En la entrega anterior de este vía crucis con cuatro estaciones por la novela negra mencionaba que, tal y como enseña mi amigo Paco Gómez Escribano, lo que distingue a una novela negra de otra que sólo proclama que lo es (normalmente por razones de marketing) es esa mirada a la realidad de su tiempo que enseña mucho más de lo que cuenta la trama de crímenes e investigación. Si la tradición británica aportó las reglas básicas del género (observación, deducción…etc.) y la escuela americana las aplicó a escenarios y personajes de la vida de las clases bajas, la evolución iba a continuar en el Viejo Mundo y, desde allí, a todas partes.
Si el hardboiled arrojó por la ventana el relato detectivesco inglés para hacerlo añicos en las sucias calles de la Gran Depresión norteamericana, los trozos —tras la Segunda Guerra Mundial—, fueron devueltos a Europa para ser pegados en Francia. En América, el éxito de estos relatos, llevados también al cine, le conferían el sambenito de literatura menor, pero fue en Europa, y especialmente en el país galo, donde aquellas historias encontraron una editorial que estaba dispuesta a dignificarlas. Si la revista Black Mask le había concedido el apelativo de «negro» para todo ese elenco literario, sería la editorial francesa Gallimard la que daría al adjetivo su verdadera dimensión y —lo digo así porque así lo siento— convertiría aquellas humildes fregonas (las penny novels y los pulp) en siniestras princesas de la Literatura.
Y así llegamos a la famosa «Serie Negra» de la editorial Gallimard donde se publicarían (y se sigue haciendo) los grandes clásicos de la novela norteamericana y también las aportaciones que harían primero autores franceses y belgas y, con posterioridad, de otros países. Se llamaba —y se llama— Serie Negra por el color de las tapas de sus libros y, con ella, nacería lo que conocemos como el noir que es el ejemplo por excelencia de la narrativa negra de corte europeo.
El traslado de las coordenadas hizo que las historias se transformaran y, con ellas, sus personajes. La letra que se cantaba y los arreglos orquestales habían cambiado, pero la melodía continuaba siendo la misma, compuesta con los acordes que suenan en los rincones más oscuros del alma humana. Pero, de nuevo, lo negro se había reinventado para seguir siendo el mismo. En el hardboiled, el sistema, la sociedad, es la que es y sus personajes sobreviven a ella como buenamente pueden. En el noir aparece por primera vez en la novela negra un compromiso político y un sentido mucho más colectivo de los problemas. Personajes como Sam Spade o Philip Marlowe son detectives privados, dotados del celoso individualismo típico de la sociedad norteamericana que quieren al Estado y a los poderes públicos cuanto más lejos, mejor. Sin embargo, los detectives europeos (Maigret, Wallander, Rebus… etc) suelen ser policías o expolicías, aunque también hay jueces, fiscales e incluso forenses, es decir, que son funcionarios. Eso no significa que estén siempre de acuerdo en cómo funciona la sociedad en la que se desarrollan sus investigaciones ni que comulguen con los gobiernos de turno, pero sí tienen un componente de servicio público que se hace patente en todo momento, del que carecen sus primos norteamericanos y que ignoraban por completo sus antepasados británicos. Quizá todo esto queda mejor resumido en una enseñanza de Henning Mankell, —el escritor sueco creador del comisario Kurt Wallander— cuando decía que él utilizaba el acto criminal que tenía que investigar su criatura literaria como «un espejo para examinar la sociedad».
No se puede hablar del noir sin hablar de Georges Simenon. El autor belga puso a su comisario Jules Maigret a lo largo del más de centenar de novelas que escribió sobre él a indagar (y por tanto, a describir) en docenas de historias de personas, pueblos y ciudades de Francia para resolver los casos a los que se enfrentaba. En la serie de Maigret, el delito es central, pero no es el único eje de la historia, puesto que la vida cotidiana, las costumbres y la esfera privada de los personajes son también el foco de atención. Las novelas de Maigret tienen también un marcado carácter humanista y costumbrista, puesto que sus protagonistas (buenos y malos) se entienden porque están en un contexto determinado. El comisario Maigret siempre resuelve sus casos hablando con la gente y, a través de los diálogos, penetra en el interior del alma humana y en las circunstancias de cada uno de sus interrogados. Con Simenon, se añadió un nuevo ingrediente al guiso del relato negro-policial, puesto que sobre el acertijo de la tradición inglesa, la crítica social y la acción trepidante de la tradición norteamericana se unió el discurso interior de los personajes, sus pensamientos y sus almas.
