El auge de la novela negra en España es paradójico. Hace una década, el único festival del género en España era la Semana Negra de Gijón; hoy, la oferta se multiplicado exponencialmente: Barcelona Negra, Valencia Negra, las Casas Ahorcadas de Cuenca, Cubelles Noir, Pamplona Negra, Tenerife Noir, Cartagena Negra, Granada Negra o Getafe Negro son sólo algunos ejemplos. La abundancia de certámenes nos ha convertido en una potencia en la materia, digo, de hacer festivales, con lo que es irónico que seamos el país de Europa que más encuentros negros celebra pese a ser uno de los que menos tradición de novela negra tiene (y mejor no hablar del número de lectores en general, negros y de otros colores). Si el relato detectivesco nace a mediados del siglo XIX en el ámbito anglosajón, el género es prácticamente desconocido en España hasta más de un siglo después. Eso no quiere decir que nuestra Literatura no le haya prestado atención a la maldad criminal enmarcada en la descripción social —más bien todo lo contrario y ahí están las novelas de Vicente Blasco Ibáñez— pero sí es cierto que la variante del misterio y la investigación policial brilla por su ausencia salvo contadas ocasiones hasta 1972. Ese año aparece la primera aventura de Pepe Carvalho de Manuel Vázquez Montalbán: Yo maté a Kennedy no es una novela negro-policial al uso, sino más bien un texto experimental, a medio camino entre unas memorias ficticias y el ensayo destilado en una inmisericorde caricatura de la sociedad de su época. Sin embargo, aquello fue la semilla de un gran árbol —bajo cuya sombra ha crecido todo lo demás— que creció hasta las 18 novelas, 30 relatos, una obra de teatro, y once libros de cocina y que, además, seguirá creciendo dado que será el escritor barcelonés Carlos Zanón el encargado de continuar la saga.
Vazquez Montalbán adaptó a las coordenadas españolas unas tramas y personajes ajenos a la tradición literaria de nuestro país y el resultado fue un nuevo producto con características propias maridadas con el respeto a los cánones anglo-americanos clásicos. Y el maridaje fue tan bueno que tras la estela de Carvalho aparecerían otros detectives, no sólo españoles, sino también franceses, italianos y griegos y latinoamericanos.
Dice otro gran maestro, Fernando Martínez Laínez, que la característica principal de esta novela europea y meridional es “la desilusión provocada por el derrumbe ideológico de una izquierda muy afín a los partidos comunistas” Para este autor, la novela negra mediterránea –al menos en los autores más consagrados– tiene siempre ciertos ecos de nostalgia política basados, sobre todo, en la antigua militancia de sus autores en partidos de izquierda lo que conlleva que en sus tramas se perciba siempre un “acentuado cuño social y realista”. De hecho, el propio Petros Márkaris sentencia que “la novela negra del Mediterráneo tiende a integrar el discurso político en la trama de ficción». También son muy frecuentes los elementos fácilmente reconocibles de nuestra sociedad, la cual vive más en la calle que en sus propias casas y, en general, el carácter abierto y participativo de su gente. Decía Rafael Chirbes que no era posible contar historias de gris y lánguida melancolía bajo la luz mediterránea porque “bajo este sol desvergonzado no hay romanticismo que valga”.
Así pues, aquí empezamos a encontrar características propias de esa novela negra que un servidor de ustedes reivindica como escrita a pleno sol. La novela negra tiene éxito, por mucho que les sepa mal a ciertos gurús, porque se empapa de la realidad del tiempo y de las circunstancias en las que vive, pero en esa virtud lleva consigo también su ruina porque, al estar tan pegada a la actualidad y al momento, estos textos (salvo honrosas excepciones) suelen envejecer mal. Hoy en día, 45 años después de su primera aparición, los primeros casos de Pepe Carvalho ya no se entienden igual. Estas sagas de detectives mediterráneos no tienen más remedio que actualizarse constantemente. Carvalho ha sido el modelo que han seguido todos los demás autores de novela negra mediterránea ya que tenía que avanzar conforme avanzaba la sociedad. Así, los detectives mediterráneos maduran y cambian conforme avanza la serie, aportando así una complejidad que los distingue de otros protagonistas. Por ejemplo, la heroína de las novelas de la norteamericana Sue Grafton en su serie El abecedario del crimen, la investigadora privada Kinsey Millhone, siempre es la misma, con la misma edad y sin que se perciban en ella cambios significativos a pesar de que ya ha protagonizado 23 aventuras desde la primera.
