Foto: Pablo J. Casal.
La ortodoxia periodística estipula que la persona que entrevista debe tratar de usted a la que es entrevistada. Sin embargo, se dan en este caso dos circunstancias que creo que permiten eludir esa norma del oficio. La primera, que Noemí Sabugal (Santa Lucía de Gordón, León, 1979) y yo nos conocemos y tuteamos desde hace ya algunos años, por lo que resulta bastante impostado sustituir por mera cortesía lo que no deja de ser amistad. La segunda, que entrevistada y entrevistador proceden de sendas zonas mineras ancladas al norte y al sur de la cordillera cantábrica, lo que hace que además compartamos unas cuantas cosas que vienen al caso en el asunto que nos ocupa. Porque esta conversación con Noemí Sabugal, escritora y periodista, tiene como objeto de su último libro, Hijos del carbón (Alfaguara), un ensayo magnífico en el que explica las razones de ser de las cuencas mineras españolas ahora que emprenden (o continúan) un viaje sin destino conocido, confiadas en la esperanza de lo que puede ser e irremediablemente condenadas a la melancolía de lo que ha sido. Es un mediodía de septiembre en Gijón y nos citamos a las puertas del edificio que empezó a levantar Gaspar Melchor de Jovellanos para acoger, precisamente, las aulas de su Instituto de Náutica y Mineralogía, cuando el ilustrado entendió que el mar y las minas podían jugar un papel clave en el desarrollo de Asturias. Nos sentamos en una terraza bajo la languidez de una lluvia intermitente y, sometidos a los vaivenes de un viento caprichoso, comenzamos a charlar de lo que hasta hace bien poco fue rabioso presente y hoy empieza a formar ya parte del pasado.
—No sé si a ti te hicieron leer en el instituto La aldea perdida…
—No. La aldea perdida aparece en el libro y la leí un poco a saltos. La usé sobre todo para mostrar esa dicotomía, que a mí me parecía bastante absurda, y que de hecho resulta muy antigua y muy risible, entre el campesino alado y angelical y el minero adorador de Plutón que aparece para arrasar sus tierras.
—Yo sí tuve que leerlo y creo que es uno de los libros que más he aborrecido. Fíjate si es retrógrado que, cuando en tiempos de Franco se rodó una adaptación cinematográfica (Las aguas bajan negras, José Luis Sáenz de Heredia, 1948), incluso le cambiaron el final para que resultase un pelín menos retrógrado.
—Ese libro tiene su contexto, pero realmente… Sólo me sirvió para enfatizar la parte en la que dice eso de: «Los mineros proferían unas blasfemias tan horrendas que los cabellos de los pobres campesinos se erizaban de terror». Bueno… Si Armando Palacio Valdés volviera a las cuencas vería que las blasfemias, muy frecuentes, no son más que un pintoresquismo. Nadie se aterroriza por ellas.
—Saco a colación a Palacio Valdés porque, por una parte, Hijos del carbón parece una impugnación de La aldea perdida, más de un siglo después. En cierto modo, no deja de ser un remake a la inversa: hace cien años esas comarcas llegaron a la mina desde el campo, ahora salen de la mina para ir no se sabe hacia dónde.
—No se sabe hacia dónde, no. Es verdad que hay zonas en las que lo agrícola perdió mucho con la mina, sobre todo en las últimas décadas, cuando los mineros tenían unos salarios buenos que bastaban para mantener a una familia, sin necesidad de que además tuvieran vacas o tierras de cultivo. El abandono del campo se ve en todas las cuencas mineras, porque la mina es como un agujero negro que crea un campo gravitacional que arrastra todo, y ése ha sido el gran fallo, la falta de diversificación económica, porque cuando las minas y las térmicas cierran, igual que la mina da, la mina quita. Esa falta de diversificación ha terminado, así, arrastrando al sector del campo. Hay algún ejemplo, como el de Villablino, donde se contaba con muchos y muy buenos pastos que se acabaron perdiendo, porque la mina lo cogió todo. Ahora vuelve poco a poco la ganadería en tierras donde hasta hacía poco no había nada y, al irse la mina, vuelve el campo y hay gente que sí se plantea reactivar ese sector. Desde luego, eso no va a recuperar los empleos que se pierden con el cierre de las minas. Y hay una cuestión importante: en la mayoría de las zonas mineras se han hecho polígonos industriales; hay algunos que van bastante bien, que han conseguido fijar población y crear un cierto tejido alrededor, pero también otros que están absolutamente vacíos, son lugares en los que no se enciende ni la luz de las farolas. Hay un ejemplo en El Bierzo, el polígono del Bayo, que se creó en una zona que no era cuenca minera en sí, pero está en el centro de varias zonas dedicadas a la minería. Son más de dos millones de metros cuadrados de terreno industrial, y está prácticamente vacío. La reindustrialización no se ha producido, en realidad, y el campo es una alternativa, pero no es suficiente para compensar todo lo que se ha perdido. Desde luego, a mí no me interesa impugnar una novela como la de Palacio Valdés, porque creo que se impugna sola [risas].
