Imagen de portada: La era cristiana, Joaquín Espalter y Rull (Museo del Prado)
Todo lo que hoy se alega, comúnmente, en contra del cristianismo —por ejemplo: que es inverosímil que Dios hiciera el mundo en seis días—, tengo para mí que más de uno creerá que ahora se ve con claridad como inverosímil porque hoy somos más inteligentes o sabemos más que entonces, atribuyendo a los romanos del siglo II poco entendimiento y poco saber. Para nosotros es irracional y creemos que sabemos que lo es porque hoy somos mejores que los de entonces. Sin embargo, no es así: todo eso ya se pensaba antes de que el cristianismo asentara su dominio. El cristianismo dominó a pesar de lo absurdo de ideas como que Dios hiciera el mundo en seis días, que la mujer surgió de la costilla de Adán o que el hijo de Dios fuese aquel judío insignificante ajusticiado como un delincuente común por no ser romano (si hubiese sido romano de pleno derecho, su disturbio no hubiese merecido la cruz). Toda la absurdidad del cristianismo que hoy nos resulta evidente ya lo era entonces.
En aquella época, Celso veía con absoluta claridad que todo eso de la creación era “infantil”, y como infantil lo denunciaba. También observaba que los cristianos eran un peligro para Roma: un peligro social y político. Y aquí vienen unas razones de ese peligro que bien nos valdrían para algunos individuos de hoy, salvando tan solo algunos matices o incluso sin salvarlos: Celso decía que los cristianos no querían hacer el servicio militar (eran insumisos, como lo hemos sido los menos patriotas de nosotros en el último periodo en el que ha existido la mili en España, o como suelen declararse muchos izquierdistas del siglo XXI, que además tienen a bien ser antibelicistas y pacifistas); los cristianos también se negaban a rendir culto al emperador y no querían ejercer ningún cargo en la función pública (un estado de rebeldía que puede sugerir el de algunas ideas de hoy respecto de la monarquía, la política o los poderosos del sistema económico); pero es que, además, Celso esgrimía que “un ciudadano no debe negarse a casarse y ser padre de familia, y los cristianos se niegan”. Los cristianos, pues, en sus inicios, fueron —al contrario que los cristianos de ahora— antifamilia y antinatalistas, algo que definitivamente también se ha establecido en nuestras sociedades de Occidente. Como saben, padecemos una severa crisis de natalidad.
Tal vez nuestra “nueva moral” no sea tan distinta de la de los primeros cristianos.
En su prólogo a El discurso verdadero contra los cristianos (Alianza editorial), de Celso, Serafín Bodelón recuerda que el propio Orígenes “se castró automutilándose”. Así se las gastaban algunos cristianos. Y esto cobra especial sentido si tenemos en cuenta que Orígenes fue el mayor detractor de Celso. Aquello que Celso achacaba a los cristianos, más adelante, sería practicado con desmesura —hasta la castración— por su mayor detractor. Lo que Celso escribió fue desaparecido completamente en el extenso y demoledor “borrado cultural” que los cristianos perpetraron contra todo aquello que no concordaba con su moral y sus ideas. Bien es sabido que, si aún así sabemos de la existencia de Celso es, precisamente, gracias a la respuesta que Orígenes le dio desde el siglo siguiente. Orígenes, el buen cristiano (entre otras cosas por castrado para no tener familia), obró el milagro de que hoy tengamos alguna noticia de la existencia de Celso —no conocemos ni su apellido ni ningún otro dato biográfico— y que sepamos lo que dijo y lo que pensaba, pero por “tradición indirecta”, gracias a que se ha podido inferir a partir de lo que Orígenes le respondió. Nada más sabemos de Celso que lo que Orígenes dijo de él.
