Hay personas que son más que personas. Las imágenes de Chaplin, Jagger, Kennedy, Einstein o Gandhi significan más allá de ellos porque ellos son mitos. Aseguraba Mircea Eliade en El mito del eterno retorno (Alianza, Madrid, 1972) que sin mitos no sabríamos dónde mirar. Los mitos nos hacen. Cada época y cada sociedad crean sus mitos, y algunos de esos mitos, por circunstancias azarosas, sobreviven a la época y la sociedad que los creó. Mientras Odiseo, Zeus o Moisés siguen significando, vamos creando mitos nuevos que no aparecen en La Odisea, Las Metamorfosis o La Biblia, sino en la inflación de imágenes del siglo XX. Como John Wayne, por ejemplo, un modelo mundial de comportamiento masculino en la segunda mitad del siglo XX.
Entre los cincuenta y los sesenta del Siglo de la Imagen, las latas con bobinas de película circulaban con fluidez por el mundo. En aeropuertos, estaciones de tren y paradas de autobús, las inconfundibles bolsas de lona con latas de película positiva de treinta y cinco milímetros constituían un espectáculo habitual entre las sacas de correo, jaulas con gallinas, maletas y paquetería de todo tipo. No había internet, parques temáticos, botellón, móviles ni macro-fiestas; lo que había era una sala de cine en cada esquina de cada villorrio. «Bajarse al cine», como se decía coloquialmente en España, constituía en todas partes la forma de entretenimiento más socorrida. Y a esas salas de todo el planeta llegó John Wayne metido en las latas de película. Iba sólo a entretener pero, probablemente sin pretenderlo, hizo algo más.
El invento de los hermanos Lumière cumplía por entonces cincuenta años, y el relato en imágenes se había impuesto; el blanco y negro, además, empezaba a ser prehistoria y en los Estados Unidos aparecían los grandes formatos. El cinerama en 1952, el cinemascope al año siguiente y el todd-ao en 1956. Frente a tales prodigios, la pobre cajita de la recién nacida televisión empequeñecía encorsetada por la dudosa nitidez de sus imágenes en blanco y negro. Tampoco ayudaba la elementalidad narrativa de unas producciones destinadas a satisfacer a todo el mundo. Por eso las producciones cinematográficas, seleccionando a su público, se ‘enriquecieron’ con argumentos ‘duros’, paisajes exóticos y vistosas escenas de acción (carreras, persecuciones, tiros, saltos, gags…) que el color y la gran pantalla potenciaban. Entre los cincuenta y los sesenta, las latas de película llevaron a las salas melodramas de Minelli, adaptaciones de Tennessee Williams y ambiciosos títulos como ‘Ben-Hur’ (1959), ‘Los cañones de Navarone’ (The Guns of Navarone, 1961), ‘Agente 007 contra el Dr No’ (Dr No, 1962), ‘La Pantera Rosa’ (The Pink Panther, 1963) o ‘Aquellos chalados en sus locos cacharros’ (Those Magnificent Men in their Flying Machines, 1965).
El cine del oeste se apuntó a la tendencia con títulos como ‘Horizontes de grandeza’ (The Big Country, 1958), ‘La conquista del Oeste’ (How the West Was Won, 1962) o ‘El gran combate’ (Cheyenne Autumn, 1964), un John Ford en Super Panavision 70 con una legión de figurantes y semovientes cruzando magnas localizaciones. Tres películas que muestran cómo el cine del oeste, popular en los cinco continentes desde principios de siglo, vio reforzadas sus bazas —paisaje, cabalgada y tiros— por la nítida fotografía en color de los grandes formatos. En ‘El universo del western’ (Fundamentos, Madrid, 1998), los franceses Georges Albert Astre y Albert Patrick Hoarau, analizaban el género desde la perspectiva de una mitología con elementos estructurales como el Cow-boy, el Indio, el Jugador, las Cabalgadas o el Paisaje, apuntando que la gran pantalla a todo color permitió al primer plano multiplicar la expresividad plástica de la Mitología Western. Cierto que siempre había tenido el western primeros planos, algunos tan significantes o significativos como el que cierra ‘Asalto y robo del tren’ (‘The Great Train Robbery’, 1903), una película de pocos minutos considerada como el primer western. Lo que pasa es que cincuenta años después, con el color y la pantalla gigante, el primer plano adquirió la densidad expresiva de una pintura.
