En su breve ensayo El mundo horizontal Bruno Remaury hace un repaso por distintos momentos y personalidades que se rozan con la punta de los dedos pese a los años, incluso siglos, de separación, invitando al lector a realizar un recorrido sobre el lugar del hombre en el mundo que habita. No en vano dice de alguno de los moradores del libro que son importantes, no por lo que son, sino por el lugar en el que se encuentran en la época que le corresponde. Decir eso de Da Vinci puede parecer atrevido, pero si lo comparas con la existencia de una mujer cualquiera, de nombre genérico Marie, cuyo lugar es una casa en lo alto de una colina desde cuya posición privilegiada observa su entorno, la frase empieza a tener sentido.
Remaury mezcla realidad y ficción y se adentra por un recorrido que comienza con Félix Régnault y el descubrimiento de las manos pintadas al cielo en la cueva de Gargas, que pasaron del escepticismo a la comprensión de que el hombre antiguo tenía unas inquietudes mucho más elevadas que la mera supervivencia. Incluso había un hilo común con él, gracias a lo que hoy conocemos como miedo. Comienza así un camino en el que esos hombre de las cavernas, residentes de un mundo mucho más limitado que el nuestro, comparten raíces con leyendas y monstruos humanos y miraban al cielo en el mismo punto que hoy lo hacen los turistas, posiblemente con la misma cara de estupor. Hemos cambiado, tal vez no tanto. De la cueva nos traslada a la tragedia minera de Courrières, otro miedo, el de Berton, que buscó un camino al exterior tanteando la pared para seguir avanzando, como también avanzaba Estados Unidos tirando líneas de ferrocarril para moverse con mayor libertad a lugares cada vez más alejados. Y allí también había miedo: a la bomba. Un miedo del que habla Da Vinci, que refleja utilizando el diluvio y que el autor racionaliza al explicar la deforestación sufrida en Italia, que eliminaba la protección natural frente a este tipo de catástrofes. Todo en este ensayo se mueve de arriba hacia abajo, del agua del cielo a la inundación de la tierra; de la oscuridad del cielo y las deidades en los astros al miedo en lo profundo de la mina; como si todo se viera dividido por una línea formada por nuestro propio horizonte, ese que el hombre se empeña en recorrer desde el momento en el que cambia su mirada al frente. Ahí están Colón o Vespucio. El recorrido sigue entre nombres, citas y lugares a veces reflejados por la tercera gran protagonista de este libro, la fotógrafa Diane Arbus, utilizada para preguntarnos si nos definimos por cómo nos relacionamos con el mundo o si acaso es el mundo quien nos define. Todo depende de la mirada, del enfoque. El autor nos regala una historia de historias, que son la nuestra en una voz común que se permite no dirigir al lector, para que haga él la mitad del recorrido por aquello que somos, lo que creemos que fuimos y sobre ese lugar incierto que llamamos futuro, como si eso lo hiciera menos inminente.
Bruno Remaury teje una idea que va calando poco a poco hasta convertir al lector en intérprete, dejando que descubra el camino que nos ha llevado de lo sagrado a lo material. De presionar las palmas en la bóveda de una cueva a hacerlo en el suelo para dejar una marca con un significado totalmente distinto. Y si algo se le puede echar en cara a El mundo horizontal, es que tan solo tenga tres partes. Porque uno termina con ganas de leer más.
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Autor: Bruno Remaury. Título: El mundo horizontal. Traducción: Blanca Gago. Editorial: Periférica. Venta: Todostuslibros.
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