Cuando hoy abordamos síntomas moralistas aparentemente leves, como que una editorial decida corregir los cuentos de Roald Dahl para que encajen en la moral de los jóvenes lectores de ahora, no debemos obviar el exceso de moral de los primeros cristianos y cómo este les llevó a producir un gran borrado cultural. En nuestro tiempo y con lo que sabemos, no deberíamos engañarnos diciendo que se trata de un caso aislado, pues al mismo tiempo otros cancelan Matar a un ruiseñor de Harper Lee o De ratones y hombres de John Steinbeck o Las aventuras de Huckleberry Finn, de Tom Sawyer y todo eso se hace en nombre de una nueva moral, una moral a la última que, supuestamente, deja atrás a una vieja moral obsoleta, a la que se demoniza por inmoral, exactamente igual que sucedió en tiempos de los primeros cristianos.
Por supuesto, para los cristianos, la cultura pagana era inmoral y ello justificó que la arrumbaran hasta el punto de proscribir a los autores cultos de su tiempo, aun no teniendo nada cultivado con lo que sustituirlo. Los cristianos decapitaban las estatuas de los dioses o partían su nariz mediante una cruz hasta el centro de su frente, una suerte de exorcismo de lo pagano, de lo inmoral de aquella cultura en la que los propios cristianos habían crecido. Hoy hemos tenido episodios de decapitación y bandalización de estatuas de aquellos personajes históricos que algunos sancionan de un pasado que debe abolirse, borrarse, demolerse. Y se reescribe la historia: los nuevos vencedores morales, desde su superioridad moral, adaptan la historia a sus ideas.
En la actualidad, si la universidad organiza un congreso sobre el Boon literario latinoamericano, que fuera protagonizado hace tan solo unas décadas por escritores varones (Gabriel García Márquez, Mario Vargas Llosa, Carlos Fuentes, Juan Carlos Onetti, Jorge Luis Borges, Juan Rulfo, Julio Cortázar…), de pronto se nos sorprende con un programa extraño, con poco Boom y muchos nombres de mujer. Y no es que nos hayamos olvidado de qué era el boom o quiénes eran sus protagonistas —sucedió hace apenas unas décadas, alguno de los autores aún vive—: no, no nos hemos olvidado, es que nuestra nueva moral dicta que así debe ser. Por nuestra moral nueva las cosas deben ser, a menudo, mentira, falsas, enterrar la verdad o dejarla irreconocible. Es un modo de borrar como otro cualquiera: asombra que, aunque nosotros mismos hayamos vivido parte de la historia de ese Boom literario y sepamos perfectamente cómo eran sus rasgos generales, visibles, nosotros mismos contemos otra cosa desde las universidades, una historia alternativa adaptada a cómo “desearíamos” ahora que fuera el mundo, una historia falsa pero políticamente correcta.
Siguiendo con los síntomas que nos asemejan a los primeros cristianos, algunos jóvenes amenazan obras de arte en los museos de Occidente (solo en Occidente) para reclamar atención en contra del cambio climático. De nuevo hay que decir —y no será suficiente— que la función de la moral es aglutinar a los propios y callar, desactivar, proscribir al disidente, al que no esté de acuerdo con que, en este caso, se amenacen obras de arte en supuesto favor del planeta. Si no estás de acuerdo, eres mala persona. Muchos callan para no serlo. Al callar ante esto, amedrentados por la nueva moral, se le concede una victoria a los activistas. Ante el silencio, el próximo paso de los activistas será destruir las obras. Ya parece inevitable que, más pronto que tarde, algunos activistas den el paso de destruir una obra de arte.