‘Hay que dejar que el primer plano viaje’, le dijo John Ford una vez a un periodista. ‘Con la cámara quieta y sin moverse del sitio’, añadió para explicarse. ‘Que se muevan los actores, que para eso cobran’. Esta fordiana declaración de principios, recogida por Bogdanovich en su canónico libro sobre Ford, editado en España también por Fundamentos en su impecable colección sobre Cine, define una época y un estilo. Los rostros capaces de encarnar a los idealizados héroes del género épico por excelencia se hicieron inmortales al enmarcar sus rostros en aquellas pantallas colosales. Fueron muchos los llamados, desde Arthur Kennedy a Audie Murphy, y muy pocos los escogidos para protagonizar un racimo de inolvidables primeros planos que vuelan de la pantalla al corazón. Entre ellos, el rostro machacado de Marion Morrison, un complejo y atractivo paisaje que Dios talló específicamente para la pantalla grande y que entregó a John Ford y Howard Hawks como había entregado la lengua castellana al juglar del Cid o las bailarinas derrumbadas entre bambalinas a Edgar Degas.
Marion Morrison fue un impoluto jugador universitario de american football, uno noventa de Hombre Total, cuyo rostro limpio e irrepetible se puso a significar con los años y las arrugas hasta convertirse en el mapa en relieve del individualismo americano, pero también de la audacia, la decisión y la entereza del Hombre Solo del siglo XX.
—¿Marion? ¿Tú te llamas Marion, hijo?
—Sí, señor.
—¿Y se puede saber qué nombre es ese para un Héroe Americano?
—Me llamo así. También me llaman ‘Duke’. ‘El Duque’, señor.
—Chaval, eres más cursi que un jamón con chorreras. Te llamarás John: ‘Sean’ en irish.
—¿John, señor?
—John, sí. Como yo. ¿No te gusta o qué?
—Oh, sí señor. Lo que usted diga.
—Y Wayne, porque mola. O sea, John Wayne. Un nombre sonoro, con empaque en cualquier idioma. Y a ver si aprendes a moverte. Siempre despacio. Deja que la cámara se recree en esa infraestructura que gastas, chaval. Como si mostraras la fachada de un edificio barroco. ¿Lo entiendes?
—Oh, sí, señor. Muy despacio.
—Eso es. Pero no me muestres una fachada barroca lerda.
—¿Lerda, señor?
—Quiero la fachada de un edificio barroco que le va a dar un manotazo al primero que se ponga tonto.
—¿Qué dice, señor?
—Que pongas cara de darle un cachete a uno, caramba.
Marion, ausente, se ensimismaba recordando a cierto jugador rival y se le torcía el aparejo.
—Muy bien, nene. Así me gusta. Hala, que no se te olvide.
—Sí, señor.
—Ahora ve y hazte un hombre. Y ojo con Raoul Walsh, que es muy raro y sólo lo aguantan los caballos. Pórtate bien, que te vigilo.
En el inicio de la leyenda de Wayne —en John Wayne todo es leyenda— figuran dos dioses mentores, John Ford y también Raoul Walsh. Al final de los Años Veinte, en el filo del sonoro, ambos tenían éxitos de taquilla en sus respectivas filmografías, como ‘El caballo de hierro’ (The Iron Horse), de John Ford, o ‘El ladrón de Bagdad’ (The Thief of Bagdad), de Raoul Walsh, dos películas de 1924. Fue por entonces cuando el tal Marion apareció por los estudios en plan chico para todo acompañado de su amigo Ward Bond, del que no quiso despegarse. Walsh y Ford, perros viejos, comprendieron que en Marion había algo indefinido, así que les buscaron trabajo de figuración y esperaron a ver qué tal se desenvolvía Marion. En su libro (imprescindible) ‘La leyenda de un gigante’ (T&B Editores, Madrid, 2001), el crítico español Juan Tejero documenta un buen montón de películas mudas de importantes estrellas de la época, desde John Gilbert a Lillian Gish o Douglas Fairbanks, en las que ambos, Bond y Wayne, aparecen sin acreditar.
Sobre este tema, John Ford dio a sus diferentes biógrafos informaciones contradictorias: a cada uno le contaba una cosa, según fuese su humor. Y es que Ford era un contador de historias, un narrador, un acrisolado cuenta-cuentos. Por su parte Raoul Walsh escribió al final de su vida, ya retirado, unas sabrosas memorias de dudosa fiabilidad, pero que debieran acreditarse como ciertas: pura justicia poética. Walsh cuenta (‘La vida de un Hombre’, Madrid, Grijalbo, 1982) que poco menos que el Mundo —así, el Mundo— le debe John Wayne a él, empezando por el propio John Wayne, fanfarronada que siempre divirtió mucho a Ford, admirador de las historias bien contadas, así que nunca se metió a desmentir a su colega. Lo que sí hizo fue lanzarle pullitas cada vez que tuvo ocasión. ‘¿Walsh? Bueno, Marion no eligió llamarse Raoul, sino John’.