—No digo que sea una impugnación consciente, pero sí que el libro esgrime un discurso a la contra.
—Te entiendo, te entiendo. Digo que se impugna sola porque es una novela no sólo maniquea, sino que traslada una visión muy simplista de la industrialización. La realidad es mucho más compleja. Se pasó de una cosa a otra igual que Madrid pasó de villa a corte. Es verdad que la novela hay que entenderla en su contexto, pero aun así…
—Eres de familia minera, lo que quiere decir que para ti la cultura minera era algo consustancial a tu realidad. ¿En qué momento adquieres la conciencia de que el vivir en una comarca minera te hace ver el mundo de determinada manera?
—Realmente, pronto. Cuando vas fuera, te das cuenta de que las características de la cuenca minera son singulares. Primero, el trabajo de tu padre es un trabajo duro, porque en la mina, igual que en el mar, la muerte siempre está presente. Si sales de tu zona de confort, y yo ahí tengo suerte porque soy de otra generación y pude estudiar la carrera en Madrid y viajar al extranjero, te das cuenta de la singularidad de la vida que has tenido, de ese núcleo de pueblos dedicados todos a una misma actividad, con unos lazos de unión que a veces aprietan y a veces ahogan. Ese tapiz identitario tejido en torno a la minería no es algo que conozca mucha gente. La gente que haya nacido en otros pueblos u otras ciudades con cierta diversificación económica no ha conocido esa forma de relacionarse. En una cuenca minera un señor salía a la calle y todo el mundo sabía qué puesto ocupaba en la mina. De esa singularidad me di cuenta pronto. Lo que tengo que decir es que nunca estuvo en mi cabeza la idea de crear algo sobre la minería, porque, como tú dices, era algo tan consustancial a mi vida que podría compararlo con el pez que no es consciente de la existencia del agua que constituye su hábitat. Ésa era mi vida y, además, al tratarlo también como periodista, era algo tan cotidiano y tan conocido que nunca pensé que pudiera contar nada nuevo sobre ello. ¿Pero qué ocurre? Cuando a partir de 2016 cerró la Hullera Vasco-Leonesa, que mantenía a toda mi comarca, y fallecieron mis abuelos, y luego cerraron las minas, me di cuenta de que ese mundo estaba desapareciendo ante mis ojos. Las cuencas mineras siempre van a ser cuencas mineras. He estado en zonas mineras que llevan cuarenta años sin tener minas en activo y sigue siendo una cosa que permea la identidad, pero me di cuenta de que iban a cambiar muchísimo, de que ese mundo, tal y como lo hemos conocido tú y yo, no se iba a volver a vivir. Pensé que podía contar eso desde lo personal, desde lo colectivo, desde lo literario, desde lo periodístico; y además, tenía esa necesidad, la de contarlo en este momento de desvanecimiento.
—Chus Pedro Suárez, el cantante del grupo Nuberu, me dijo hace unos años que los que veníamos de la cuenca minera siempre observábamos el mundo en vertical.
