El primer recuerdo que me viene de Martin Amis es el de su mano temblorosa. Sí, ahí estaba él, el tipo del que me hablaban todos mis colegas, a las diez de la mañana, en un hotel de Segovia, con el pulso pendiente… de un café. Ya lo había visto en una ocasión anterior, junto a Ian McEwan, un chaval de aire tan discreto que a su lado la prudencia parece casi una indiscreción. Los dos juntos, con esa elegancia desaliñada tan inglesa y sus modales tan British, habían aceptado el papel de escudero de una dama de chapa muy dura: Doris Lessing.
A Martin no tardaron en traerle un café, pero la mano siguió temblando. Ya traía ese aspecto eterno en él: el rostro un punto cerúleo, las mejillas hundidas, el pelo ralo peinado hacia atrás. Un adulto encajado en una delgadez adolescente. Eso es lo primero que se me vino a la cabeza. Luego evoqué sus fotos de juventud. Su aspecto tan Mick Jagger, su pose de provocación «rollingstoniana», aquel retrato con gabardina, cigarrillo prendido y los brillos de una prematura inteligencia arrumbada ya en la mirada.
Entablamos un diálogo con una intérprete sin experiencia, impresionada por el escritor que tenía al lado. Sí, Amis, el mismo que contaba en Experiencia, con una enorme crudeza, lo de Lucy Partington, su prima asesinada por Frederick West, y también el trauma de cómo había perdido todos los dientes, sí, esa liquidación de la belleza, de uno de sus signos más claros. Un round duro, y más para alguien que había coqueteado con el atractivo durante la juventud.
Ese otoño traía novedad, sí, pero a él —que admiraba a Saul Bellow, que frecuentaba la amistad de Christopher Hitchens (esa instantánea juntos, él con bufanda, el otro con jersey y americana, los dos con pinta de estudiantes políticamente correctos)— le gustaba meterse en jardines duros, como aquella vez en Granada. Fue la tercera vez que nos cruzábamos. Mi redactor jefe, Manuel Calderón, uno de los pocos que jamás me ha contemplado como un fracasado, un fulano casi en trance de un derribo, me había enviado allá para ver qué sacaba. Eso era confiar.
Así que esa tarde estaba allá, apostado en el hall de un hotel timbrado por no sé cuántas estrellas, haciendo guardia junto a otro compañero y una fotógrafa de Sevilla. Martin Amis entró, con maleta, algo desgarbado, sin la orla de los que se conceden importancia. Antes de pasar por el check-in, se largó al bar, se pilló una birra de las grandes y se sentó en una mesa para ver si se libraba de ese calor abencerraje que convertía la ropa en un concurso de prendas mojadas.
Los tres nos adosamos a su lado en cuanto lo vimos. Amis aceptó de buena gana la compañía y así se improvisó una entrevista, a la que enseguida se sumaron los demás plumillas que andaban rondando por allá, convirtiendo el encuentro en una concurrida rueda de prensa. Él no puso un pero. Ni un mal gesto asomó a su cara. Hasta se movió para dejar hueco. Fue cuando hizo aquella declaración con la que titulamos todos al día siguiente: «Al menos se cargaron a Carrero Blanco». No hace falta mentar de quiénes hablaba. Y tampoco la que se montó después, que fue gorda. Cuando me topé con él a la mañana siguiente, en el vestíbulo, con un traje claro, como si hubiera salido de una novela de E. M. Forster (desconozco si esto le gustaría, es bastante probable que no), me soltó algo de este estilo: «Me alegra que los españoles tengan tanta conciencia de su historia, que se debata el pasado». Tenía humor este Amis.
Así que al muchacho le podías soltar lo que quisieras, que entraba con una educación de gentleman. Era tan grande que hasta las preguntas más absurdas te las respondía como si fueran las mejores que le habían planteado en la vida. Él, que apenas hablaba español, solía aminorar la cilindrada de su inglés para facilitar que se le entendiera. Como con esa traductora, ya digo, extraviada entre evidentes pruebas de nerviosismo. Los dos nos miramos entonces. Me hizo un gesto en plan «tú me sigues, ¿verdad?». Con la mirada le hice entrever que sí. A partir de ahí habló de una manera tan impecable que parecía que todo lo que pronunciaba salía ya traducido.
En ningún momento le dijo nada a esa traductora, que seguía creyendo que era imprescindible para el diálogo. Ni un solo reproche. Al acabar, él mismo le agradeció su esfuerzo con pulcrísima educación. Nosotros solo nos miramos y sonreímos… Dejé de frecuentar los libros de Martin Amis hace ya unos cuantos años, bastantes. Siempre se piensa que se dispone de tiempo de sobra para volver a eso que una vez te moló. Pero no es cierto.
Mi redactor jefe, Manuel Calderón, me escribió al WhatsApp cuando saltó la noticia de la muerte de Martin Amis. «Antes hablamos de él y de su libro Desde dentro y de Hitchens, y antes se marcha. Nos toca leer a los muertos. Una gran pérdida. Demasiado pronto». Sí, jefe, demasiado pronto. Nunca llegué a conocer a Martin Amis. Hablar con alguien no es conocer a nadie. Esto es así. Aunque lo hagas cuatro o cinco veces. No importa. Pero al menos ha quedado el recuerdo de una complicidad pasajera. Y también esa simpatía tan propia del demonio y de la gente grande, con estilo.
Como curiosidad: Martin Amis interpreta a uno de los niños en la gran película de Alexander Mackendrick Viento en las velas.