Hoy se ha impuesto una visión intermedia sobre quién hizo a Wayne. Walsh habría descubierto a un Marion de diecinueve años y se lo habría pasado a Ford, que le habría puesto el nombre. Walsh, por su parte, le pondría en bandeja, ya rebautizado como John Wayne, su primer papel protagonista tras unos años de figurante en el mudo. La película, ‘La gran jornada’ (The big trail, 1930), fue un ambicioso proyecto organizado al llegar el sonoro, cuando todo eran experimentos, que se pegó una galleta de campeonato. Y eso que, grandiosa, está francamente bien. En todo caso, testimonia la torpeza en ciertos movimientos del Marion de veintitrés años, quien, pese a aparecer ya como John Wayne, tenía mucho que aprender para convertirse en el John Wayne que conocemos.
Ford, más observador y menos impulsivo que Walsh, se limitó a admitir en su círculo de amistades la presencia de la frustrada estrella y, una vez en su órbita, la habría proyectado discretamente hacia el mundo del western B. Ford mantuvo al ‘chico de Walsh’ confinado en ese duro rincón de la industria hasta que aprendió a besar como quien talla diamantes y a levantar los chupitos de whisky de la barra del ‘saloon’ como si expusiera las bases del racionalismo cartesiano. Cogito, ergo sum: me muevo, galopo, pego dos tiros y reparto estopa, ergo sum. Ford sabía que delante del ojo implacable de la cámara, que todo lo ve, un actor debe hablar con el cuerpo y cantar con los gestos. Se lo dijo a Bogdanovich, que también lo menciona en su libro, citado más arriba. ‘Por menos de un pimiento’, y cito de memoria, ‘un actor pilla vicios, se amanera y la naturalidad desaparece’. Y tenía razón el viejo zorro. Cuando Marion aprendió a controlar estos extremos, ya no se limitaba a cruzar la calle o a subir al caballo, sino que sin proponérselo, privilegio de los más grandes, cada vez que se movía teniendo presentes las instrucciones de Ford -o sea, despacio- dictaba a la cámara lecciones de geometría moral. El naciente John Wayne había desarrollado una rica gramática corporal, y los montadores fueron los primeros que, a lo largo de los años treinta, se dieron cuenta de que cuando aquel chico se desplazaba pasaban cosas muy raras en la sucesión de planos que estaban ensamblando. Los montadores, los estructuralistas del Cinematógrafo, viven en la oscuridad de las salas de montaje con los ojos quemados de ver ‘takes’ y consagrados, como los monjes escolásticos, a dar sentido a lo que no lo tiene. En sus manos se despereza el Cine, y en vista del prodigio que se instalaba en las pantallas de sus moviolas cuando montaban las secuencias del tal John Wayne, se fueron pasando el aviso unos a otros. ‘Ojo con las secuencias del Wayne’. No todos se enteraban, y durante diez años hubo que matizar. ‘Del chico del Walsh, del Marion’. Con aquel chico vestido de vaquero metido dentro, las secuencias volaban. A Gary Cooper -que era estrella desde los tiempos del mudo- le había salido un serio competidor. Con su misma hondura, sólo que menos seca. Más espesa. Y con chicha. Cuando Wayne pasaba por la pantalla, no pasaba un vaquero, pasaba ‘Le Discours de la Méthode’ en movimiento y con caballo. Después de tropecientas películas, Marion Robert Morrison había cuajado por fin en John Wayne.
Metido en la treintena y con las pantorrillas como el papel de lija de tanto subir y bajar del caballo, John Ford lo aupó al pescante de ‘La diligencia’ (Stagecoach, 1939). Desde allí, convertido definitivamente en el John Wayne inmortal que todos conocemos, ‘el chico de Walsh’ despegó hacia la inmortalidad. Es difícil concebir en 2016 lo que significó en 1939 ‘La diligencia’ corriendo por las pantallas de medio mundo. Para decirlo en dos palabras, el viejo western se hizo adulto. Después de cuarenta años de pistolas, galopadas, indios y broncas en el ‘saloon’ sin venir a cuento, una historia honda que interpretaban actores de verdad –Tomas Mitchell, Claire Trevor, John Carradine…- venía a poner alma y orden en el dislate que venían siendo los westerns de Tom Mix, Rintintín, Gene Autry o el propio Wayne. A dar al género sentido, coherencia y criterio. John Wayne disparando desde el pescante de la diligencia desbocada que acosan los apaches era un personaje, no un muñeco. En medio de la balacera tenía destino, pues venía de algún sitio, y mientras disparaba experimentaba pasión hecha y derecha, miedo contenido y una aplazada sed de venganza. Y todo eso, ¡milagro! salía disparado de la pantalla directamente al alma de los espectadores, tanto de Argamasilla de Alba como de los suburbios de Shanghai. Cada vez que Wayne cargaba el winchester y le gritaba a George Bancroft. ‘¡Curly! ¡Ojo con los caballos!’ volvía a nacer el Mundo.