Esos activistas de las causas de nuestra nueva moral occidental, que atacan las obras de arte, se parecen a los parabolanos del primer cristianismo, en el sentido de que son mandados por otros (como los parabolanos eran mandados por los obispos, meros instrumentos del poder religioso en las calles). En un tiempo tan mediático como el nuestro, extrañamente, los activistas no son héroes completos que luego ofrezcan declaraciones y los conozcamos, más bien se trata de los “últimos monos” del tinglado, y se organizan y atacan en nombre de algo que los excede. Antes, los parabolanos lo hacían para acallar y desaparecer al paganismo e instaurar la fe en el dios de verdad, y ahora los activistas pretenden salvar el mundo de la acción del propio ser humano, deteniendo el capitalismo e instaurando el decrecimiento económico. La del decrecionista, por cierto, es una suerte de pureza similar a la que apuntaban los sacrificados eremitas cristianos que se iban a una cueva con un mendrugo de pan y un sorbo de agua al día, virtuosamente, beatífico benefactor por el santo bien. El hombre puro frente al dinero tiene un gran abanico de estadios, desde el más extremo hasta el más transigente.
Es muy comprensible que nos amedrentemos ante una nueva moral que trata de aglutinar en torno a sí a fuerza de premios y castigos. La nueva moral divide entre buenos y malos. A los que considera malos les planea crisis de prestigio, les quita el puesto de trabajo (y da igual lo magníficos que sean sus logros incluso a favor de la nueva moral, a menudo los “aliados” caen primero). Pero algo debemos tener claro desde un punto de vista ilustrado: esto que nos está pasando no es nuevo, no es novedad que esto le suceda a una sociedad humana. No es revolucionario. O sí lo es, pero en el sentido que siempre lo han sido estas cosas y nunca acabaron bien. En el sentido que lo fue el cristianismo destructivo. Los cristianos también creían salvar el mundo. Sin embargo, se estima que destruyeron el 90% de la literatura clásica.
Estos nuevos moralistas de ahora son hijos del dogmatismo de aquella otra moral, porque se hicieron en un dogmatismo que se enfrentaba y nos liberaba de aquella y, claro, por oposición, terminaron convirtiéndose en ella misma de otra manera. Los activistas de ahora son los nuevos cristianos del siglo III. Cuando los miro (imagen de un chico y una chica de Stop Oil en un museo, ante la Venus de Velázquez, después de martillar el cristal que la protege), a mí me parece viajar en el tiempo. Si no les pasa a ustedes, tal vez se deba a que en su día la moral de aquellos cristianos se impuso y por siglos no se ha hablado apenas de lo que hicieron. Los que hoy están instalados ya no son aquellos y, en nuestras cortas vidas, a pesar del desarrollo de nuestras libertades a lo largo de las últimas décadas, es extraño que hayamos oído o leído mucho sobre los desmanes de los primeros tiempos de esta religión, que es, además, una de las principales bases de nuestra cultura, y por serlo goza entre nosotros de cierta inmunidad. Aquellas persecuciones son una zona ciega de nuestra historia, por desgracia, puesto que ello permite que el común de nosotros vea lo que está sucediendo ahora —lo de estos jóvenes y adultos woke— como nuevo y hasta como revolucionario, cuando no lo es en absoluto. ¿Son de izquierdas? No, tampoco son de izquierdas. La moral así aplicada es reaccionaria. Yo puedo cuestionarla y seguir considerándome de izquierdas sin ningún problema, no es algo que tenga que ver con el signo político o la adscripción ideológica. ¿Producen progreso? No, porque la moral así entendida no tiene esa función. De hecho, los primeros cristianos trajeron oscurantismo y ahora se están produciendo persecuciones, cancelaciones, intentos de borrado igual que entonces.
Un dato revelador como otro cualquiera. En el siglo II se hicieron avances en obstetricia. Pero entonces los cristianos impusieron su moral, echaron por tierra aquellos avances y hasta el Renacimiento no se volvió a avanzar en obstetricia. Catorce siglos —mil cuatrocientos años— de atraso en algo tan elemental de nuestra vida como que la mujer no muriera en el parto (y nacieran niños sanos) en un tiempo en el que esto sucedía a diario y por miles de mujeres.