El noir, pues, asume con mayor intensidad el pegarse al terreno y a la época en la que se desarrolla más aún que el hardboiled y se ha llegado a decir que la novela negra de la Europa Continental tiene un componente misionero y proselitista, pues no se resigna a la pura descripción de la sociedad, sino que cae en la tentación de influir en la mente del lector con más intenciones morales y políticas. O dicho de otro modo, en una parte del noir no sólo se describe y critica la época y las circunstancias de la misma sino que se pretende, además, cambiarla o, por lo menos, decir qué es lo que tiene que cambiar.
Con todos estos mimbres, la cesta oscura se acaba de trenzar y con la gasolina proporcionada por el noir francés, la novela negra se expande por todo el mundo con mayor o menor fortuna. Y también toma formas propias según cada país y se subdivide en incontables subgéneros temáticos y variedades nacionales, regionales y hasta locales. Eso si contamos solamente con lo que se podría considerar como género negro químicamente puro, es decir, la historia policial contemporánea; fuera de esta clasificación me dejo los híbridos y experimentos de toda suerte y condición, desde el thriller histórico a la revisión holmesiana, por no hablar de otras cosas mucho más exóticas. Se entenderá mejor el matiz con un ejemplo: la obra más célebre del italiano Umberto Eco, El nombre de la rosa, es en realidad una novela de detectives sin detectives con muchos guiños a las historias de detectives pero sin serlo. Y no es un trabalenguas. Como se recordará, la historia se desarrolla en una abadía benedictina del norte de Italia en 1327 donde un monje franciscano inglés llamado Guillermo de Baskerville y su novicio, Adso de Melk, intentan resolver una serie de muertes en el seno del monasterio provocados, al parecer, por un libro prohibido, oculto en la inmensa biblioteca de la abadía y que, además, mata. Solamente en el nombre del protagonista, Guillermo de Baskerville ya se percibe el homenaje a Sherlock Holmes pues el monje es un calco físico del personaje de Arthur Conan Doyle que lleva en el apellido, incluso, el nombre de la aventura más famosa de Holmes como es El perro de los Baskerville y su ayudante, Adso, tiene un nombre demasiado parecido al de Watson, el inseparable y leal compañero del detective de la pipa y la lupa.
Pero, más allá de geniales rarezas como la del gran intelectual piamontés, la novela negra mantiene ciertos cánones que se mantienen a pesar de las enormes diferencias de contextos en los que surge. A menudo suelo decir que para que funcione una buena novela negra no hay que fijarse en los escenarios sino en la gente que la protagoniza, porque mala gente hay en todas partes. También es cierto que la oferta editorial es tan abrumadora que casi cualquier clasificación, por incompleta y burda que sea, se agradece. Así pues, aunque solo sea para intentar poner algo de orden dentro del inmenso maremágnum de títulos, autores y tendencias, vamos a echar mano de algo tan antiguo como eficaz para guiarnos: un atlas. Hay expertos del ramo que hablan de “vías” para clasificar la novela negra y no parece mala definición para hacer un vuelo rápido por el universo negro-criminal. Allá vamos.
La vía anglo-americana
La orgullosa madre del invento se mantiene –con la lógica adecuación a los tiempos en escenarios, tramas y personajes– a las dos tradiciones seminales del invento más o menos mezcladas o más o menos puras. A pesar de ir camino a los dos siglos de existencia, la novela-enigma sigue manteniéndose espléndida a pesar de su avanzada edad. En los últimos años, sus autores más exitosos son británicos que han conjugado lo mejor de la tradición clásica de la historia de detectives con la esencia de violencia y realidad más sucia del hardboiled. Aquí se podrían encuadrar autores como Ian Rankin, P.D. James, Philip Kerr o Ruth Rendell. En esta vía se encuadran también otros narradores norteamericanos como Don Winslow o Sue Grafton e incluso la israelí Batya Gur.