En los años cincuenta, el prestigioso crítico francés André Bazin dedicó un libro entero a John Ford. Nunca se había visto cosa igual, un libro, un objeto sagrado, dedicado a un cineasta. Yo tuve un ejemplar de la primera traducción española, que publicó Rialp en los años cincuenta. Me lo regaló el padre de una novia a quien después di el disgusto de no casarme con su hija, no por mi falta de voluntad, sino por la de ella, que me dejó una tarde de abril, justo el día del libro, por un alpinista gerundense que se mataría en el Cervino, mala suerte. En aquel libro canónico, Bazin desmenuzaba ‘La diligencia’ y describía el impacto que había producido su estreno diez o quince años atrás, así como la trascendencia del papel jugado por Wayne en el éxito de la cinta.
Wayne no vuelve a trabajar bajo la férrea batuta de John Ford hasta el final de la Segunda Guerra Mundial. Ford lo puso a la sombra de Robert Montgomery dentro de un argumento en el que su personaje se ve obligado a abandonar a sus amigos y subordinados. ‘No eran imprescindibles’ (They Were Expendable, 1945) es una atípica película de guerra en la que no hay épica, sino sentimientos encontrados, la vieja salsa dramática que da sabor a los actores y desnuda vilmente a los que no lo son. Pero, justo es decirlo, no fue John Ford quien adivinó los patéticos fantasmas que podían anidar en los personajes que Wayne era capaz de levantar, sino Howard Hawks, que fue quien entregó a un Marion con cuarenta recién cumplidos lo que se ha convertido en segundo gran hito, después de ‘La diligencia’, en la construcción de John Wayne.
Hawks era un talento y creaba estrellas como hace hoy Ridley Scott. Diez años atrás se había sacado de la manga el tándem Katherine Hepburn-Cary Grant en ‘La fiera de mi niña’ (Bringing Up Baby, 1938). Hacía sólo cuatro, había visto a Lauren Bacall en la portada de una revista cuando sólo era una carita guapa que estudiaba interpretación y se ganaba la vida como modelo y la había emparejado con Bogart —la superestrella de ‘Casablanca’ (1942)— en ‘Tener y no tener’ (To Have and Have Not, 1944). Con John Wayne no se anduvo con tonterías y lo convirtió en un padre canoso que, envejecido por el maquillaje, rivaliza con su hijo, nada menos que Monty Clift. Hay que decir a los que niegan a Wayne la cualidad de actor que para aguantar a Clift, una monada de veintiocho años que salía del Actor’s Studio, había que tenerlos cuadrados y ser algo más que una montaña capaz de moverse despacio delante de una cámara. Fue así como, casi diez años después de La diligencia, John Wayne llegaba al primero de sus legendarios ‘ríos’, el mítico ‘Río Rojo’ (Red River, 1948), de Howard Hawks, una épica historia de conductores de ganado en la que Wayne se muestra transformado -nadie sabe aún cómo- en un actorazo como la copa de un pino.
En el libro de entrevistas ‘Hawks on Hawks’ (‘Hawks según Hawks’, Akal, Madrid, 1990), Howard Hawks le contó al periodista Joseph McBride que Wayne ‘no necesitaba actuar’. Según el prestigioso director, ‘le bastaba ponerse delante de la cámara con su sombrero y su winchester para que aquello empezara a marchar’. Una presencia taumatúrgica, en suma, la de Wayne.
No fue casualidad que inmediatamente encadenara ‘Fort Apache’ (Fort Apache, 1948), ‘La legión invencible’ (She Wore a Yellow Ribbon, 1949) y ‘Río Grande’ (Rio Grande, 1950) interpretando bajo la batuta de John Ford a tres personajes complejos. De esta serie de tres películas en blanco y negro, hoy llamada por la crítica ‘trilogía de la caballería’, John Wayne emergió macizado y completamente hecho. En las dos segundas, sobre todo, es bien visible la lección que sobre John Wayne había dictado Howard Hawks en ‘Río Rojo’.