No es algo que podamos obviar en el caso de nuestros nuevos cristianos del siglo XXI, ya que están postulando moralistamente que debemos «decrecer» nuestra economía. Lo que dicen no es solo “Stop Oil”: tienen fe en el atraso. Nótese que son muy diferentes quienes buscan con la razón —“racionalmente”— soluciones que implementar contra el cambio climático, y quienes se manifiestan “religiosamente”, como si fuese una cuestión de fe: “Nosotros creemos y por eso somos mejores, ustedes no creen y deberían creer, y porque no creen son malas personas y por culpa de ustedes el planeta es inhabitable y vamos a morir”. Mientras tanto, toda clase de autoridades políticas y científicas dedican esfuerzos económicos y personales a combatir las consecuencias de que el clima cambie, pero para los activistas nunca será suficiente. Todo ello es muy antiguo, del cariz de hacer sacrificios a la luz de la luna para que no se produzca algún fenómeno climático que arrase con la cosecha. Parecen postular un pacto con la madre naturaleza o con los dioses. En el cristianismo se sacaba a pasear a la virgen, pero eso no era solo antes de la ciencia climática y el hombre del tiempo en la televisión, se sigue haciendo, no importa si se cree que funciona o no. No hace mucho he visto que sacaban una virgen para ayudar contra un volcán. La mayoría de nosotros no cree que sirva de nada, pero, aún así, se respeta. Como se respeta que los activistas realicen performances en las que atacan obras de arte. Incluso los más alejados de la iglesia respetan que se saque a las imágenes a pasear en procesiones. Y también hay quien “cree”, claro, y piensa que ello tiene un efecto beneficioso en la cosecha o en el equipo de fútbol que visita a la virgen y le hace su ofrenda. Se participa casi por inercia, pero en el caso de esos activistas que se fotografían ante una obra de arte recién atacada por ellos, el rito se encuentra en una fase distinta, en un momento primigenio y autoritario. Y no, no es casual que la escena de ataque a las obras de arte en los museos se produzca siempre igual aunque se trate de personas diferentes en países distantes entre sí: sucede que es ritual. Hoy, sobre los ritos cristianos pesa ya una fuerte sofisticación: es como si, a lo de los activistas frente a las obras de arte en los museos se le hubiese adherido, con el paso de un par de milenios, varias capas de cultura hasta obtener un ritual desvaído y desprovisto del mensaje unívoco de los atentados de hoy. Los primeros cristianos escogían morir antes que renegar de Jesucristo, y ello permanece hoy sublimado en múltiples imágenes y celebraciones. Tal vez esto nos haga preguntarnos si acabarán los activistas climáticos inmolándose para salvar el planeta. Probablemente no, pues evitaremos que se cumplan otros factores necesarios, como la presión sobre ellos para que cesen en su creencia. Muy al contrario, gran parte de la sociedad occidental comparte moral con los activistas climáticos que atacan obras de arte en los museos de Occidente, aun no estando de acuerdo con esas acciones concretas. El poder político y económico, al contrario que en tiempos de los romanos y los cristianos, moraliza en la misma dirección que los que atacan obras de arte. En absoluto se les demoniza socialmente. Lo que hacen no está bien, pero los que lo hacen son de los nuestros.
Lo que sí existe hoy, sin embargo, es una pugna ideológica mediante cancelaciones y “tormentas de mierda” (shitstorms), como señala Costanza Rizzacasa d’Orsogna en su libro La cultura de la cancelación en Estados Unidos, y no solo de un signo político: “A la derecha estadounidense, que se ha apropiado de la expresión “cultura de la cancelación” para usarla como espantajo, se le da de maravilla tirar la piedra y esconder la mano, poner el grito en el cielo a propósito de la censura y practicar, al mismo tiempo, su propia censura. Si en el ámbito de la izquierda repudian a Mark Twain porque usaba la palabra nigger, y a Jeanine Cummins porque escribe sobre migrantes sin serlo ella, en el ámbito de la derecha se intenta prohibir tanto el estudio del racismo en la historia estadounidense como la lectura de textos LGBTQIA. Si hay una verdad en ese campo minado que es la actual guerra cultural estadounidense, es que nadie tiene razón”.
