Nota sobre el primer Machado en el 150º aniversario de su nacimiento

El primer Machado, el de Soledades, es un poeta del recuerdo eternal, del tiempo fuera del tiempo. No se trata de un recuerdo privado, aunque se nutra de él, sino de un recuerdo que habita en una región indefinida, compartida por muchos. De ahí los títulos, claro: primero soledades y luego, además, galerías, para acceder a ellas. Sus soledades, en plural, son lugares de revelación, escenarios pobretones (el salón de casa, el aula de la escuela, la plaza provinciana…) donde tiene lugar el prodigio mate de este tiempo sin tiempo, de esta experiencia que reúne a los individuos que llegan al poema. Porque hay algo de llegar en cada una de las soledades de este libro, un encontrarse con algo que ahí estaba. El acceso al poema es lo que le da su forma de revelación y lo que convierte la experiencia de la lectura en un reencuentro con espacios también eternales escondidos en uno mismo. Algo parecido a descubrir los principios fundacionales de una vida en pleno transcurso de ésta, cuando cabría suponerlos accesibles solamente al final, o una vez muerto. De ahí que sorprenda, de entrada, que esto sea un primer poemario. Se explica quizás porque un no tan joven Machado (no fue un poeta precoz) tenía un talento particular para hurgar en la carne de la tierra (“la gusanera no le molestaba”, dijo de él Juan Ramón), para llevar el simbolismo de lo que entonces se conocía como modernismo hispánico a una región de meditación, a un intentar dar con lo que permanece debajo de un inmenso cúmulo de experiencias, a las cuevas de la vivencia externa. Por eso en los poemas de este primer libro suyo es tan importante la luz que alcanza la penumbra.