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Noticias del sur

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Un cadáver viajero

Cuando entro en la catedral de Sevilla y me encuentro con la tumba de Cristóbal Colón, acude a mi memoria el soneto con estrambote que acuñó Cervantes para glosar, con su sorna acostumbrada, el túmulo funerario que erigieron a Felipe II en esta misma ciudad y que tanta admiración causó entre quienes tuvieron ocasión de admirar sus hechuras grandilocuentes y efímeras. Contribuyen a ello las hordas de visitantes que se arraciman en torno a la sepultura y descifran la inscripción que, bajo los pies de las cuatro figuras que portan a hombros el féretro del descubridor, informa de que sus restos llevan ahí desde el siglo XIX. En verdad fue el de Colón un cadáver viajero, tanto que cabe albergar alguna duda razonable sobre si estará realmente aquí lo poco que a estas alturas debe de quedar de su cuerpo o si no se habrán quedado sus restos extraviados por alguno de los lugares por los que lo fueron llevando en un pintoresco y discutido tránsito post-mortem que parece emular el empeño que orientó a su titular, cuando aún vivía, para embarcarse en el viaje a las Indias que terminaría conduciendo a los reinos de Aragón y de Castilla a las orillas de un continente inexplorado. Cuando Colón exhaló su último suspiro en Valladolid, se tuvo a bien enterrarlo allí mismo, en el convento de Santo Domingo. Sin embargo, su hijo Diego ordenó que el cadáver recibiera sepultura en el monasterio de Santa María de las Cuevas —conocido popularmente como la Cartuja de Sevilla—, y allí se enterró el 11 de abril de 1509, es de suponer que en una ceremonia rodeada de las debidas pompa y circunstancia. Antes de que terminara ese siglo, en 1561, Bartolomé de las Casas relató en su Historia de las Indias que el cuerpo había sido trasladado a la catedral de Santo Domingo, como al parecer era la voluntad del difunto, quien habría querido descansar eternamente en las tierras que él mismo ganó para la Corona. Tampoco pudo ser. Cuando el 22 de diciembre de 1795 se firmó el tratado por el cual España cedía a Francia la parte que aún tenía en su haber de la isla a la que se denominaba La Española, los restos mortales emprendieron un nuevo viaje, esta vez hacia La Habana, para iniciar allí una estancia que concluiría con la pérdida de esta colonia, la antigua que quedaba del antaño glorioso imperio. El 26 de septiembre de 1898 se exhumaron, así, las cenizas de Colón del nicho que las cobijaba en la capital cubana y ponían rumbo al este para dirigirse de nuevo al lugar del que habían partido tres siglos atrás. Hubo un amplio debate sobre el lugar donde debían hallar el acomodo definitivo. Se habló de Granada —donde descansaban los Reyes Católicos—, del monasterio de La Rábida, de la Mezquita de Córdoba y del Panteón de Marinos Ilustres de San Fernando. Finalmente, un descendiente del almirante, el duque de Veragua, dispuso que se los acogiera en la catedral de Sevilla, donde aún yacen amparados por el rimbombante monumento que hoy sorprende a propios y extraños y que había sido concebido originalmente para la sepultura habanera. Pese a sus oropeles decimonónicos, no deja de tener gracia. La pena es que, para este último y dilatado periplo, al bueno de Colón ya ni siquiera le hicieran falta alforjas.

Dos patios, dos poetas

"Cernuda y Machado añorando al filo de sus despedidas estos patios sevillanos que son para mí presente y fueron para ellos un pretérito perfecto conjugado en tiempos de un futuro imposible"

Me había prometido a mí mismo que no contribuiría a incrementar los ingresos de la Casa de Alba, pero me veo de pronto ante las puertas del palacio de las Dueñas y la tentación es demasiado fuerte como para plantearme la posibilidad de vencerla. No queda en su interior el menor rastro de las dependencias que vieron nacer a Antonio Machado, pero sí pervive el patio en torno al cual se alineaban las estancias en las que su familia residía de alquiler cuando llegó al mundo, y el huerto donde florecen los limoneros —también los naranjos— en esta mañana fría de diciembre. Prescindo de las orientaciones que brindan los carteles y que aconsejan prestar atención a determinados hitos que ilustran la historia de la ilustre familia a la que debe este edificio su razón de ser y me dedico a merodear con calma por los senderos que bifurcan los jardines, a imaginar correteando por allí al niño que, andando los años, se convertiría en uno de los nombres imprescindibles de la poesía española. Ha sido éste un hallazgo buscado, pero el azar me regala otro con el que no contaba cuando, en un paseo deslumbrado por las arquitecturas exuberantes de los Reales Alcázares, encuentro otro patio discreto, casi secundario, que se abre a pocos metros de la puerta de salida y en el que no parecen reparar demasiado los turistas con los que coincido en mi recorrido. No es de extrañar, porque sus antecedentes no parecen especialmente memorables: aunque su nombre oficial sea el de Patio de la Alcubilla, se lo conoce como Patio del Tenis porque, allá por los inicios del siglo XX, los Borbones de entonces tuvieron la triste ocurrencia de instalar aquí una pista deportiva, la primera que se construyó en España destinada al juego de raqueta. Tampoco yo me detendría de no ser por una placa que, medio oculta en una pared secundaria, reclama mi atención. Se reproduce en ella un fragmento del capítulo «Jardín antiguo» que Luis Cernuda incluyó en Ocnos. ¿Puede ser éste el lugar concreto al que se refiere? También tiene aquí hoy el cielo un color límpido y puro, y también emerge entre las copas de las altísimas palmeras una torre gris y ocre que se yergue esbelta como el cáliz de una flor. «Hay destinos humanos ligados con un lugar o con un paisaje», prosigue el capítulo, y mientras recorro las cuatro esquinas de este jardín recóndito por el que no pasa nadie no acude a mi imaginación la imagen del poeta joven sucumbiendo al embeleso, sino la del poeta maduro añorando este lugar desde la nostalgia impuesta por el exilio, y se hermanan en mi memoria el Cernuda abstraído en su destierro mexicano y el Machado que agonizaba en un pueblo francés, los dos añorando al filo de sus despedidas estos patios sevillanos que son para mí presente y fueron para ellos un pretérito perfecto conjugado en tiempos de un futuro imposible. «Más tarde habías de comprender que ni la acción ni el goce podrías vivirlos con la perfección que tenían en tus sueños al borde de la fuente. Y el día que comprendiste esa triste verdad, aunque estabas lejos y en tierra extraña, deseaste volver a aquel jardín y sentarte de nuevo al borde de la fuente, para soñar otra vez la juventud pasada.»

