodando por el suelo hasta quedarse inmóvil, con una débil llama, un par de metros más allá.
Se olieron, sintieron el corazón saliéndose del pecho. Él no pudo musitar palabra alguna. Ella tenía la respiración entrecortada y la luz rasante de la vela iluminaba sus pechos sobresalientes sobre el corpiño, que se hinchaban y deshinchaban rítmicamente, mientras trataba de recuperar el aliento. La puerta había llegado al tope y rebotado hasta cerrarse. El silencio era total.
—¡Gra… gracias!—, es todo lo que Claire acertó a decir. Y entonces no pudo evitar una risa nerviosa, tumbada como estaba todo lo larga que era sobre el tímido muchacho, que seguía paralizado. Una carcajada contenida, nerviosa, que estalló espantando todo el miedo acumulado y que hizo temblar su carne cálida, rítmicamente. Él la abrazó por instinto, con suavidad. Ella notó que se había excitado.
—¿Quién eres?
—Claire, Claire Garzon, cocinera del orfanato de St. Denis. Me ha enviado Madeleine —se puso seria de nuevo y le brillaron los ojos—. ¡Todos están muriendo por la peste en Marsella!
—Yo soy Antoine, Antoine Boyer de Fonscolombe, tengo 15 años.
—¿Estás solo? —el muchacho era fuerte y alto para su edad, pero la timidez en su mirada no engañaba.
—¡Sí! Mis padres y mis hermanos mayores viajaron ayer a la ciudad. ¡Oh, dios mío! Tenían que hacerse cargo de un cargamento de seda.
De pronto estaba aterrado. Negó con la cabeza y sintió dos lágrimas rodando por sus sienes. Claire comenzó a besarle con ternura las mejillas, los ojos, le acarició la cara. «Tranquilo». Él volvió a abrazarla con fuerza, sintió estupor, la preocupación por su familia se mezclaba con una intensa excitación.
—Seguro que se habrán refugiado, estarán bien—, dijo para animarle. La situación también era desconcertante para ella. Sentía húmeda la entrepierna y un lento cosquilleo se abrió paso, a medida que Antoine comenzaba a besarla sin mucho tino, en la mejilla, en la nariz. Al momento, unieron sus bocas y rodaron por el suelo, se besaron lentamente, primero jugando con los labios. Luego con la lengua. Ella quedó debajo y sin dejar de besarle le metió mano bajo el camisón para agarrarle la verga. Él lanzó un gruñido.
—¡Claire —dijo—, hmmmm!
Ella le dio la vuelta y se puso encima. Tumbado boca arriba, estaba tan excitado que, sencillamente, se dejaba hacer. Claire arremangó el camisón y se metió bajo la tela. Comenzó a bajar, con la lengua juguetona desde los pezones, donde se entretuvo un poco, hasta las ingles, donde comenzó a picotearle con besos suaves y pequeños lengüetazos, en dirección al pubis. Él solo acertó a decir:
—Pero…
Y ella —«Shhhhh»— comenzó a lamerle lentamente los testículos, mientras el joven se retorcía de placer y suspiraba cada vez más intensamente. Entonces le pasó las manos bajo las nalgas y empezó a chuparle con los dos labios entreabiertos desde el tronco hasta el glande, donde se entretuvo con besos lentos y golpes de lengua, rápidos y continuos. Por fin se metió la polla en la boca hasta el fondo y comenzó a cabecear rítmicamente, mientras Antoine, que estaba en sus manos, se retorcía y jadeaba cada vez con más intensidad. El chaval no podía aún comprender muy bien qué le estaba ocurriendo, le parecía estar volando. Cerró los ojos y pudo sentir un estremecimiento que nació en la espalda, cerca del coxis, y viajaba por las costillas y los muslos, como una quemazón, mientras Claire seguía moviendo la cabeza arriba y abajo cada vez más rápido, sumando algún que otro lengüetazo, y sus manos le acariciaban el abdomen y las tetillas. La quemazón se convirtió pronto en un impulso irrefrenable, un vértigo absoluto que le nublaba el entendimiento, que le obligaba a cerrar con fuerza los ojos y que por fin estalló, allí, en la penumbra, en una febril convulsión que le arrancó gritos y una especie de calambre de placer que recorrió todo su cuerpo y que se multiplicaba desde los dedos de los pies hasta lo alto de la cabeza.
Después, poco a poco, todo se calmó. Antoine se quedó inmóvil, relajado. La bella desconocida se acurrucó junto a él y le preguntó qué tal estaba.