—Eso es verdad, en parte. Las cuencas mineras crean mucha conciencia de clase, y es lógico. Primero, tienes un trabajo que siempre ha estado absolutamente estratificado: el ingeniero vivía en un plano diferente del picador; tan diferente, que en épocas más antiguas el ingeniero no iba al bar, sino al casino, que estaba hecho por la propia empresa. El de arriba era don y el de abajo era illo, don Manuel y Manolillo. Eso, cuando se traslada a la calle, hace que la gente adquiera conciencia de clase, es decir, que sea muy consciente del lugar que ocupa. Ahora parece que preferimos ignorarlo. Ahora que la sociedad está mucho más atomizada, y que los trabajos no son tan duros, se ha debilitado nuestra conciencia de clase, y resulta que te puedes encontrar a miles de personas que tienen una carrera universitaria y no tienen dinero para pagarse una hipoteca. ¿Cuál es entonces tu clase social, cuando tú has podido seguir una carrera porque tus padres, que a lo mejor han sido trabajadores manuales, consiguieron ahorrar para pagártela, o porque pudiste acceder a becas, y resulta que eres una persona con títulos, formación e idiomas pero no tienes el dinero suficiente para pagarte una casa que tus padres sí tuvieron? ¿Qué clase es la tuya? Sí que es verdad lo que dice Chus Pedro: esa visión vertical existe porque la has vivido. Te pongo un ejemplo que me han contado: en el economato, los carniceros guardaban las mejores piezas para los ingenieros. Yo ya no conocí esa sociedad tan estratificada, pero mis abuelos sí, y ellos me la transmitieron, y en consecuencia yo la he vivido a través de ellos. Por otra parte, esa conciencia de clase ha estado un poco desaparecida en la novela actual. Yo creo que la última novela de Txani Rodríguez (Los últimos románticos, Seix Barral) es una de las pocas que ha tratado esto recientemente.
—Es cierto, y es una novela muy honesta, muy directa.
—Es una novela muy auténtica, y tiene una protagonista que atrae porque es muy de verdad y es el eje de la novela. Txani elige a una mujer que es trabajadora de una fábrica de papel y cuyo padre es un trabajador de aceros que murió en un accidente laboral. La propia Txani es hija de un trabajador de Aceros de Llodio, yo soy hija de un minero… Al final, hemos trasladado la memoria de nuestros padres al papel. Es un tipo de mirada que me parece que ha estado un poco ausente en los últimos años, aunque haya algunos ejemplos: Elvira Lindo escribió Una palabra tuya con dos barrenderas como protagonistas, se ha recuperado la obra de Luisa Carnés… Ahora mismo, además, con esta situación que estamos pasando por culpa del coronavirus, vemos que la sociedad ha salido adelante gracias a las cajeras y las reponedoras de los supermercados, a los transportistas, a la gente que trabaja en el campo y en el mar…
—Los trabajadores verdaderamente esenciales.
—La gente esencial, eso es. La que limpia, la que cuida a los mayores… Ellos fueron los que permitieron que otros estuviéramos teletrabajando en casa. El valor de sus trabajos es enorme, y es increíble que a veces no lleguen a pasar a la literatura y al arte, como sí ocurría en otras épocas. Vivimos en una época en la que queremos que todo parezca mucho más hípster, pero es que de lo hípster no se come. El trabajo minero es duro y es esencial, porque se trata de producir energía, y sin energía no comeríamos caliente. Cuando echamos la mirada hacia estos trabajos duros y observamos su historia y su reflejo en las manifestaciones artísticas, les damos un valor que muchas veces olvidamos. En estos momentos todos vivimos tratando de disfrazar nuestras circunstancias vitales, cuando un minero, o un pescador, o una camarera de piso, nunca las van a disfrazar: saben muy bien su lugar y sus derechos laborales, y a veces los defienden con mucha más conciencia de clase y mucha más fiereza que a lo mejor un chico o una chica que trabaja de becario o lleva encadenando contratos de pena durante años, con dos o tres carreras y cuatro idiomas.
—Quizá porque, justamente a raíz de lo que antes comentabas sobre el nivel de estudios y las rentas económicas, existe una cierta vergüenza de la precariedad. Una precariedad que sentimos que no nos corresponde, pero que, aun así, padecemos.
—Efectivamente. Ése es un debate muy importante. En el libro recuerdo la marcha minera de 2012, en medio de la gran crisis. Cuando los mineros entraron en Madrid, aquello fue muy simbólico. En esos momentos estaba habiendo un montón de despidos, estaban las mareas blancas, las mareas verdes, etcétera… Cuando los mineros llegaron a la Gran Vía con toda su épica, de noche, con las luces de las lámparas encendidas y cantando el Santa Bárbara bendita, muchos sectores sintieron que tenían que estar protestando como protestaban ellos, porque sus trabajos también estaban en riesgo. Creo que son un ejemplo. Una de las cosas que deberíamos aprender es el modo en que la minería defendió sus puestos de trabajo. Si hablamos de un trabajo duro, es lógico que se hagan reclamaciones duras.
