¿Qué es lo que está pasando en la última novela de Amin Maalouf? ¿Ha sufrido un cataclismo el planeta tras las amenazas de un conflicto nuclear y de atentados terroristas? ¿Qué ha ocurrido en las islas cercanas, en el resto del país, en el resto del planeta? Dice Maalouf: «Necesitaba buscar en la ficción la esperanza que ya no puedo encontrar en la Historia real. Así han nacido en mi espíritu estos “inesperados hermanos”, herederos fieles del milagro de la antigua Grecia».
El autor trata en esta novela sobre los grandes temas abordados en sus ensayos, pero abriendo la puerta a la esperanza que nos brinda Nuestros inesperados hermanos (Alianza editorial), de la que Zenda publica el arranque.
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Martes, 9 de noviembre
La lámpara de doscientos vatios parpadeó en el techo como una raquítica vela de iglesia y se apagó.
Fuera había tempestad, como estaba anunciado. No es nada infrecuente en esta estación del año, en las inmediaciones del Atlántico. Lluvias, ráfagas de viento y relámpagos. Y, de fondo, el sonido de los truenos. Que, entre bramido y bramido, siguen rezongando.
Al principio, no me preocupé. No estaba ni siquiera irritado. De todas formas, estaba a punto de terminar la jornada. Debían de ser las siete y media o poco más. El dibujo estaba acabado. Una última ojeada mañana por la mañana, unos cuantos retoques, la firma, y a mandarlo.
Encontré a tientas el capuchón del estilógrafo y lo tapé por temor a que se secara la punta. Luego, siempre a tientas, con un gesto habitual, alargué la mano hacia la radio que tengo en el extremo de la mesa.
Está siempre sintonizada en la misma emisora, Atlantic Wave, que emite en onda larga desde Cornualles. Su selección musical pocas veces me defrauda, y cada hora emite un boletín informativo que considero de fiar puesto que le importa todo cuanto afecta al planeta y no solo las hazañas del equipo de rugby de Bournemouth.
Eso exactamente era lo que necesitaba al final de este día. Una música amiga que me hiciera compañía en la oscuridad forzosa. Luego, al cabo de diez minutos, o de veinticinco, noticias del resto del mundo, leídas con voz cristalina y reconfortante por Barbara Greenville.
De la radio salió un pitido. Ni música ni Barbara. Solo un pitido en dos tiempos que subía y luego se debilitaba, igual que una señal de alarma. Pero sin el toque estridente. Más bien sedante, diría yo… Recorrí con paciencia toda la banda LW, y luego la MW, y luego la FM. En todos lados ese pitido invariable, como si todas las frecuencias se hubieran unido en una sola.
¿Se habría estropeado la radio? Cogí una linterna de la estantería que tengo encima de la cabeza para ir a mi cuarto, donde hay otra radio al lado de la cama. Más vieja y más pesada. La encendí. El mismo pitido. Estrujé unos cuantos mandos muy poco convencido. No, no era una avería. Tendría que haber caído en la cuenta en el acto. Una radio funciona o se calla cuando se le han acabado las pilas. Como mucho, si se ha llevado un golpe, puede emitir un zumbido continuo. Nunca ese pitido modulado. De todas formas, lo tenía claro: ¡no puede haber dos radios con la misma avería al mismo tiempo!
Pero entonces, ¿de qué se trata? ¿Qué ha ocurrido?
De repente lo entendí. Al menos, creí entenderlo. Y me desplomé en la cama agarrándome la cabeza con las manos.
¡Señor! ¿Será posible que lo hayan hecho?
¡Los muy cabrones! ¡Los muy pirados!
Debí de repetir diez veces seguidas «¡Los muy cabrones! ¡Los muy pirados!», en voz baja y en voz alta. Luego me incorporé. Sostuve el teléfono en la mano sin saber aún a quién llamar. A mi ahijada quizá, Adrienne, que vive en París… No había cobertura, por supuesto. También el teléfono está muerto.
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Han pasado cuatro o cinco horas, pero sigo con las mismas palabras en la cabeza.
¡Los muy cabrones! ¡Los muy pirados! ¡Se han atrevido a hacerlo!
Pues en el momento en que escribo estas líneas, tengo razones para creer que acaba de ocurrir una tragedia. No un desastre natural, sino un apocalipsis brutal obra de la mano del hombre. El follón postrero de nuestra especie. Que va a poner punto final a esos cuantos millares de años de historia. Que echará el telón a nuestras venerables civilizaciones. Y que, ya de paso, nos matará a todos. Esta misma noche. O quizá mañana bien temprano…
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Dejo de escribir. Vuelvo a leer lo que he escrito. Y muevo la cabeza con espanto e incredulidad. ¡Nunca habría pensado que iba a poder tomar nota de una abominación semejante con mano casi firme!