Resulta sorprendente cómo, de un día para otro, nos hemos vuelto poco razonables, irracionales. Ahora las distintas tribus vigentes son capaces de afirmar una cosa y la contraria sin siquiera darse cuenta. Es un tiempo, el nuestro, extremadamente demagógico. La demagogia es divertida, muy entretenida. Por eso todo el mundo la hace y la disfruta. Es posiblemente el elemento que más se ha desarrollado por medio de las redes sociales. Tal vez habría que valorar menos a los demagogos (aunque sean tan divertidos y entretenidos) y valorar más a los que evitan la demagogia: estos no son tan divertidos y entretenidos —precisamente porque no hacen demagogia—, no hay un conflicto fácil en lo suyo, no dividen. Son para todos. Pero, mientras tanto, estamos en manos de líderes políticos que practican la demagogia a unos niveles de toxicidad muy altos, dividiendo a la sociedad, y ello se amplifica en burbujas a través de las redes sociales simplemente porque nos divierte, porque entre nuestros valores se instaló hace tiempo el gusto por el entretenimiento y el espectáculo, y ahora no solo podemos disfrutarlo como espectadores, podemos ser actores del divertimento comentando la actualidad mediante memes, chistes, chascarrillos (siempre demagógicos) e insultos contra todo aquel que se encuentre en un sesgo opuesto y, por lo tanto —en este nivel de polarización— consideremos inmoral. Aunque el wokismo y la moral que contesta al wokismo (¿cómo llamarla?, ¿trumpismo?) sean morales excluyentes, que se excluyen entre sí, al mismo tiempo comparten el irracionalismo, el exceso de moral, el dogmatismo, el desprecio por la verdad, la difusión masiva de demagogia y de ideas maniqueas, tanto como el deseo de acallar al otro censurándolo, cancelándolo, borrándolo culturalmente, persiguiéndolo. Y se retroalimentan entre sí. En España, Vox surgió por oposición a varios identitarismos, destacando entre ellos el identitarismo feminista y el identitarismo LGTBIQ+. Luego, poco a poco, fue introduciendo el identitarismo patriotero en contra de los inmigrantes y se decantó por lo que, desde enfrente, se denomina “negacionismo climático”, así como abrazó el antiglobalismo. Sin las tribus que enfrenta, Vox no se explicaría, no existiría. A Trump, en su primera presidencia y hasta ahora, parece que lo haya seguido todo el que se ha sentido agraviado por “la religión progre”, que según ellos estaría compuesta por el Metoo, Blacklivesmatter, el LGTBISMO, el globalismo y lo que ellos denominan “religión climática”. Wokismo y trumpismo (o como queramos llamarlo) son hormas que encajan perfectamente el uno en el otro.
Ahora mismo, en pre campaña electoral (tras el intento de asesinado de Trump, la renuncia de Biden como candidato y la elección de Kamala Harris como candidata demócrata), el candidato Trump ha afirmado: «El primer día [tras ser elegido] firmaré una orden ejecutiva para cortar la financiación federal de cualquier escuela que empuje la Teoría Crítica de la Raza, la locura transgénero y otros contenidos raciales, sexuales o políticos inapropiados en nuestros hijos”. Me han leído en este mismo texto ser crítico con el wokismo. Pero así, como dice Trump, no es. El camino no puede ser la abolición política de una moral que ya es la nuestra incluso si somos críticos con ella. Lo que posiblemente sobra es el dogmatismo irracional de esa moral. Trump va a conseguir una virulencia innecesaria. El exceso de moral (el dogmatismo) se puede prevenir y combatir siendo críticos con el wokismo. Para ello es el sentido crítico. Un dogmatismo en contra no es la solución. Es añadir dogmatismo.