La novela negra contada a pleno sol tiene, además, otra característica: la gastronomía. A los detectives mediterráneos les gusta comer y beber bien. Los investigadores de la novela negra nórdica-centroeuropea y angloamericana suelen sobrevivir a base de comida basura y alcohol. Sin embargo, a los nuestros les encanta comer. Por ejemplo, Carvalho es un experto gastrónomo que conoce como nadie los mejores restaurantes de Barcelona. Sin embargo, el comisario Montalbano de Andrea Camilleri, prefiere la comida tradicional siciliana de tasca como el conejo a la cazadora. El marsellés Fabio Montale, la criatura de Jean-Claude Izzo tiene tanto amor al vino que es casi un enólogo que trasiega buenos caldos mientras degusta sus adorados mejillones a la bretona. El comisario griego Jaritos, sin embargo, es más de comida casera y, en especial, de los tomates rellenos que le prepara su mujer. El creador de Jaritos, Petros Márkaris, decía que todo esto era lógico porque “tanto los detectives del sur de Europa como sus creadores se han criado en familias en las cuales las madres eran amas de casa y en una sociedad en la que la calidad del hogar se juzgaba sobre todo por las bondades de la cocina”. De este modo, la presencia de la gastronomía dota a las novelas de estos autores de cierto halo costumbrista así como de una defensa de los elementos de la cultura popular de cada país. Es más, la presencia de la comida supone una de las principales diferencias también en la actitud ante la vida de estos detectives. Así, mientras en la novela nórdica, los protagonistas de las historias de Stieg Larson, Henning Mankell o Camilla Läckberg son seres solitarios, melancólicos y tristes, casi siempre incapaces de disfrutar de la vida, los detectives mediterráneos, aunque tienen una visión mucho más pesimista del mundo, son de los que piensan que no hay más vida que ésta y que no hay que escatimar los placeres que uno pueda proporcionarse, como el del buen comer.
Otra de las características más importantes de la novela negra mediterránea es su componente político. Todos los grandes maestros de esta vía fueron militantes de partidos de izquierda –normalmente del Partido Comunista– en los 60 y de los que se separaron en algún momento. Esta antigua militancia se destila en feroces críticas sobre lo que se ha convertido la sociedad occidental tras la caída del Muro y en un profundo desencanto. En la novela negra del sur de Europa, el realismo es una mirada cínica y amarga porque sus protagonistas son espléndidos perdedores que son conscientes de que, por mucho que resuelvan los asuntos delictivos que han de afrontar, pelean contra molinos de viento. Por ejemplo, la novela Defensa cerrada de Petros Márkaris, termina con el lamento de su protagonista, el comisario Jaritos, que dice: “¿Cómo es que al final me siento siempre como un gilipollas?” ante la evidencia de que varios de los culpables del caso que ha tenido que solucionar jamás irán a la cárcel por sus conexiones con el poder político. En el caso español, Vázquez Montalbán añadió la frustración que a él le generaba una Transición que, en su opinión, no se hizo bien. En la novela La soledad del manager uno de los personajes le escupe al detective gallego lo siguiente: “Seamos sinceros, Carvalho. Franco nos enseñó una profunda lección. A base de hostia limpia un país produce. La democracia no puede prosperar a base de hostia limpia, pero necesita un cierto terror paralelo, sucio, que arroje a la gente en brazos de las fuerzas equilibradoras limpias”. Pues eso.
En la novela mediterránea, el escenario es tan importante como los personajes y la trama y, sobre todo, las ciudades. Eso no pasa, por ejemplo, en la novela nórdica ni en la francesa hecha al gusto centroeuropeo como la que hace Pierre Lemaitre. En este último caso, su inspector Verhoeven trabaja en París pero uno puede leerse toda la serie publicada hasta ahora y no encontrará en ninguna de sus historias nada que evoque a la capital francesa. Una de mis pasiones cuando viajo, es seguir la estela de los personajes de un libro que me haya gustado. Bueno, pues, en el caso de Lemaitre, no es posible encontrar un café, un restaurante o siquiera un banco en un determinado jardín que fuera utilizado o visitado por el protagonista. Ocurre igual, en el caso de los nórdicos, ni Henning Mankell, ni Stieg Larson, ni Camilla Läckberg ni Jo Nesbø hacen de Ystad, Estocolmo, Fjällbacka u Oslo, respectivamente, un ser literario vivo sino que lo usan como simple escenario. En el caso de la novela mediterránea, las ciudades son otro personaje más que cobra protagonismo a través de un método doble: por un lado, está la acción y, por otra, la reflexión. En la acción, los protagonistas patean la ciudad y recorren sus calles y la reflexión viene del discurso interior de los protagonistas que, o bien añoran un entorno urbano que está desapareciendo tragado por la modernidad (como pasa por ejemplo en la Barcelona retratada en Tres minutos de color, de Pere Cervantes) o bien se congratulan de poder disfrutar todavía de rincones únicos o especiales que les proporcionan placer o simplemente consuelo. De este doble juego de acción y reflexión brota en los personajes de la novela negra mediterránea una curiosa relación de amor y odio con la ciudad en la que viven.