Lo que me sirve de cierto sostén en esta prueba, además de la rabia, es que se mantenga la incertidumbre. Sí, todavía tengo la esperanza de que las próximas horas desmientan lo que barrunto. Pero es cierto que los acontecimientos de las últimas semanas daban pie, a quienes los hubieran seguido, para temer lo peor. También es cierto que las averías varias no presagian nada bueno. No tanto la de la luz, que es habitual en las temporadas de inclemencias, ni la del móvil, que aquí siempre ha funcionado de forma errática; ni siquiera la de las emisoras de radio; sino, más que cualquier otra cosa, la coincidencia de esas disfunciones. ¿Casualidad sin más? Me cuesta creerlo.
Si quisiera que estas páginas fueran más rigurosas, debería dedicar tiempo a hablar detalladamente de los acontecimientos a los que acabo de referirme. Me pondré a ello cuando tenga la cabeza más despejada. Por ahora no me siento capaz ni de organizar las ideas ni de formular hipótesis. Como mucho, puedo decir lo que oigo o lo que he dejado de oír, lo que veo o lo que he dejado de ver, lo que noto y las reminiscencias que me alteran.
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Me quedé un buen rato echado en la cama, totalmente a oscuras. Pegado al oído, el teléfono mudo. Y en la radio ese pitido modulado. Fuera, la tempestad había amainado un poco. La lluvia había dejado de tabalear en las tejas y en el ventanal que la noche había convertido en un espejo ahumado.
De repente, me entraron ganas de hablar con alguien, de inmediato. Más que ganas, era una exigencia imperiosa. Como si la soledad hubiera empezado a oprimirme físicamente el pecho. Y, por primerísima vez desde hacía doce años, me arrepentí de no vivir ya en una ciudad o en un pueblo, como el conjunto de los mortales.
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Porque vivo en una isla, una isla diminuta, la más pequeña de un archipiélago de cuatro que se llama «los Quirones».
El resto de la población vive en Gran Quirón, donde está el único núcleo urbano digno de tal nombre, Puerto Atlántico. La isla más extensa, que se llama Fuerte Quirón, es desde hace tres siglos una base de la marina francesa; no he ido nunca. Valle Quirón es una reserva natural, marina y ornitológica, donde solo pasan temporadas los investigadores. Mi isla, que es de mi propiedad, la más modesta, se llama, curiosamente, Antioquía.
Creí durante mucho tiempo que era el único propietario. Me da cierta vergüenza hablar ahora de esto, con todo lo que está pasando. Pero, por si tuvieran que ser estas páginas las de un testimonio postrero y si alguien llegara a leerlas algún día, me veo en la obligación de contar por encima mi historia, mis orígenes, mi trayectoria, mi soledad libremente elegida… y por qué tengo ahora de vecina a una novelista que se llama Ève.
*
Nací en Montreal, de madre estadounidense y de un padre que veneraba sus orígenes franceses. En la Segunda Guerra Mundial participó, como joven oficial, en el desembarco de Normandía. Al igual que otros miles de canadienses, pero para él aquello estaba más preñado de sentido. Había hecho indagaciones sobre sus antepasados y había descubierto que eran oriundos de aquí, precisamente de los Quirones, y que habían zarpado de Puerto Atlántico hacía tres siglos. Regresar a «su» tierra como liberador era para él la recompensa más hermosa.
Pocos meses después del desembarco, pidió un permiso de unos cuantos días para ir al archipiélago. Me lo imagino aquí, gigante bigotudo de aspecto engañosamente británico, tocando y oliendo todo cuanto lo rodeaba con las lágrimas corriéndole por las mejillas.
Lo llevaron a Antioquía. Esta isla diminuta tiene la particularidad de estar unida a Gran Quirón mediante un vado que se llama «el Paso» y que queda sumergido cuando sube la marea pero despejado cuando baja, lo que permite cruzarlo a pie enjuto dos veces al día.
Cuando estaba aún prendido en el hechizo, mi padre se llevó la sorpresa de enterarse de que las autoridades locales acababan de poner en venta el territorio de Antioquía. Como contaba con medios suficientes y era no poco impulsivo, lo compró todo en el acto. Luego anunció solemnemente que volvería a no mucho tardar para construir una casa en la isla y afincarse en ella.