—Ha habido en estas últimas décadas un recelo hacia los mineros, a los que se veía como los privilegiados de la clase obrera. Yo siempre he pensado que en ese recelo existía un punto de envidia hacia el tesón con que los mineros han sabido defender los derechos que ellos mismos habían conquistado.
—Totalmente, eso está claro. A ver, no podemos comparar las condiciones de los mineros en estos últimos años con las que conoció, por ejemplo, mi abuelo, que entró a la mina con catorce años y se tuvo que jubilar a los treinta y seis con una silicosis de segundo grado. Las condiciones laborales se hicieron mejores, pero ojo, para aquellos mineros que estaban contratados por las propias empresas; pero los mineros de la subcontratas, y sobre todo de las que trabajaban a cielo abierto, nunca cotizaron al sector de la minería aunque estuvieran haciendo el mismo trabajo. Sí que es verdad que los mineros de interior de las empresas grandes se han podido prejubilar en unas condiciones muy buenas, pero, como tú dices, eso se consiguió gracias a una actitud de combate. El que no reivindica lo suyo, generalmente no lo consigue. Los mineros han peleado de una manera muy dura. También se ha prejubilado gente de los bancos, y de empresas de telefonía, sin que se les pusiera el foco encima. Claro que los mineros consiguieron mejoras laborales, pero a fuerza de una dureza en sus reivindicaciones de la que carecemos en otros sectores.
—Vamos a volver al libro, aunque en realidad no hayamos salido de él. Mencionabas antes la necesidad de contar un mundo que desaparecía, pero no te limitas a contar el mundo que te corresponde a ti, sino que sales a buscar otros para comprobar que hay un nexo común, pero también particularidades.
—Cuando pensé en escribir este libro, me metí en un lío enorme. No quería contarlo todo, porque agotar el tema de la minería es imposible y tampoco podía hacer un aleph borgiano. Es un mundo tan amplio que se extiende durante más de dos siglos, es inabarcable. Pero sí quería que el libro explicara lo que había sido este mundo, la parte histórica, y que al mismo tiempo llegara al hoy. Xuan Bello ha parafraseado a Eliot para decir que este libro va «del siglo al segundo». Ésa era un poco lo intención: contar la historia, pero también lo actual, lograr que el libro estuviera vivo. Eso me hacía llevarlo por los caminos del periodismo narrativo, por la crónica, siguiendo un poco el ejemplo de Leila Guerriero o Martín Caparrós: escritores que deciden qué mirar y lo cuentan con los recursos de la literatura, con muchos puntos de vista… Eso me obligaba a contarlo no sólo desde mi escritorio, sino también pateando, viendo y escuchando mucho a muchas personas. Eso ha sido un lío para mí, como escritora, porque ha sido un libro muy orgánico, muy vivo, que me ha obligado a estar actualizando hasta el último minuto. En 2018 cerraron las últimas minas, ahora en junio de 2020 cerraron las térmicas… Yo estuve escribiendo hasta primeros de julio. Quería que hubiera muchas voces en el libro, y hay un guiño que hago, sin citarla, a Svetlana Aleksievich, porque decidí que en vez de incorporar las palabras de la gente dentro del texto iba a poner un guión para que la persona hablara, sin más. En Voces de Chernóbil, Aleksievich nunca aparece; su estilo permea todo el libro, pero ella permite que escuchemos las voces sin intermediarios, y yo quería que en mi libro sucediera eso.
—¿Y cómo se perciben las peculiaridades y las semejanzas entre la cuenca minera leonesa y, por ejemplo, la catalana?
—Una de mis intenciones era que las cuencas mineras se conocieran y se reconocieran entre sí. Las cuencas históricas tienen unas características sociológicas, históricas, arquitectónicas incluso, muy parecidas. Yo he estado en el sur y he tenido que recordarme a mí misma que estaba en Córdoba, porque parecía que estaba en Asturias, o en sitios de Barcelona que se parecían muchísimo a Sabero. Las colominas, las casas mineras, las cuarteladas, al margen de que en cada sitio se llamen de una manera, tienen una tipología común. Ese mundo en vertical, esa estratificación, se ve en todas las cuencas mineras, y eso conforma esas sociedades. La misma conciencia de clase, la lucha política sindical y obrera, que en Asturias fue muy importante, sobre todo en 1962, con aquello que cantaba Chicho Sánchez Ferlosio de que había una luz en Asturias que iluminaba a España entera… Pero también hubo rebeliones y huelgas muy importantes, por ejemplo, en Peñarroya-Pueblonuevo, en Córdoba, o la revuelta del Alto Llobregat, la primera marcha minera que hubo en León… Toda esta historia, ligada a una conciencia del puesto que uno mismo ocupa en la sociedad y cómo debe pelear para mantener sus derechos, es común a todas las cuencas. También la presencia de la muerte como una gran herida en las familias. En todas las cuencas te encuentras con un monumento a los mineros muertos, con flores de plástico abajo o con flores secas que van reponiendo las viudas cada semana.