Dice el profesor de Criminología y también escritor Vicente Garrido (coautor junto a Nieves Abarca de la espléndida serie de Valentina Negro y Javier Sanjuán) que España es un país donde se mata poco y mal. Y tiene razón, afortunadamente para la convivencia, pero desafortunadamente para los escritores negro-criminales. De esta forma, los narradores que hacemos novela negra bajo el desvergonzado sol mediterráneo tenemos pocas fuentes de inspiración en la actualidad, a no ser, claro, que novelemos la corrupción política donde podríamos escribir auténticas enciclopedias. Sin embargo, para que una novela policíaca funcione tiene que ser verosímil. No quiero decir que sea verdad, porque se trata de una historia de ficción, pero nadie se creería que un señor de Murcia –por ejemplo– pudiera ir a una tienda, como ocurre en Estados Unidos, comprarse una pistola y freír a tiros a su vecino porque le quitó una novia cuando iban al instituto. Al menos en España, el crimen tiene unas características propias que cuando son ficcionadas deben atenerse a ciertos códigos y, en última instancia, configurarán historias que sólo funcionarán si consiguen pegarse al terreno y al tiempo vivido todo lo que pueden.
Los prisioneros de Zenda disfrutamos de su gran hospitalidad y generosidad por parte de sus editores, pero no tanta como para que este recorrido por la novela negra se convierta en el Deuteronomio. Por eso dejaré para otra ocasión una mirada hacia el interesantísimo género negro latinoamericano, pero no puedo dejar de señalar que, pese a compartir muchas características con el noir español, la principal diferencia es que los protagonistas rara vez son policías o funcionarios, dada la mala fama de corruptos que tienen en el cono sur.
Con todo, desde que en 1979 Andreu Martín iniciara su andadura en el género con Aprende y calla, Juan Madrid –en 1980– publicara la imprescindible Un beso de amigo inaugurando la serie de Toni Romano y Francisco González Ledesma hiciera lo propio con la saga de Méndez en 1983 con Expediente Barcelona, lo negro patrio ha evolucionado en un sinfín de miradas de autores que, pese a sus diferencias, coinciden en su afán por acercar una luz a los recovecos más oscuros del alma humana. La lista es interminable así que me limitaré a señalar a unos cuantos de la lista de mis favoritos, —la cual no tiene más valor que el que el generoso lector quiera darle— y los motivos por los que están en ella. Muchos de ellos han sido ya citados en esta serie. Pese a ello, no quiero dejarme en el tintero el gran trabajo de Lorenzo Silva y su recuperación de la Guardia Civil para la Literatura negra. El domestic noir tiene en Empar Fernández su reina indiscutible con su Trilogía de la Culpa en la que brilla especialmente Maldita verdad. Dos catalanes, Toni Hill y Rafa Melero han incorporado a la galería de protagonistas negro-policiales a los mossos d’Esquadra en los personajes del inspector Héctor Salgado y el sargento Xavi Masip, respectivamente. Otra catalana, Rosa Ribas, ha aportado a su comisaria Cornelia Weber-Tejedor, de padre alemán y madre gallega, de la Policía de Frankfurt. Más arriesgada y original es la apuesta del vasco Jon Arretxe pues su investigador, Touré, ni siquiera es policía ni detective privado al uso, sino un inmigrante africano que sobrevive en Bilbao como puede. El tándem Ana Ballabriga y David Zaplana han conseguido el favor de la multinacional Amazon con su Ningún escocés verdadero con Elías, un investigador de Cartagena especialista en obras de arte aunque, para arte, el mostrado por Leandro Pérez con su Juan Torca, detective free-lance cincuentón, ex militar y ex mercenario para el que la violencia es sólo una herramienta más.
No voy a olvidar a Víctor del Árbol –que ha llevado su peculiar visión de la novela negra a los laureles del Premio Nadal– ni la prosa delicatessen de Jordi Ledesma Álvarez; la mirada ácrata y lumpen de Paco Gómez Escribano y Ramón Palomar; el sentido del thriller de Claudio Cerdán, Agustín Martínez y Mikel Santiago o los investigadores de otro tiempo de las obras de Luis Roso, Ignacio del Valle o Javier Alonso García-Pozuelo.
La lista no está completa ni exhaustiva. Pero es bien significativa de la excelente variedad de la novela negra española donde hay para elegir, incluso, con el atlas delante: así, hay noir gallego (Nieves Abarca); andaluz (María José Moreno y Juan Ramón Biedma); navarro (Susana Rodríguez y Carlos Bassas del Rey); catalán (Sebastià Bennasar, Susana Hernández, Graziella Moreno), canario (Alexis Ravelo y Carlos Ortega Villas), murciano (Antonio Parra Sanz y David Jiménez El Tito), castellonense (Julio César Cano) y madrileño (David Llorente y Alberto Pasamontes). Y probablemente mucho más. Con todo, ante tanta variedad de miradas sobre los rincones más tenebrosos del alma humana que todos albergamos —nos guste o no—, es pertinente la pregunta parodiada (y también su respuesta) sobre la célebre rima de Bécquer y con la que acaba esta aproximación al género: ¿Qué es novela negra? ¿Y tú me lo preguntas? Novela negra eres tú.
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