En el laberinto

"La vieja Cádiz me revela su condición de fortaleza inexpugnable con una sinceridad que abruma"

Cuando el tren llega a la estación son casi las seis y media de la tarde y se está echando encima la noche. La impericia del forastero depara a veces pequeños goces: en vez de encaminarme hacia el vestíbulo principal, me subo a unas escaleras mecánicas que me depositan ante una puerta trasera por la que se accede a la muralla, convertida a estas horas en un paredón sombrío rodeado de un pequeño parque por el que no pasea nadie. Un indigente ha montado su tienda de campaña sobre el césped y me mira con curiosidad cuando paso a su lado, el silencio sólo interrumpido por el eco de mis pisadas y el estruendo que provocan las ruedas de mi maleta al deslizarse sobre los adoquines. Un breve tramo de escaleras en curva me conduce hasta lo que quiere ser una ronda de circunvalación, por más que en realidad no circunvale nada. Me acerco a un operario del ayuntamiento que está revisando algo que parece un contador y le pregunto si me puede indicar por dónde cae la calle Obispo Urquinaona. Me mira de arriba abajo. «¿Has estado alguna vez aquí?» «No.» «Pues, por mucho que te indique, te vas a acabar perdiendo.» Tengo que situarme al borde del ruego y defender mi proverbial sentido de la orientación para que acceda a darme alguna pista: «En cuanto tengas a la vista la catedral, acércate a ella y pregunta.» Paso bajo los arcos de la Puerta de Tierra, tomo las calles que me parecen más diáfanas y poco a poco me voy aproximando a las torres neoclásicas que despuntan sobre los tejados y que me sirven de faro en este deambular resignado. La batería de mi teléfono móvil está en las últimas y apenas tengo otra agarradera que la de fiar mis pasos al azar. Consigo llegar a la casa consistorial y no tengo menor problema en ubicarme ante las puertas de la seo, pero mis esperanzas de localizar el hotel con la celeridad que requiere mi cansancio se van al traste en cuanto avanzo un poco más y comprendo que me he internado en el corazón de un laberinto. La vieja Cádiz me revela su condición de fortaleza inexpugnable con una sinceridad que abruma: su falsa apariencia de cuadrícula perfecta oculta un entramado de callejuelas estrechas que se confunden entre sí y terminan por sumir al viajero despistado en una desubicación que llega a creer irreversible. Mientras me pierdo y me reencuentro en las esquinas más insospechadas, las arquitecturas coloniales y cierto aire de dejadez me llevan a evocar la suntuosidad de Cartagena de Indias y la hermosura decadente de Montevideo, quizá también la atmósfera de determinados barrios de Lisboa. Entre las sombras de la noche anticipada emerge como un buque fantasma el oratorio de San Felipe Neri, con sus placas recordando que en su interior se firmó la Constitución de 1812, e irrumpen las arrogancias neomudéjares del teatro Falla. Más discreta, una inscripción junto a un portal honra la casa donde nació el compositor. Todos los caminos conducen hasta el mar, pero ese mar nunca es el mismo y su apariencia muta en función del punto desde el que se llegue a él. Son importantes los laberintos, y es recomendable meterse en ellos con la intención de demorar lo más posible el hallazgo de la salida y disfrutar de las posibilidades que nos van poniendo delante sus meandros. Me divierte el juego que me plantea la ciudad y me entrego a él, a pesar de la fatiga que ya notan mis huesos, y del sueño que acecha, y del frío y la humedad que amenazan con resucitar viejos resfriados. En tiempos tan pautados como los que vivimos, es una bendición dar con un lugar que no sólo permite extraviarse en sus interioridades, sino que hasta induce a ello y alimenta el extravío hasta límites rayanos con lo inverosímil. «Te vas a perder», me había advertido aquel operario que revisaba contadores en lo que aún parecía un atardecer cualquiera. No sabe cuánto agradezco que se cumpliera su profecía.

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