El autor de La mirada del lobo, cuarto y último título de la «Saga Prehistórica», tras Nublares, El Hijo de la Garza y El último cazador, vuelve a transportarnos, a través de las aventuras de nuestros antepasados, a una época poco tratada por la literatura.
En La mirada del lobo quise imaginar el inicio de nuestra peripecia común y nuestra alianza, prodigiosa e inaudita entre dos especies, en los tiempos de oscuridad y hielo.
“El lobo sabía más del hombre que el hombre del lobo. El lobo y el hombre se conocían desde hacía ocho inviernos. El niño había visto al cachorro con la loba cuando él aún caminaba entre mujeres. El lobato había cortado la pista del muchacho cuando todavía no había cazado su primera pieza.
Ahora los dos dirigían sus manadas en la cacería.
El hombre y el lobo se habían visto cada invierno. El hombre había distinguido desde siempre entre los lobos a aquel lobezno de color más claro, casi blanquecino, que sus grises hermanos. El lobo reconocía entre todos los olores humanos el de aquel jovenzuelo espigado siempre con el venablo en la mano.
Pero el lobo había observado mucho más tiempo al hombre que el hombre al lobo. Sabía más el lobo del hombre que el hombre del lobo. Y era el lobo quien se acercaba al hombre y lo miraba.”
La relación entre el hombre y el lobo me ha fascinado desde niño, por territorio natal, por leyendas, por romances, por abuelo, y ha estado presente en todas mis novelas prehistóricas desde Nublares. Ahora que retorno a aquella edad de oro de la humanidad, pues eso es lo que pienso y siento sobre aquel tiempo, con un nuevo libro que está ya sobre las brasas, esta reaparece marcando su huella y reclamando otra vez su protagonismo en el viaje humano.
Fue el primero en acercarse a nuestro fuego, el primer aliado cuando el combate contra las bestias no tenía un seguro vencedor, fue nuestro olfato, nuestro vigía, nuestro compañero de caza. Antes de que se domesticara ningún otro animal, en el tiempo de los cazadores-recolectores del paleolítico, cuando comenzábamos a pintar los techos de Altamira, el lobo vino al hombre y el hombre creó al perro.
Porque todos fueron, y en sus genes lo mantienen, lobos. Hoy sabemos (el ADN lo ha cantado a la luna) que todos los perros, todas las razas de perros del mundo, descienden del lobo ártico y no, como se creía hasta hace poco, que la mayoría, excepto huskies, malamutes y alaskas, lo hacían del chacal dorado. Pues no, son lobos hasta los pekineses, los salchichas y los chihuahuas. Con el lobo siguen siendo, hasta hoy, genéticamente compatibles, pueden cruzarse y parir hijos fértiles. No como caballo y asno, cuyo híbrido, la mula, no concibe crías.
El perro fue antes que la oveja, la cabra, el buey y el cerdo. Mucho antes que el caballo. De esto no hace ni siquiera diez milenios. Y antes de eso él nos ayudaba a cazarlo y compartíamos su carne. Él no fue domesticado ni estabulado para comerse a sus hijos, robarle su leche o privarlo de su lana. No. El vínculo, la alianza entre las dos grandes estirpes de cazadores sociales, es única y diferente a domesticación o estabulación posterior alguna y se ha mantenido desde entonces. Ambos han caminado juntos y llegado a los últimos confines de la tierra. Ese lobo-perro nos eligió y cruzó con nosotros la glaciación entera. Por cruzar, cruzó incluso el estrecho de Bering, cuando hubo paso de tierra y hielo; y pegado al carcañal del hombre, descubrió con él, y en verdad, América, ya que cuando Colón llegó se encontró que por allá ya andaban otros hombres y otros perros.
Hace ahora diez milenios el hombre comenzó a cultivar lo que recolectaba salvaje y se convirtió en agricultor y reprodujo en apriscos lo que antes perseguía con la lanza y la flecha por montañas y bosques, y se hizo ganadero. Fue entonces cuando el antes admirado tótem, el lobo salvaje, se transformó en el más odiado enemigo porque atacaba sus aborregados rebaños, y hubo de ser el lobo doméstico, el perro, el que se convirtiera en su mejor defensa contra su propia especie, contra sus montunos hermanos a los que en cierto modo traicionó para unir su suerte al humano.
No le ha ido mal del todo. Aunque fue una apuesta arriesgada el unirse a la especie más asesina y terrible que ha dado a luz la Tierra. La que parece capaz incluso de destruir con su éxito arrollador el propio planeta que la sustenta, a la propia Madre Tierra. Es cierto que ha sufrido su ira, su abuso, su abandono y su desprecio. Ya lo creo. Lo sigue sufriendo y a veces de la manera más cruel. ¿No han de saberlo si nos han escuchado decir tantas veces que dar mala vida es dar «vida de perro»? Palos, pedradas, abandonos, muertes cuando dejan de servirnos o tan solo nos estorban.
Pero no los menospreciamos. Han sabido, en buena medida, aplacar a la bestia humana y conseguir su tolerancia, su protección e incluso su efecto. Quizá hasta nos han vencido en un sutil juego de psicología. Han prosperado, se han diversificado en mil razas y con nosotros se han extendido. Unida su suerte a la del hombre, donde este pasa hambre y penuria a él se le duplican las miserias, pero donde el humano vive en la opulencia, él prospera en la molicie.
Hoy, en el siglo XXI de los países ricos y de las gentes gordas, ha sabido hacer su pequeña evolución para adaptarse a un nuevo hombre, el «homo asfalticus», y a sus servicios históricos ha unido hacerse apreciar por una de sus facetas, no sé si más moderna o simplemente ahora más conveniente. El hombre ya no le tiembla a la noche ni a los rugidos, pero se aterra ante su soledad invadida de masas humanas. Y su perro está ahí, junto a él, como lo lleva estando desde hace ya más de 20.000 años. Su caricia, su compañía, su cercanía, son su aportación para renovar y fortalecer el vínculo de la vieja alianza a la que siempre es leal, incluso cuando unos hombres traicionan a otros hombres, cuando los despreciados han de hacer frente a “una noche de perros».
Me descifró la frase Juan Luis Arsuaga: «Los aborígenes australianos, cuando una noche es muy fría, aseguran que es una noche de cinco dingos, porque son los que les hacen falta alrededor para entrar en calor». ¿Y es que acaso no han pasado ustedes alguna de estas noches ásperas de invierno junto a un mendigo que duerme a la intemperie apretado a sus perros? Seguro que sí, que han visto en las noches de frío y odio a los desamparados de la vida y la riqueza prepararse a pasar las horas de oscuridad y hielo. No tienen a nadie, pero casi todos tienen a sus perros. Los únicos que les permanecen fieles en el desamparo y les dan el calor que otros humanos les niegan.
Y eso es, calor al cuerpo y al corazón, lo que siempre nos han dado. En las noches frías del alma y del cuerpo, el hombre sigue necesitando el amparo y el calor del amigo que encontró en medio de la glaciación y del hielo.
Hemos olvidado muchas cosas y de algunas otras equivocado el significado. Recuerden, cuando digan “noche de perros”, que lo que están haciendo, aunque no lo sepan, es reconociendo una vieja deuda.
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Autor: Antonio Pérez Henares. Título: La mirada del lobo. Editorial: B DE BOOKS. Venta: Amazon, Fnac y Casa del libro
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