ES curioso lo que sucede con las matanzas del Daesh o Estado Islámico en Europa. Cuando escribo, la última ha sido la de Bruselas, con un saldo provisional de treinta y dos muertos y centenares de heridos. Nunca sabremos cómo quedan éstos, tal vez muchos lisiados de por vida. Lo que me llama la atención es que, como sucedió tras las de París, la estupidizada sociedad occidental reacciona –con excepciones– de tres principales maneras: la primera consiste en ponerse medallas compasivas, pues no otra cosa son las exhibicionistas muestras de dolor y los falaces slogans –Je suis Paris, Je suis Bruxelles, etc– que sin duda les parecen “muy bonitos” a quienes los lanzan a las redes o los enarbolan en carteles. Estos individuos hacen llamamientos a la paz, sin darse cuenta de que lo último que interesa a los miembros del Daesh es eso, paz, y de que se deben de reír a mandíbula batiente de los bienintencionados, sus velas, flores y pegatinas. Y deben de pensar: “Si esta es toda la reacción, podemos seguir masacrándolos indefinidamente. Son tiernos como corderos. Lloran para ser vistos, enseñan sus fotomontajes, ponen a Tintín lleno de lágrimas, se sienten abstractamente solidarios con las víctimas, agachan la cabeza, tienen miedo y ni siquiera se indignan”. Si algo me irrita, entre las cursilerías de nuestro tiempo, es el grito automático de “Todos somos …” en cuanto una persona o un colectivo sufren una injusticia o desgracia. “Todos somos Malala”, “Todos somos belgas” o lo que se tercie. No falla y siempre es mentira. Si fuéramos Malala, nos habrían pegado un tiro en la cabeza, de niños, tan sólo por ir a la escuela. Si todos fuéramos belgas, podríamos estar despedazados en un metro o un aeropuerto, y por suerte no lo estamos. Pero hay que ver qué sensible queda decir eso.
La tercera reacción es la que, en efecto, quiere convertirlas en criminales, la histérica e indiscriminada: la que culpa a los musulmanes en conjunto, sobre todo a los europeos. La que exige su expulsión masiva, la que prende fuego a albergues de refugiados y mezquitas, la de los presidentes húngaro y polaco, la de Le Pen y Wilders, la Liga Norte, los Auténticos Finlandeses, la Alternativa por Alemania y Aurora Dorada. Volviendo a los infinitos años en que ETA mataba, ninguno de estos líderes y partidos habría tolerado el lema de tantas manifestaciones –“¡Vascos sí, ETA no!”–, sino que habrían propuesto detener o desterrar a los vascos todos.
Si uno descarga la ira contra un colectivo, está errando el tiro y dando pseudoargumentos a posteriori a los asesinos. Si uno se culpa de las matanzas que sufre, está invitando a esos asesinos a que sigan. Si uno se limita a lamentarse, a pedir paz en el mundo y a encender velas para pensar “Qué bueno soy”, se está comportando como los cristianos ante los gladiadores y leones del circo romano. La ira es obligada, es lo mínimo, pero no contra los pacíficos que comparten –si es que es así– religión con los verdugos. A la gente despiadada se la combate sólo con frialdad e infundiéndole miedo. Entre unas actitudes y otras, eso es lo que hace tiempo que no damos, y los miembros del Daesh lo saben: entre mensajitos y llanto blando, golpes de mea culpa y furia contra los indefensos, a los armados hasta los dientes, a los dispuestos a pasar a medio mundo a cuchillo, a esos precisamente nunca los asustamos.
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Artículo de Javier Marías publicado en El País Semanal el 17 de abril de 2016.
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