—¡En el cielo! ¡Gracias!
—¡No me digas! —indicó ella—. ¿Podría bañarme?
Media hora después, ambos estaban en la gran bañera de los Boyer de Fonscolombe, comerciantes de Aix-en-Provence. Él trataba de acariciarla bajo el agua tibia y ella tenía los ojos cerrados sintiendo las yemas de los dedos inexpertos de Antoine recorrer sus hombros, sus muslos, su cintura, circundar sus pechos, sus pezones, jugar con el ombligo… La piel respondía con un leve escalofrío bajo el agua. Atrás quedaban los peligros, fuera estaba el resto del mundo, nadie sabía si habría un mañana, solo estaba ese instante, el uno frente al otro en ese momento, desconocidos y con un deseo de fundirse más fuerte que cualquier temor. Poco después se fueron a la cama, entre risas y bromas, a calentarse mutuamente.
Al principio, cubiertos con las mantas, permanecieron plácidamente abrazados, él a la espalda de Claire, con una enorme erección. Ella mecía muy despacio las caderas adelante y atrás, haciendo deslizar el pene entre los labios mayores, en ese momento muy excitados y húmedos. Las manos de Antoine se habían posado sobre las tetas de la joven y no paraban de acariciarla entre el pecho y el vientre, muy despacio. Todo era un leve bamboleo bajo las sábanas, mientras el joven repetía «¿quién eres?» y ella respondía: «Claire, un pájaro, Claire, una ardilla, Claire, una corza, Claire, una loba, Claire…»
—¿Una ninfa?—interrumpió Antoine, sonriendo y apretándola contra él.
—¡Jajajajajaja! ¡No! —respondió ella, y seguía con la salmodia: «Claire, la marea, Claire, las estrellas, Claire, la espuma, Claire, la nieve», mientras él bailaba, besándole el cuello y acariciándole sin pausa un cuerpo que parecía el de una diosa. Las nalgas, turgentes, le masajeaban. Los brazos jugueteaban y el pelo rubio sobre la almohada desprendía un perfume de jabón y flores. Pensó que estaba soñando, totalmente embriagado.
Estaban tan excitados que el pene de Antoine se deslizaba por toda la entrepierna ya empapada con los jugos de ambos y sin que ninguno de los dos pudiera apreciar realmente cuando estaban dentro o fuera de los labios o más allá, en la puerta de la vagina, o en la zona perianal, en un juego lúbrico e hipnotizante. De pronto, en uno de los vaivenes ella soltó un «¡ay!» cuando el pene se trabó en las puertas traseras. Y Antoine se quedó inmóvil, exhaló un suspiro seguido de un jadeo intenso, acercó la boca a su oreja y preguntó: «Claire, ¿dónde estoy?». Ella, después de la sorpresa al sentir por primera vez su ano reclamado, se relajó y dejó que se abriera como una flor, mientras el joven se limitaba a mantener su posición y era Claire la que iba retrocediendo, con tanta delicadeza, sin lastimarse, dejando que el pene lubricado acabara lentamente de abrirse paso. Cada vez más excitada, cogió la mano de Antoine y la llevó al clítoris, mostrándole cómo acariciarlo, con movimientos circulares al principio y longitudinales después. La excitación se disparó y su cadera comenzó a moverse, lo que produjo un éxtasis inmediato en Antoine que apenas podía respirar. Estaba paralizado de placer, jamás había sentido nada parecido. Ella se acercaba al orgasmo y giró la cabeza para besarle. Pero él ya no pudo esperarla. Estaban empezando a lamerse y jadear, cuando él sintió una convulsión infinita y el deseo de quedarse en aquel cuerpo terso y juvenil que vibraba junto a él. Todo su semen se vació dentro de Claire y ella sintió una excitación mayor, disparada en ese instante. Mientras él ya no dominaba sus movimientos, ella terminó por acariciarse a sí misma y pronto se estremeció de placer en un orgasmo extraño, como de volcán, como de océano, como de auroras, que vino de varios lugares nunca antes experimentados, mientras él sencillamente la apretaba con fuerza.
Tal cual estaban, se quedaron dormidos, profundamente, y así fueron hallados a media mañana por los padres de Antoine, que habían cancelado el viaje después de comprobar que no podrían entrar en Marsella. Afortunadamente.
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Quinta Sombra. Puerto de Brindis, 19 a.C. Por I. Adler
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