—Esa bipolaridad de la mina. Hay una frase en el libro muy ilustrativa: «El carbón es la piedra del demonio»…
—Eso lo dicen en Bergadá, sí.
—Eso es verdad, y tú y yo lo hemos vivido: la mina era la madre salvadora, pero también el Saturno que devoraba a sus hijos.
—Claro. Es madre y madrastra. Eso lo explican muy bien los mineros y las mineras, y por eso a mí me gusta que hablen con sus propias palabras. Un caso muy claro es el de dos mineras asturianas, Tamara Espeso y Elena Alonso, cuyos padres murieron en la mina, en el caso de Elena en el pozo Sotón y, en el de Tamara, en Nicolasa. Tamara, además, trabaja en el mismo pozo en el que trabajó y murió su padre.
—Yo recuerdo que en mi instituto había un chaval cuyo padre estuvo entre los catorce mineros muertos en Nicolasa y que entró poco tiempo después a trabajar en ese mismo pozo.
—Eso, desde una mirada externa, es muy difícil de entender, y es lógico. Pero quienes somos de allí sabemos que la muerte impregna la vida de todas las familias. La mina está ahí, es un trabajo que te ha permitido tener una vida y mantener a una familia, pero tiene ese contrapeso. Mira, mi abuelo y su hermano eran mineros los dos, y no les permitían estar en el mismo pozo. ¿Por qué? Porque así, si ocurría un accidente, su madre no se arriesgaba a perder el sostén económico. La mina era vida y permitía que no te murieras de hambre y que, llegado cierto momento, tuvieras una buena vida, porque al final los sueldos eran buenos; pero a la vez, ha sido muerte. Tener un trabajo peligroso, y levantarte todas las mañanas para ir a trabajar a un sitio sin saber si volverás, es muy duro, a mí siempre me ha parecido terrible. La de la muerte es una cuestión nuclear a la hora de entender las cuencas mineras. El último accidente múltiple de la minería en España se dio en mi pueblo, en Santa Lucía de Gordón, en el pozo Emilio. Murieron seis mineros y uno de ellos era hermano de un amigo mío. Hasta el último momento, tú no sabes qué puede pasar. La minería ha sido más segura en los últimos años, ¿pero qué ocurre cuando hay un accidente y mueren seis mineros, que además eran chicos jóvenes y con familia? No sé si hay dinero que pague afrontar eso.
—Yo no soy hijo de minero, pero algunos de mis compañeros en el colegio y el instituto sí, y siempre me impresionó mucho la naturalidad con que asumían esa convivencia perpetua con la fatalidad.
—A mí me asombra a día de hoy. ¿Sabes qué ocurre? Es algo que dicen los mineros: tú tratas de no pensar en eso. Es verdad que el transportista que va a Francia en un camión, o el obrero que se sube a un andamio, también corren un riesgo; pero claro, hubo una época en la que en la mina había muertos o accidentados todas las semanas, porque eran muchas las minas. Sí, se ha convivido con la muerte de una manera que siempre me ha resultado sorprendente, aun estando yo misma en esa circunstancia. Hay una frase que se repite mucho: «Es lo que hay». Ese «es lo que hay» no es tanto una frase de resignación como una frase de aceptación de la realidad. En un momento en el que a veces nos cuesta asumir la realidad, porque nos ponemos muchas pantallas delante para no verla (y es lo que hablábamos: la precariedad de ahora es más brillante que la de antes, pero no deja de ser precariedad), ahí hay una realidad que te obliga a mirar a la vida de frente, porque es muy difícil camuflar cosas así. La cotidianidad con la que se ha convivido con la muerte en las cuencas mineras es algo de lo que ni siquiera tú y yo somos absolutamente conscientes, porque es tan duro ser consciente de eso que prefieres no pensar y decir: «Es lo que hay».
