El Tour comenzaba siempre el uno de julio, fecha mítica que este año no se cumplirá por la pandemia. Pero año tras año las imágenes del esfuerzo han servido inesperadamente al autor de este artículo testimonial para alcanzar una meta: la de la supervivencia.
“La leyenda del Tour nació con un grito”, afirma Ander Izaguirre al comienzo de Plomo en los bolsillos. Un grito a golpe de dolor pronunciado en 1910 por el ciclista Octave Lapize cuando, al acabar su fuga en solitario durante 326 kilómetros y tras escalar cinco paredes inhumanas llamadas Peyresourde, Aspin, Tourmalet, Soulor y Aubisque, arrojó su bicicleta al suelo y, sacando fuerzas de flaqueza de sus pulmones exhaustos, se dirigió a los organizadores de la carrera con una sola palabra: ¡Asesinos!
Ander Izaguirre dice también que fue su padre quien le envenenó la sangre con el Tour desde pequeño. Y no me sorprende. Porque lo llevó in situ con nueve años a otro de esos muros despiadados, le enseñó a plantar una tienda de campaña y le hizo esperar luego dos días a que la mítica carrera cruzara ante ellos. Cuando llegó el tan ansiado momento, la niebla cubrió por completo la ladera del Luz Ardiden y los dejó a ciegas. Y habrá que reconocer que vivir un hecho así, cuando se trata de pasiones deportivas, es realmente un cara o cruz; o aborreces la disciplina para siempre, e incluso no vuelves a subirte a una bici, o se te graba para la eternidad la imagen, el hito, la realidad o la quimera de ese instante en el que en mitad de la espesura de la niebla aseguras que entreviste aparecer de pronto el rostro retorcido, demudado y dramático de un ciclista solo, escapado del pelotón, llamado Perico Delgado. La niebla convertida en aura para el resto de tu vida. Pasión incurable.
Como me ocurrió a mí, también alevín, al ver un día en un periódico el rostro desencajado del ciclista asturiano López Carril empujando muerto para alcanzar la cima. Una imagen que tengo recortada y clavada en una esquina del corcho de mi estudio, y de la que me acordé de repente cuando tuve que enfrentarme, ahora hace tres meses, a ese mismo empujar muerto hacia la vida; seis días agarrado a los hierros helados de mi cama en el hospital —habitación 172, dorsal 172— como aquellos ciclistas heroicos se aferraban, doblado el espinazo, al manillar de su única tabla de salvación, la bicicleta, los pedales más bien con que seguir apurando, contra viento y marea, un tramo más de vida. Momentos terribles en los que, según escuché declarar a algunos de esos esforzados de la ruta, como les llaman las crónicas, se pierde a veces hasta la noción de la propia competición, y llegas a creer que más que la gloria de la victoria, persigues tan sólo tu propia supervivencia. Porque “primero fallan las piernas, luego los músculos, luego el pecho, la respiración, y finalmente la cabeza, que es lo único, por cierto, que no te puedes permitir perder…». Así lo escribía Javier García Sánchez en otro clásico del género, su novela El Alpe d’Huez, su héroe Jabato intentando durante cientos de kilómetros completar la hazaña de llegar en solitario, de alcanzar vivo la meta.
Y así seis días de hospital; tos y fiebre, en soledad absoluta, sin familia, sin compañía, sin una mano amiga, contra viento y marea, contra miedo y abismo. Sin siquiera un rostro visible tras aquellas dobles y hasta triples mascarillas que se acercaban a mí fugaces y generosas, con oficio suicida, con amor infinito. Seis días sin saber la gravedad exacta de mi estado mientras compañeros en mi misma situación morían a los costados; seis días de atroz y resignada despedida en los que solo me ayudaron a sobrellevar mi pánico silencioso las sucesivas metáforas que, para no “perder la cabeza, que es lo único que no te puedes permitir perder”… inventaba, construía o rezaba este pagano cada día. O, dicho en dos palabras, y una vez más: la poesía.
La poesía en estado puro, cuando tras la noche más difícil, oscura y empinada de todas, vi aparecer de pronto como un milagro por la brecha de la persiana un primer rayo de sol, y escribí de memoria en mi cabeza los tres versos que no logro aún quitarme de encima: “Nunca / la luz del día / tanta luz”.
La poesía en estado raíl, cuando oía cada cuarenta minutos los trenes de cercanías que atravesaban al otro lado de la pared el Puente de los Franceses, y lo hacían además trazando una curva que envolvía como en un abrazo mi habitación y me hacía pensar que con cada uno de ellos me llegaba la angustia, pero también la energía y la fuerza a voz en grito de mi mujer, mis hijas, mis hermanos, mis amigos, mientras yo les enviaba a mi vez cada cuarenta minutos vagones enteros cargados con mi voz, “aguanta, aguanta, aguanta…», pero sobre todo con un inmenso mensaje de consuelo: amé y fui amado. Qué más se puede pedir.
La poesía por fin en estado de armonía, y de la que no fui consciente hasta que una enfermera me preguntó de dónde salía la música; darme cuenta de pronto que mi móvil se había deslizado bajo las sábanas y era a través de aquella niebla blanca, como le sucedió al niño Ander en el Luz Ardiden, por donde emergía de pronto el soplo seco, esforzado, melancólico, invencible del músico Chet Baker. “Un guerrero, un soñador, un hombre en solitario…», decía García Sánchez de su héroe Jabato ascendiendo las legendarias rampas del Alpe d’Huez, y yo quería ser las tres cosas al tiempo mientras intentaba interpretar, con las pocas fuerzas que me quedaban, el solo de trompeta más importante de mi existencia: “aguanta, aguanta, aguanta…»
Y todo para luego, ahora, ya en la cima, besar mi bicicleta, apretar fuerte los puños, darle la espalda al pódium para siempre y, mirando a la profundidad del valle de los días que quedan, gritar: ¡Viva la vida!
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