La vía nórdico-eslava
Que aglutina a autores como la legión de suecos con Maj Sjöwall y Per Wahlöö como padres fundadores de una corriente que siguieron otros como Henning Mankell, Åsa Larsson y Camilla Läckberg y que el abrumador éxito de la saga Millenium de Stieg Larsson hizo que invadiera las librerías de todo el planeta. Y tras su estela llegaron noruegos (aunque muy americanizados, en mi opinión) como Jo Nesbø, fineses, alemanes, checos y austriacos. Incluso hay quien enmarca a franceses como Pierre Lemaitre más dentro de esta corriente que en el noir galo al que, en teoría, pertenecería por tradición y origen. De todas las vías a las que haremos referencia, ésta es la más homogénea en sus características. Además del estilo pausado y metódico de la prosa y un mayor gusto por el discurso interior de los personajes, todas tienden al sadismo a la hora de presentar los crímenes que relatan que sirven para contrastar mejor con las civilizadísimas y casi idílicas sociedades en las que enmarcan los relatos.
La vía asiática
Entre China y Japón se reparten todo el pescado negro. A España ha llegado poco pero bueno, para jolgorio y alivio de los que no nos entendemos con Murakami. No obstante, entre ambos países hay mucha diferencia respecto a sus literaturas negro-policiales. Los chinos Diane Wei Liang (Trilogía negra de Pekín) y Qiu Xiaolong (La Saga del Inspector Chen Cao) han llevado a la ficción la verdad de las calles del gigante asiático pese a la propaganda constante del gobierno comunista del país más salvajemente capitalista del mundo. En el caso de la literatura negra japonesa, la oferta es mucho mayor y también lo es su tradición, importada directamente de occidente, pero más cruda, como corresponde al buen sushi. De hecho, los pioneros del género, Okamoto Kido y Edogawa Rampo nacieron en el último tercio del siglo XIX y bebieron directamente de Arthur Conan Doyle y Edgar Allan Poe respectivamente. Hoy en día, la novela negra japonesa está dominada por emperatrices como Masako Togawa, la P.D. James japonesa, según The Times; Natsuo Kirno, autora de Out y Grotesco (Ed. Emecé), obras llenas de brutalidad extrema junto a un compromiso firme contra la violencia machista; o Mitsuyo Kakuta, autora de la desasosegante fábula sobre la maternidad La cigarra del octavo día. Tal y como explica el maestro Ricardo Bosque (la autoridad suprema e inapelable en lo que al noir nipón se refiere), su característica principal es esa atrayente mezcla entre lo cruel y lo delicado; como si en la exquisita ceremonia del té se sirvieran los ojos arrancados de adolescentes en lugar de pastas. Así de duro.
La vía árabe-africana
Es fácil hacer el chiste de novela negra del continente negro pero, lo cierto es que también existe. Y no es una recién llegada. En 1966, el congolés Achille F. Ngoye inauguró el género policíaco con su novela Agence Black Bafoussa que fue incluida en el olimpo del género, es decir, en la Serie Negra de la editorial francesa Gallimard. Un continente tan inmenso y variado como África no permite condensar en tan pocas líneas toda su riqueza literaria, pero, si nos ceñimos a la parte subsahariana, (porque también existe una novela negra árabe) demoledora es la definición del senegalés Abasse Ndione cuando dice que lo que en Europa se califica como novela negra “en Africa es simplemente Literatura. En castellano se puede disfrutar —entre otras cosas— de la obra de Malla Nunn (Swazilandia) y su trilogía, publicada en Siruela, en la que desarrolla diferentes casos del detective Cooper acompañado de un zulú y de un médico judío que se salvó de los campos de concentración. Del norte de África, la referencia absoluta de la novela negra escrita en árabe es Yasmina Kadra y su comisario argelino Brahim Llob.
Con toda seguridad, me he dejado en el tintero un número vergonzoso de autores, localizaciones y estilos, por lo que pido disculpas por adelantado. Y conscientemente he dejado para la última parte de este serial la última vía que es la que nos afecta: la vía mediterránea. Pero eso lo dejamos para la semana que viene.
(Continuará…)
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