—Yo creo que me di cuenta de eso justamente con el accidente de Nicolasa (el 31 de agosto de 1995, una explosión de grisú mataba a catorce mineros en el interior del pozo Nicolasa, en Mieres, en la que fue una de las últimas grandes tragedias de la minería en España), al apreciar el silencio que se hizo en las calles. Era un silencio triste, claro, pero a la vez lleno de entereza.
—Cuando George Orwell fue a Yorkshire y Lancashire a conocer a los mineros y apreció que en todas las familias había un muerto o un accidentado, decía que la muerte se había metido hasta tal punto en la vida de aquella gente que al final los fallecidos se veían como se ven las bajas en las guerras. Tú cuando vas a una guerra ya sabes que va a haber muertos, o que alguien va a perder una pierna o un brazo. En la mina, lo mismo. Tú hablabas de fatalidad y sí, es algo que está entre lo cotidiano y lo fatal, y a George Orwell le sorprendió el modo en que la gente integraba allí eso a su vida. Roberto Arlt vino a Asturias después de la Revolución del 34 y no encontraba a nadie que le hablase de lo que había ocurrido. Cuando consiguió entrar a una mina, vio el trabajo que se hacía allí y escribió que la relación cotidiana de los mineros con la muerte explicaba por qué se habían dejado la piel en una revolución que en ningún momento podía haber salido bien. Ese trabajo tan duro, esa relación constante con la muerte, hacía que cualquier otro riesgo palideciera. Cuando los mineros se enfrentan a los antidisturbios, lo hacen sin pensarlo dos veces y sin ningún miedo. La dureza del trabajo explica la fiereza en otros aspectos, porque cuando estás acostumbrado a vivir en esas condiciones, no estás para medias tintas.
—Has hablado de mineras y de madres. La sociedad minera siempre se ha tenido por machista, pero en ella las mujeres, y tu libro incide en eso, han jugado un papel fundamental, en tanto que son las que garantizan que funcione todo lo que no es estrictamente la mina.
—Claro, y no es sólo eso. La mirada que el libro dedica a las mujeres no está en absoluto forzada. Para empezar, venimos de un país que ha tenido una dictadura en la que las mujeres eran nada, sólo servían para ser madres y amas de casa, así que ese machismo no es aplicable sólo a la minería, sino al conjunto de la sociedad. Se trata de un machismo histórico, que afecta a todos los sectores y todos los trabajos. Pero fíjate en una cosa. Durante la dictadura franquista, incluso en esos años en los que las mujeres no podían trabajar en nada, sí que trabajaron en las minas. Siempre hubo carboneras, siempre hubo vagoneras, siempre hubo lampisteras o guardabarreras… Es más, incluso en los años 1939 y 1940 hubo una incorporación un poco subrepticia de las mujeres a la mina, como ha estudiado Montserrat Garnacho. Y tiene sentido: como en esa época había tantos mineros metidos en las cárceles por su apoyo a la II República, y como la producción de carbón no podía parar porque lo necesitaban desde los barcos hasta los trenes, se echó mano de mujeres a las que se llamó productoras, y no mineras, para encubrir la realidad. Muchas de las manos que levantaron el lavadero de La Recuelga, en Palacios del Sil, eran de mujeres, porque en ese momento había habido allí una represión brutal y muchísimos hombres estaban presos. En cuanto se pudo recuperar la mano de obra de los mineros, a veces sometidos a trabajos forzados, las mujeres empezaron a desaparecer de las minas como desaparecieron de todos los trabajos. También es verdad que, como nuestra visión de la sociedad se ha forjado desde una visión masculina (no siempre machista, pero sí masculina en general), el acento se pone siempre en el trabajo productivo. Sin embargo, no damos ningún valor a la cuestión de los cuidados, que es fundamental. Si en una cuenca minera, que es una zona de aluvión a la que llega gente de muchos sitios, no existe una red de cuidados, no hay posibilidad de futuro. Y esa red de cuidados la establecieron las mujeres: las fondas, las pensiones, la limpieza… Todo eso lo crearon ellas, y es tan importante como lo otro, porque un minero no puede trabajar si no come, al menos que yo sepa.