Al cabo de treinta años, un John Wayne que camina en línea recta hacia la cincuentena (había nacido en 1907), se hace por fin dueño y señor de la gran pantalla a bordo de un puñado de películas en color y pantalla larga en las que fue marino, aviador, soldado, conquistador -nada menos que Gengis Khan, échale hilo a la cometa: ‘El conquistador de Mongolia’ (The Conqueror, 1956)-, amigo, explorador, rudo amante y, claro, vaquero. Pero sólo se asienta definitivamente en nuestras retinas al final de la década de los cincuenta, tras llenar de poderío las pantallas en color durante diez años, gracias a cuatro películas en las que, más que viajar, el primer plano vuela directamente a la estratosfera. Son ‘Centauros del desierto’ (The Searchers, 1956), ‘Misión de audaces’ (The Horse Soldiers, 1959), ‘El hombre que mató a Liberty Valance’ (The Man Who Shot Liberty Valance, 1962) –el último tiro en B y N de John Ford- y ‘Río Bravo’ (Rio Bravo, 1959). Wayne hizo infinitas películas, pero sólo dan sentido a la leyenda estas y alguna más que, entendiendo la potencia de fuego del gigantón de Iowa, someten su carisma a estrategia intencionada y mitifican la ensoñación. Y lo hacen a base de enhebrar los significativos primeros planos que constituyen la esencia del mito Wayne. Los del atormentado Nathan en ‘Centauros del desierto’, los del amargado coronel Marlowe de ‘Misión de audaces’, los del fracasado Tom Doniphon en ‘El hombre que mató a Liberty Valance’ y, como no, los del valeroso amigo de sus amigos que es el sheriff John T.
Pero si Wayne es mito, sugiero, se debe a que humaniza hasta la idealización los roles sociales, dando sentido, me atrevo a afirmar, a las vidas de mujeres, hombres y niños del mundo entero. Desde todas sus películas, el talento de Marion R. Morrison, transmutado en John Wayne, supo enviar -sin pretenderlo, con toda probabilidad- normas de comportamiento atractivas a los espectadores en unos tiempos en los que los héroes eran buenos esposos, padres responsables y ciudadanos ejemplares que no decían palabrotas ni perdían los estribos (salvo justificadísimas excepciones que se resolvían a sopapos con enternecedora limpieza). A los niños nos enseñó que los chicos no lloran y también los complejos rituales del cortejo, con los distintos papeles que pueden desempeñar el galán festejador, por un lado, y la señorita festejada, por otro. Héroes que sabían cuál era su deber y cuáles sus obligaciones, así como lo que se esperaba de ellos, limitándose a cumplir como caballeros sin decir ‘ay!’. Ya fuera defender una posición hasta la muerte, galopar hasta la extenuación o dar conversación a las señoras, cederles el paso y bailar con ellas la polca.
Modelo de padre, de hijo, de amante, de esposo y también de comandante, John Wayne estableció un prototipo imitadísimo de cómo relacionarse socialmente y de cómo reaccionar individualmente. Fuese como vaquero, aviador, sheriff, amigo, bandido, profesional, explorador, jefe y, en fin, como Hombre sin más, bien se puede decir gráficamente y sin temor a equivocarse que John Wayne ‘nos hizo’.
Y no nos hizo de cualquier forma, sino a base de películas memorables que se grabaron a fuego en la emotividad de dos generaciones, la de los niños de la guerra y la de sus hijos. Haciendo que el primer plano viajara, como pidió Ford cuando el Cine era Cine y la pantalla se poblaba con verdad, no con monerías de ordenador. Juan Tejero lo deja claro en su monumental ‘La leyenda de un gigante’, mencionado más arriba. La muerte de John Wayne, en 1979, ‘marcó el fin de una época’. Y es cierto. Dos años antes se había estrenado ‘La guerra de las galaxias’. Y dos años después, en 1981, se estrenaba ‘En busca del arca perdida’. Tal vez el Cine -y la Narrativa en general- deba volver la vista atrás, detenerse un momento en 1939 y montar en ‘La diligencia’ para aprender por qué los personajes -personajes, no cáscaras de huevo- hacen lo que hacen, se mueven como se mueven y se dirigen allí donde van. Si lo hizo Orson Welles antes de ponerse delante y detrás de una cámara —y era Orson Welles— ¿por qué no vamos a hacerlo nosotros antes de ponernos delante de otro relato más?
Al menos evitaríamos la desgracia de comprar bacon convencidos de que es jamón.
John Wayne no es Grande, es Gigante. A mí se me quedó grabada a fuego la frase de Centauros del Desierto que dice su sobrinillo cuando dentro de la casa están barruntando el ataque indio: ¡Ojalá el tío Ethan estuviera aquí!