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Patente de corso de Arturo Pérez-Reverte

Cuando vives lo suficiente y escribes lo suficiente, y pasan los años, hay un rincón del lugar de trabajo o de la biblioteca, un cajón, carpeta o archivador donde con el tiempo se van acumulando páginas escritas y nunca publicadas: novelas que empezaste y por diversas razones se quedaron a medio camino. Relatos que acabaron truncándose, historias inacabadas que a veces no pasaron de unas pocas páginas. Todos los novelistas veteranos, o muchos de ellos, tenemos ese cajón real o simbólico. Dentro del mío hay cuatro o cinco historias empezadas y nunca escritas del todo: amagos de novelas que cedieron paso a otras, integrándose a veces en ellas, y otras extinguiéndose para siempre.

Hace pocos días anduve revolviendo ese cajón. Buscaba una idea que recordaba apuntada, insinuada hace años en uno de esos textos que nunca llegué a rematar ni publicar. Fue un ejercicio singular y más bien triste. Un sentimiento gris de pena y pérdida, como el que podría experimentarse al repasar los recuerdos de amores breves, incompletos y casi olvidados. Tristeza ante lo que pudo ser y no fue. Casi todos aquellos folios condenados al silencio, algunos amarillentos y fechados hace treinta años, estaban escritos a máquina, con correcciones manuscritas de una letra en la que a veces, incluso, me costaba reconocer la mía.

Con esas páginas delante reflexioné sobre las causas que interrumpieron su escritura. Intenté recordar las circunstancias, los motivos. A veces fue simple prudencia: aquello no era bueno, estaba lejos de proporcionar esa grata sensación que tiene el novelista lúcido cuando avanza por el que considera buen camino. Otra fue el instinto; el «esto no va a funcionar» que cualquier escritor consciente tiene sentado en un hombro como el loro de un pirata. Como un Pepito Grillo convertido en asesor literario. En ocasiones, en mi caso y por la vida que llevé, la causa fue una nueva guerra, un viaje, una circunstancia imprevista o dramática que interrumpió el trabajo y modificó el punto de vista, el orden de prioridades bajo el que esa novela había empezado a escribirse. Y alguna vez ocurrió, simplemente, que la historia murió entre mis manos por causas naturales. A menudo, porque otra historia más poderosa, más potente, se cruzó en el camino.

Resulta un ejercicio agridulce, curioso, ese mirar atrás con el cajón de novelista abierto. Enfrentarse a páginas escritas por el hombre que en otro tiempo fuiste, y hacerlo con la mirada que el tiempo ha ido cambiando en ti. Con tu experiencia literaria y de vida. Con la posibilidad, debido a todo eso, de leerte de un modo más penetrante o más objetivo. Como si lo que lees no fuera tuyo. A veces sólo son veinte o treinta folios; en algún caso, un centenar. Y mientras pasas las páginas, en ocasiones reconoces ideas, situaciones, personajes que usaste para otras historias. Que se aferraron a ti, pese a la novela frustrada, y permanecieron contigo hasta ver la luz en textos por completo diferentes. O no tan diferentes, cuando se trata de escritores fieles a un mundo original y propio. A un mismo territorio.

Ha sido interesante, también, rastrear lo recuperado en novelas posteriores: esas cosas recicladas o utilizadas después, al fin, de forma más eficaz que en su frustrada o incompleta versión original. Incluso los títulos; porque hay dos, La piel del tambor y El pintor de batallas, que en principio encabezaban novelas distintas a las que acabaron siendo. Y otra de ellas, abandonada durante dos décadas, consistente en sólo quince folios mecanografiados, acabó siendo, hace ahora cuatro o cinco años, El tango de la Guardia Vieja. Demostrando así que el cajón de un novelista nunca es ataúd, sino depósito temporal donde algunas cosas mueren y otras regresan con el tiempo. Por eso nunca hay que tirar nada, por malo que parezca, sino guardarlo en el lugar adecuado y dejarlo reposar. Fermentar. Pues nunca se sabe.

Aun así, es inevitable que el ejercicio acabe dejándote un poso de tristeza. Releyendo esas páginas recuerdas el impulso que te llevó a ellas, la documentación de los momentos iniciales, la ilusión de aquellos primeros y apasionados teclazos. La certeza, sin la cual no hay novelista que valga la pena, de que lo que empiezas va a ser lo mejor que hayas escrito nunca: la novela definitiva, perfecta. Y ahora, sabiendo que ninguna de ellas lo fue de verdad, acaricias las páginas que en su momento significaron lo más importante de tu vida, la concentración de tu talento, tu esfuerzo y tu trabajo, y las devuelves al cajón de los mundos olvidados con una intensa melancolía.

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Publicado en XL Semanal el 5 de junio de 2016.

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Julia
Julia
11 meses hace

Feliz Año Nuevo, Capitán.

Desde que volví de Madrid estoy viviendo en mi apartamento de la playa. Mi calefacción se estropeó y en mi pueblo se congelan hasta las ideas.
Después de hacer mis sudokus y cuatro cosas, he decidido intentar regalarle un poco de algo valioso que poseía y he podido recuperar, mi genuina alegría.
No canto, no cuento chistes, ni hago nada especial, pero toda mi vida he tratado de irradiar alegría a los que me rodeaban. Me siento satisfecha de haberlo hecho y pongo empeño en hacerlo.
No soporto la tristeza,en mis años horribles la transformé en ira. Supongo que por impotencia.

Creo que usted es como un caleidoscopio, ofrece múltiples facetas de su personalidad en diferentes artículos.
Todas las versiones son muy interesantes, pero este texto, según mi opinión, es uno de los que más me gustan, pertenecen al Pérez Reverte sensible, que no sensiblero.
Habla de ejercicio agridulce, poso de tristeza e intensa melancolía.
Yo soy melancólica alegre, quiero decir que recordar me gusta. Alguien dijo:» No sufras porque terminó, alégrate porque sucedió».

Capitán, siempre dice que hay que razonar en vez de sentir, si esas emociones son intensas deben ser desechadas.
Y razonando, convendrá conmigo en que es usted un hombre muy afortunado. Ha logrado el éxito con su esfuerzo y trabajo? Sí, y hasta eso es meritorio.
Debe ser una obligación sentirse orgulloso de su trayectoria y darse una palmadita en la espalda. Hasta yo me felicito cuando algo me sale bien.
No me gusta la humildad, es más, creo que no existe. Nadie es humilde ni debe serlo, resulta humillante.