“Soñaba con un edificio que explorar como una terra incognita, a fondo, desde los cimientos hasta la cúspide” (p. 16) confiesa Ruth Zylberman al principio de este apasionante libro subtitulado de manera significativa: autobiografía de un edificio. Un edificio semejante a muchos otros de París y seleccionado de manera intuitiva, como un flechazo, el día que Zylberman cruza fascinada el portalón de su entrada y las piedras comienzan a hablar. A la manera de la tradición iniciada por la Escuela de los Anales (y, sobre todo, me viene a la cabeza Emmanuel Le Roy Ladurie y su Montaillou, aldea occitana, en el que dio vida a ese pueblecito y a sus habitantes a partir de una minuciosa investigación), acompañaremos a la escritora y cineasta en el meticuloso y delicado desvelamiento de la historia muda del bloque que nos permitirá adentrarnos en las vidas privadas de los inquilinos que, a lo largo de los años, vivieron entre esas paredes, hasta que consiga iluminarlo, lo hagamos nuestro y podamos decir, como Luis Rosales: “Gracias, Señor, la casa está encendida”.
Ya en el primer relato de uno de los supervivientes encontramos una palabra que sirve para comprender: enredo. “Me impacta esta palabra, enredo, y le pregunto a qué se refiere” (p. 42) para descubrir entonces que quizá sea “cuando las mismas calles que te protegían reciben, indiferentes, inmutables, la marca de tu condena. La metamorfosis de tu horizonte familiar en un paisaje hostil. Y, de esta metamorfosis, algunos jamás se recuperan” (p 46). Un enredo en el que hay que adentrarse para poder recuperar y transmitir esas historias que conforman la Historia con mayúsculas a pesar de que sea también ese territorio convulso que “amenaza el precario equilibrio del nido de la memoria que uno ha ido improvisando día tras día para sobrevivir” (p. 85).
Rastrea Zylberman, ella misma descendiente de deportada, la historia del edificio desde su construcción consiguiendo que se yerga en testigo y narrador de acontecimientos esenciales como la Comuna, con las barricadas en la misma calle Saint-Maur, la Primera Guerra Mundial, la Segunda o los terribles atentados del 2015, gracias a las historias personales de los inquilinos: los obreros, los trabajadores, los soldados mutilados, las mujeres, madres, los amantes, las traiciones, los crímenes… Es decir: Claude Payet, Isak Goura, Marguerite Blanc, León Gardeblé, Georges Diament…, con nombres y apellidos, siempre con nombres y apellidos que componen un “acompañamiento invisible (…) un vínculo protector y fraternal” entre los vivos y los muertos, para “intentar luchar a posteriori contra esa soledad, cambiar su realidad a través de la narración que construiré con ella y de las ramas vivas entre lo real e imaginario que intentaré hacer (re)nacer” (p. 223).
De esa manera, nos sobrecoge, como a Zylberman, que Alfred Platteau no pudiera comerse sus endivias antes de morir asesinado por León Gardeblé, ese marido celoso, o el terrible momento en el que Monsieur Dinanceau tuvo que amenazar con un cuchillo a su propio hijo, miembro de la Legión de Voluntarios Franceses, para que no denunciara a los niños judíos a los que ocultaban, o la frase de la última carta de Maria Goldsztajn a sus hijos: “me gustaría saber si dormís calentitos”… Esos pequeños elementos cotidianos que componen nuestra historia y que nos hermanan. Y con la autora, y su delicado pincel de arqueóloga, recorremos esos pasillos y patios, entramos en las pequeñas viviendas, escuchamos las pisadas de los soldados, los gritos, las llamadas, las miradas, sentimos el miedo, la alegría, vemos las huellas, los rastros, leemos las señales. En definitiva: vivimos.
Recordar, insoportable, esperanza, espera son las palabras que van tejiendo la narración. Cierta magia acompaña a Zylberman, una especie de ángel de la guarda que encarnase la energía de todos los que allí vivieron y que va encajando piezas de puzle o abriendo caminos insospechados. Es el mismo edificio el que quiere hablar, escribir su autobiografía, confesar sus secretos, el que guía sus pasos y abre sus puertas y ventanas. Y Zylberman, diligente, va atando cabos, encontrado a descendientes que viven a miles de kilómetros o cartas nunca entregadas, fotos perdidas en los archivos, noticias olvidadas: “¿Cuál es el precio de la verdad?” (p. 452) se pregunta. Podríamos responder con otra pregunta: ¿Cuál es el precio de la mentira y el silencio?
Nosotros nos quedamos con la recompensa de saber, la de acompañar y sentirnos acompañados, la de participar en esa fiesta final, la de esa comunidad que es también la nuestra y que nos conforma para el futuro. Nosotros los del 209: “Ya no volveré a estar sola” (p. 464).
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Autora: Ruth Zylberman. Título: 209 Rue Saint-Maur, París. Traducción: Elena Pérez San Miguel. Editorial: Errata Naturae. Venta: Todos tus libros.
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