Así que no, para ser más claro: soy contrario a lo que postula Trump sobre este asunto. Contrario también a lo que Vox produce en España en cuanto toca poder en las instituciones, un borrado tal como el que postula Trump en su campaña. Se puede ser crítico con el exceso que lleva a algunos a adoctrinarnos con su moral woke y, al mismo tiempo, ser favorable a lo que la mujer quiera hacer con su vida, comprender que no está bien discriminar racialmente o sojuzgar a trans, lesbianas, gays. Incluso aquellos que, reaccionarios, quieren abolir toda manifestación de cultura woke, se encuentran imbuidos de esta nueva moral occidental. Lo que ahora se pretende por parte de los reaccionarios es crear una moral completamente contraria, polarizando extremadamente la sociedad.
Sobre el wokismo, Jean-François Braunstein, autor de La religión woke, ha dicho: “Es profundamente desalentador el hecho de que sea tan complicado luchar contra este tipo de movimientos: los argumentos no tienen cabida entre sus miembros y ni siquiera la realidad basta para invalidar sus creencias”. Pero es evidente que, enfrente de los wokistas tampoco reina el pensamiento racional: como una muñeca rusa se despliegan ante el wokismo una serie de tribus sin razón, como los Incel, los QAnon, los terraplanistas, los antiglobalistas en general, todos ellos representados electoralmente en EE.UU. por una única persona, Donald Trump. Es evidente que en la esfera de Trump la verdad no goza de prestigio. El pensamiento mágico trufa a ambos, wokistas y trumpistas. Cuando se enfrentan cabe siempre mucho más irracionalismo que el que pudiéramos imaginar a priori.
Cuando la moral de un grupo se extrema, dogmática, entra en un espacio en el que todo debe ser posible contra el enemigo. Es ahí cuando “matar está bien”. Matas a un enemigo y te condecoran. Todo valor previo se subvierte en favor del grupo y su defensa, pero aún así sigue habiendo una lógica. El raciocinio se quiebra, tal vez, respecto del enemigo. Entre enemigos puede no haber pacto de razón alguno. Sin embargo, en el caso que nos ocupa, entre las tribus del wokismo y las tribus del trumpismo, esto parece que va más allá: son irracionales en sí mismos y ni siquiera la realidad los pone en su sitio. En ambos casos, prolifera el pensamiento mágico: hace unas semanas, Trump salvó la vida “porque un ángel se materializó en una bandera y ha sido tocado por Dios y por eso el disparo contra él apenas le rozó una oreja”. Esto lo han afirmado de uno u otro modo —no cualquiera—- varias personas relevantes de EE.UU., incluso en medios de comunicación masivos.
El filósofo cristiano Henri Hude contempla el fenómeno woke como una evolución del posmodernismo. Según él, lo woke “satisface el alma posmoderna con producciones fabuladoras que cumplen una función terapéutica de tipo mágico”. Y, “si bien el Occidente moderno era racional, también era una cultura de la duda”. Según Hude, el primer grito de los activistas woke fue: «¡Dejad de razonar! La lógica es racista”, así que en parte habríamos suprimido la razón. Si se suprime la razón posmoderna, que ya de por sí era relativista, solo queda la “duda”, pero una duda (sin razón) en la que cabe todo y cualquier cosa. Algunos de nosotros también hemos podido escuchar frases como “pensar es patriarcal” o “el sentido común es reaccionario” proviniendo de voces ligadas a la nueva moral.
Henri Hude observa que la religión woke es un “neopoliteísmo”. Dice: “Para los modernos, Kant por ejemplo, todo era subjetivo, pero había una objetividad, porque todos los sujetos tenían como fondo común un único Sujeto, la Razón universal, denominada trascendental o absoluta. Lo posmoderno expulsa este resto de trascendencia. Conduce a un neopoliteísmo. Cada individuo es un Sujeto absoluto, que tiene su propia objetividad”. Esto concuerda con mi intuición de que el sistema económico (una religión también, según Walter Benjamin), en pugna con el nuevo sistema cultural pero también canalizándolo a través de sus nichos de mercado y los distintos activismos, está produciendo múltiples tribus en un neopoliteísmo, un neopoliteísmo con base cristiana-capitalista; aunque esas tribus todavía no se encuentran excesivamente disgregadas las unas de las otras, ya que aún se mantiene la división política derecha-izquierda, que las contiene dentro de un marco ideológico asequible para el común. Imaginemos por un momento que en Occidente cae ese marco simbólico que define a unos como derecha y a otros como izquierda: el politeísmo tribal sería muy evidente.
