Foto: Daniel Mordzinski
La educación sentimental de mi generación viene, entre otros ismos, del neorrealismo italiano, de las novelas y los relatos de Cesare Pavese; algunos nos hicimos deudores de su poesía: Lavorare estanca (“Trabajar cansa”). Del cine y la literatura de Pasolini, de Alberto Moravia y de Buenos días, tristeza y Todos los chicos y chicas, de las casi adolescentes francesas, las dos Françoises, la Sagan y la Hardy.
Los norteamericanos nos seducían con el cine multicolor de preciosas casas con jardín pero también con las tórridas propuestas de Tennessee Williams: De repente el último verano, La gata sobre el tejado de zinc, Un tranvía llamado deseo… Todo llegaba entre susurros a aquella España sórdida y gris en la que se anunciaban lavadoras y OMO para ellas, y Seat 600 y Fundador para ellos.
Este verano también se ha acabado (no sé por qué creí que podría ser eterno) trayéndonos una noticia que, no por previsible me causa menos tristeza: la muerte de Juliette Gréco, grande de la chanson francesa que, en plena nostalgia de todo, me recuerda los felices años 60 en los que París volvió a ser una fiesta, unos años en los que los jóvenes airados vestíamos de negro y fumábamos Gitanes y Gauloises traídos directamente de allende la frontera. Fuimos disidentes afrancesados. “Nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos”, escribió Jaime Gil de Biedma en su poema “Elegía y recuerdo de la canción francesa”, del libro Moralidades, en 1966.
Gil de Biedma abre el poema con uno de los versos de la canción de Jacques Prévert, el autor de la letra, y de Joseph Kosma, que le puso la preciosa música que cantaron Gréco y también Edith Piaf, Charles Aznavour y hasta Françoise Hardy, por recordar solo a los franceses, porque dio la vuelta al mundo. Pero también hubo norteamericanos, e incluso una alemana, Uta Lemper, a la que vi en Madrid hace ya algunos años cantar con una voz llena de matices y su legendaria expresión escénica. Por cierto, el más joven entre el público era yo (nosotros), como nos ocurrió no hace mucho en el concierto de Graham Nash hace cuatro años, al que vi emocionarse al volver a cantar “Our house” (“Nuestra casa”), en la que recuerda a Joni Mitchell. La escribió el mismo día de la ruptura con ella: “Miro el fuego mientras te escucho cantar tus canciones de amor, solo para mí”.
Pero estábamos en Francia, cuando aún la nación mostraba su grandeur y temblábamos escuchando a Jacques Brel, a Ferré y a Brassens. Entre Prévert y Kosma urdieron Les feuilles mortes, es decir, “Las hojas muertas”, de la que Gil de Biedma recoge con amor ese verso que dice “c’est une chanson qui nous ressemble”, es decir, “es una canción que se parece a nosotros”. Naturalmente a nosotros, a los de entonces. ¿La cantamos?: “Me gustaría tanto que recordaras / los días felices cuando éramos amigos. / En aquellos días la vida era mejor / y el sol más brillante que hoy…”.
¿Estoy haciendo un ejercicio de nostalgia? Tal vez lo sea, y si lo es, sigamos por ese camino que me lleva a María Casares, y por añadidura a Camus y a Sartre, a Simone de Beauvoir y a Merleau-Ponty, Costa-Gavras, Serge Gainsbourg, Jane Birkin, al cine de Gabin, Ives Montand y Simone Signoret, a la que ahora recuerdo por su libro La nostalgia n’est plus ce qu’elle etait (Seuil, 1976) traducido por Ivonne Hortet, esposa de Carlos Barral, como La nostalgia ya no es lo que era (Argos Vergara, 1983)…, y ya, mi recuerdo a la Gréco, icono y musa de los existencialistas de Saint Germain-des-Prés; la joven del París liberado, a quien Jean-Paul Sartre le escribió en sus inicios como cantante (aún no había terminado la guerra), «Dans la rue des blancs manteaux”.
Amiga también de Boris Vian, Duke Ellington y Miles Davis, se casó en los 50 con Philippe Lemair; en los 60/70 con Michel Piccoli, y desde 1988 hasta hace dos años con el pianista Gérard Jouannest. Su primer disco, en 1951 lo llamó Je suis comme je suis. Cuatro años más tarde entraba como una diva en el Olympia de París.
Trabajó con Jean Cocteau en Orphée y con Jean Renoir en Elena y los hombres; con Henry King en The Sun Also Rises, basada en la novela Fiesta, de Hemingway. Con John Huston en Las raíces del cielo, y con Richard Fleischer en Una grieta en el espejo, compartiendo reparto con Orson Welles.
Hace cinco años se despidió del público diciendo “quiero estar de pie, con la mayor elegancia posible”, y preparó una gira a la que llamó Merci.
Gracias, Juliette Gréco. Merci beaucoup.
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Jaime Gil de Biedma
Elegía y recuerdo de la canción francesa
C’est une chanson
qui nous ressemble.
KOSMA Y PRÉVERT: Les feuilles mortes
Os acordáis: Europa estaba en ruinas.
Todo un mundo de imágenes me queda de aquel tiempo
descoloridas, hiriéndome los ojos
con los escombros de los bombardeos.
En España la gente se apretaba en los cines
y no existía la calefacción.
Era la paz —después de tanta sangre—
que llegaba harapienta, como la conocimos
durante cinco años.
Y todo un continente empobrecido,
carcomido de historia y de mercado negro,
de repente nos fue más familiar.
¡Estampas de la Europa de postguerra
que parecen mojadas en lluvia silenciosa,
ciudades grises adonde llega un tren
sucio de refugiados: cuántas cosas
de nuestra historia próxima trajisteis, despertando
la esperanza en España, y el temor!
Hasta el aire de entonces parecía
que estuviera suspenso, como si preguntara,
y en las viejas tabernas de barrio
los vencidos hablaban en voz baja…
Nosotros, los más jóvenes, como siempre esperábamos
algo definitivo y general.
Y fue en aquel momento, justamente
en aquellos momentos de miedo y esperanzas
–tan irreales, ay– que apareciste,
oh rosa de lo sórdido, manchada
creación de los hombres, arisca, vil y bella
canción francesa de mi juventud!
Eras lo no esperado que se impone
a la imaginación, porque es así la vida,
tú que cantabas la heroicidad canalla,
el estallido de las rebeldías
igual que llamaradas, y el miedo a dormir solo,
la intensidad que aflige al corazón.
Cuánto enseguida te quisimos todos!
En tu mundo de noches, con el chico y la chica
entrelazados, de pie en un quicio oscuro,
en la sordina de tus melodías,
un eco de nosotros resonaba exaltándonos
con la nostalgia de la rebelión.
Y todavía, en la alta noche, solo,
con el vaso en la mano, cuando pienso en mi vida,
otra vez más sans faire du bruit tus músicas
suenan en la memoria, como una despedida:
parece que fue ayer y algo ha cambiado.
Hoy no esperamos la revolución.
Desvencijada Europa de postguerra
con la luna asomando tras las ventanas rotas,
Europa anterior al milagro alemán,
imagen de mi vida, melancólica!
Nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos,
aunque a veces nos guste una canción.
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Carta nº14 – 16
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