—Hablabas antes de 1962. Aquella huelga tampoco habría sido posible si las mujeres no hubiesen jugado un papel muy activo.
—Bueno, eso además. Siempre se cuenta que las mujeres iban a echar maíz a los pies de los esquiroles para dar a entender que eran unos gallinas, y aquí en Asturias está Anita Sirgo, que fue una mujer que se marcó mucho. Las mujeres constituyen la mitad de la población, y en las cuencas mineras también. Ellas participaron tanto de la mina como de las cuestiones políticas y sindicales. Incluso hubo mujeres que, sin estar dentro de las cuencas, también formaron parte de todo eso. Pienso, por ejemplo, en Dolores Medio, que acabó en la cárcel por secundar las reivindicaciones de los mineros. Y se ha dado en épocas más recientes, como cuando en 2012 se creó la Asociación de Mujeres del Carbón, que fue muy visible en las reivindicaciones mineras. La mujer ha estado siempre ahí. Hay un libro interesante en esto, El obrero soñado, de José Sierra, que viene a decir que a las mujeres se las sacó de las minas porque era importante que ellas fueran reponedoras de mineros. Si una mujer tenía seis o siete hijos, pues eran seis o siete hijos que años después serían empleados por la empresa. Es esa visión masculina que te digo, y volvemos a lo del coronavirus: esos trabajos fundamentales de los que hablábamos antes, y que tienen que ver con los cuidados, los realizan fundamentalmente mujeres.
—Hablabas antes de este libro como una crónica. En realidad, se trata de la narración de un viaje que, al igual que todos los viajes, son dos: uno interior y otro exterior. Creo que en el viaje exterior asoma la periodista, mientras que en el interior quien se vuelca es la escritora.
—Hay un poco de eso, sí. Es un libro muy híbrido, como la propia cuenca minera. Lo escribí con mucha libertad y de forma muy instintiva, en el sentido en que yo elegía el tono que empleaba para contar cada cosa. Eso explica que haya muchos registros o géneros diferentes, o que unas partes sean más periodísticas y otras más literarias. Si en una parte quería contar o hacer una reflexión sobre cuestiones económicas, sociales o históricas, lógicamente elegía una forma más directa, o ensayística; pero hay otras partes en las que me gustaba dejar que la literatura lo permease todo. Es verdad que hay partes muy personales, porque me pareció importante que en el libro se aunasen esas dos miradas que dices, la exterior y la interior, y en esta última aflora la empatía que necesitaba esta historia para ser contada, mucho más teniendo en cuenta que yo provengo de la cuenca minera y habría sido muy raro eludir esa circunstancia. La intimidad es el gran terreno de la literatura, y esa mirada hacia dentro es lo que la caracteriza y lo que la hace tan valiosa. No todo se puede contar de forma externa, porque así puedes entender las cosas, pero nunca acabas de sentirlas. De ahí que quisiera encontrar un equilibrio entre ambas partes.
—Tus dos primeras novelas se mantenían fieles a los preceptos de ciertos géneros, mientras que en los últimos se percibe, en este último caso de manera muy evidente, una narrativa más personal. ¿También tu propia literatura está haciendo ese viaje de lo externo a lo interno?
—Puede ser… Habría que verlo en el siguiente libro que saque (risas). ¿Sabes qué ocurre? En este caso es evidente que lo personal juega un papel fundamental: yo he escrito este libro sobre algo que me toca personalmente, que es mi vida. Y estoy convencida de que tendré una mayor indagación de mí misma en algunos libros que puedan estar por venir, también porque cuando leemos los libros de otras personas nos parece muy valioso el aspecto personal. Una autora que me deslumbra, Annie Ernaux, dice que ella hace autosociobiografía, y yo también he intentado hacer autosociobiografía y contar mi vida en el contexto del lugar donde yo vivo. Hay otra cuestión: yo soy bastante pudorosa, lo cual no es bastante bueno para escribir, porque el pudor impide contar muchas cosas de una manera franca, y eso me lleva a una lucha por quitarme algunas capas más y seguir adelante. No se trata de contarme a mí misma, porque no me considero nada excepcional, pero sí puede que, a través de ciertas cosas que yo he vivido, consiga hacer que la gente vea otras. Es lo que ha ocurrido en el caso de la minería: a partir de cosas que yo conocía, pretendo que la gente sepa cómo se vive en ese mundo, siendo totalmente honesta y poniéndome a mí en primer término.
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