La otra intuición que quería expresar mediante este texto está en relación con las violencias actuales y las violencias que podrían estar por venir. Y es —junto con la tribalización, el politeísmo, la irracionalidad y la proliferación del pensamiento mágico— la posibilidad del mito y sus persecuciones. Una visión de la red social X y las pugnas tribales irracionales que allí se aprecian cada día, puede arrojarnos la idea de un retroceso en nuestro humanismo por disgregación en morales chicas. Esta disgregación es más evidente en el ámbito virtual que en los medios tradicionales, pero en estos también se observa en la forma de comunicar determinadas informaciones o de opinar sobre determinados asuntos, mientras que, en la realidad, se observa en toda clase de actos públicos y manifestaciones, e incluso dentro de las institucionales. Hay una idea que trasciende sobre todas al observar estos tres ámbitos: demasiados perseguidos perseguidores.
En su libro El chivo expiatorio, René Girard afirma que “tan pronto como nos enfrentamos con un texto considerado histórico sabemos que solo el comportamiento persecutorio, aprehendido por la mentalidad perseguidora, puede lograr los estereotipos que aparecen en muchos mitos. Los perseguidores creen elegir su víctima en virtud de los crímenes que le atribuyen y que a sus ojos la convierten en responsable de los desastres contra los que reaccionan con la persecución. En realidad están predeterminados por unos criterios persecutorios y nos los transmiten fielmente, no porque quieran ilustrarnos, sino porque no sospechan su valor revelador”.
Si nos permitimos considerar “documento histórico” lo observado cada día en X, haciendo un ejercicio de distanciamiento de la actualidad, mirando el asunto con perspectiva, como si lo mirásemos desde el futuro, nos encontraremos ante una suerte de mapa de los comportamientos persecutorios de hoy; al fondo el mito, enraizado en una cultura politeísta anterior al cristianismo, y apuntando la posibilidad de violencias similares a las persecutorias de siempre sin que los actores se den cuenta, porque, en efecto, no sospechan que están revelando en X su afán persecutorio. Es —claro— algo que nunca ha dejado de estar ahí, solo que ha permanecido apaciguado, menos evidente, tal como aventura Girard. Esta es, de hecho, una conclusión suya, de Girard: lo persecutorio, que precisa del pensamiento mágico y del mito y se encuentra también en el origen del cristianismo, conforma en sí una moral, y es una moral antigua y de profundas raíces, que muchos creían que la ilustración y la razón habían apaciguado para siempre. Y no. Por si los pogromos contra los judíos en Ukrania y Rusia a finales del siglo XIX o el genocidio perpetrado por los nazis no hubiesen sido suficientes para alertarnos de que el afán persecutorio del ser humano seguía activo a pesar de la ilustración, nuestro humanismo y nuestra querencia del empleo de la razón, hoy en nuestra moral hemos normalizado la posverdad. En el nivel de polarización y de tribalismo en el que nos encontramos en Occidente, aún no está bien visto matar al otro. Pero sí está bien visto mentir contra él. Y eso es la posverdad: una mentira que es verdad porque ataca al contrario. Tu tribu te celebrará las mentiras, igual que, en otro momento, te condecoraría por haber matado a muchos enemigos. Si aceptas que se mienta, pronto aceptarás que se asesine. Si aceptas que los tuyos mientan contra los otros, pronto te encontrarás persiguiendo a los otros y asesinándolos.
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