Pues sí, otra vez John Ford. Pero claro, ¿cómo hablar de los Oscar —o de cine en general— sin mencionar de manera recurrente a alguien que ha logrado cuatro premios de la academia a la mejor dirección, amén de la multitud de estatuillas logradas, en las más diversas y variadas categorías, por sus películas? Pues no, eso sería imposible.
Cuentan las crónicas que en una de las reuniones de la Junta del Sindicato de Directores —la caza de brujas del senador McCarthy había llegado ya a Hollywood—, cuando Cecil B. DeMille pidió la cabeza de Joseph Leo Mankiewicz acusándole de ser comunista, John Ford, con su parche en el ojo y gorra de béisbol, al tiempo que mordisqueaba su pipa se puso de pie y dijo: «Me llamo John Ford y hago westerns. No creo que haya nadie en esta sala que sepa mejor lo que quiere el público americano que Cecil B. BeMille, y ciertamente sabe cómo dárselo. Pero no me gustas, C.B. Y no me gusta lo que has dicho esta noche. Así que propongo que demos un voto de confianza a Joe y nos vayamos a casa a dormir un rato». Y eso es lo que hicieron.
Desmarcándose, otra vez más, de las etiquetas que algunos se empeñaban en colgarle, en una época complicada y difícil, John Ford rompió una lanza en defensa de un compañero de profesión cuando muchos otros callaron. No hay que olvidar que alguno de los representantes más icónicos de la nouvelle vague —Jean-Luc Godard incluido— y más de un personaje ilustre de los 60 y los 70 se permitió el lujo, y la suficiencia, de tildarle, con muy poco pudor, de reaccionario y fascista. Es curioso, por cierto, cómo casi todos estos mismos reconocían posteriormente cómo se habían derretido, por ejemplo, admirando el final de Centauros del desierto (The Searchers), cuando el racista más visceral y dominado por el odio a los indios de Ethan Edwards, magistralmente interpretado por John Wayne, en lugar de matar a su sobrina como había asegurado que haría, quien había sido raptada por los comanches y convertida en una de ellos cuando era una niña, la toma en sus brazos con un vamos a casa.
Y sí, no todo fueron westerns. Tras haber ganado el Oscar a la mejor dirección en la edición de 1940 por Las uvas de la ira (The grapes of wrath), una de las más profundas y bellas denuncias sociales de la historia del séptimo arte, al año siguiente la gala fue de nuevo protagonizada por John Ford. Con diez nominaciones, Qué verde era mi valle (How green was my valley) fue la vencedora absoluta de aquella noche inolvidable. Al final, fueron cinco las estatuillas ganadas: película, director, actor secundario, fotografía y dirección artística. Por si fuera poco, ese año compitió con algunos de los títulos más famosos y prestigiosos de la historia. Corrijo, con la obra que encabeza la mayor parte de las listas de mejores películas de todos los tiempos, Ciudadano Kane (Citizen Kane) de Orson Welles y clásicos como El halcón maltés (The Maltese falcon) de John Huston, El sargento York (Sergeant York) de Howard Hawks o Sospecha (Suspicion) de Alfred Hitchcock. Sobran las comparaciones con las últimas ediciones, ¿verdad?
Basada en la novela homónima de Richard Llewellyn publicada en Londres en 1939 por Michael Joseph Ltd, la cinta narra la vida de los Morgan, una familia de mineros galeses del siglo diecinueve. La acción transcurre en una aldea ficticia, al igual que ocurriese en el Innisfree de El hombre tranquilo (The quiet man), donde las minas de carbón son el único medio de vida. Allí Huw Morgan, interpretado por Roddy McDowell, recuerda su infancia. Los Morgan son una familia muy unida orgullosa de su trabajo y tradiciones, pero sin embargo los conflictos laborales habrán de enfrentar a sus hermanos mayores con el padre, quien no quiere oír hablar de huelgas ni protestas. Mientras tanto su hermana Angharad, encarnada por Maureen O’Hara, ayuda a llevar la casa a su madre. Nadie, desde luego, como John Ford para filmar un drama presentado como una historia costumbrista con numerosos toques de humor y lirismo cinematográfico.
Los hombres como mi padre no mueren. Siguen dentro de mí, tan reales en mi memoria como lo fueron en vida, cariñosos y amados para siempre. Qué verde era entonces mi valle, recordaba, años después, Hugh Morgan.
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