No pudo cumplir su promesa. Nada más acabar la guerra, nuestra familia tuvo, por desgracia, graves reveses de fortuna. Mi abuelo materno, un industrial de Vermont, se vio en una situación difícil y mi padre, al intentar sacarlo a flote, se arruinó a su vez. A mis padres no les quedó más remedio que vender la casa de West Mount y mudarse a un piso sin alma. Mi padre aceptó un modesto empleo en una oficina, que seguramente debía de resultarle muy aburrido puesto que nunca hablaba de él. Se volvió taciturno y reservado, yo intuía su amargura. Los únicos momentos en que se le iluminaba la cara era cuando hablaba de la isla que tenía.
¡Antioquía!
Lo había vendido todo en Canadá para liquidar sus deudas, pero había conservado sus tierras lejanas, nunca pensó en venderlas. Tenía la esperanza de ahorrar algo de dinero para que pudiéramos un día cruzar el Atlántico, él, mi madre y yo, y poder construir una casa en nuestra isla.
Ese sueño pobló mi infancia, mi adolescencia y mucho más. Frente a la vida urbana, la rutina y los engorros, existía ese paraíso nuestro, solo nuestro, Antioquía. Podríamos vivir allí de lo que se diera en nuestro suelo y lo que se diera en el mar.
Si solo hubiera dependido de mí, me habría llevado a mis padres inmediatamente. Habría vendido cuanto nos quedaba, los muebles, la mitad de la ropa, me habría ido a la isla y habría construido mi cabaña con ramas.
La solución Robinsón tentaba a veces a mi familia, sobre todo a mi padre, en los momentos muy soñadores o muy desvalidos. Pero en el acto daban marcha atrás. No se puede vivir bajo un techo de ramas a orillas del Atlántico Norte, ni siquiera en un litoral acariciado por la Corriente del Golfo. Y, además, estaban, sobre todo, mis estudios. Lo que es yo, habría prescindido de ellos y habría escogido la aventura. Mis padres no lo veían igual que yo. «Si conseguimos que te admitan en una buena universidad, te habremos dejado algo mejor que una fortuna», decían.
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Mi padre nunca volvió a ver Antioquía. Tampoco me vio nunca con un título. Yo tenía dieciséis años cuando se murió, y él, cincuenta y siete.
Creo que posteriormente he hecho lo que le habría gustado que hiciera. Me dieron becas para seguir estudiando en McGill y, después, en Harvard; cursé derecho, economía e historia de las civilizaciones; di clase dos años en Seattle, en el estado de Washington; trabajé tres años en Ottawa, en un bufete de abogados… Antes de descubrir que tenía una única pasión y un único talento con el que me iba a ganar el pan: dibujar. Como me llamo Alexandre, adopté como nombre artístico Alec Zander, lo que no me exigió más que una levísima alteración gráfica.
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Hace doce años murió mi madre en Montreal, prematuramente envejecida. Se había muerto ya dos veces: la primera, al dejar la casa de West Mount; la segunda, al despedirse de mi padre. Me atrevo a decir que le alegré los últimos años, pero ya estaba tocada y tenía muchos más vínculos «con el otro lado de la vida».
El día del entierro el tiempo era blanco y la tierra del cementerio estaba helada. Miré el paisaje que me rodeaba y luego, de uno en uno, todos los rostros: los compañeros con prisas, que miraban disimuladamente la hora; los vecinos solemnes; los primos olvidados. Y, de repente, me entraron ganas de ver el centelleo del sol en un mar amigo. Entonces les susurré a mis progenitores fallecidos: «Estudié para cumplir vuestros sensatos deseos. Ahora voy a cumplir vuestro sueño insensato».
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«¿Antioquía?» Mis amigos sonrieron. Todos. «¡Te damos seis semanas!» Los más intrigados empezaron a rebuscar en atlas y enciclopedias. Antioquía, en la actualidad Antakya, ciudad de Turquía a orillas del Orontes… No, no era eso. Paso de Antioquía, nombre del estrecho que separa la isla de Ré de la de Oléron, al oeste de Francia… Eso ya se iba acercando, pero seguía sin ser «mi» Antioquía, que no figuraba sino en las cartas náuticas más minuciosas. Y, sobre todo —¡eso es lo más importante!—, en la escritura de compraventa que mi padre había conservado como oro en paño.
¿He dicho que mis amigos sonrieron y se encogieron de hombros? Yo también sonreí, a mi manera. ¡Qué os apostáis! Me fui. Solo, soberanamente solo. Pertrechado con mi escritura de la propiedad y mis escasos ahorros, pero, sobre todo, con una fuente de ingresos no desdeñable: un contrato de «redifusión» con diversos medios de prensa. El personaje que he creado, Groom, el trotamundos inmóvil, se las apañó para conseguir nada más nacer cierta popularidad que ha seguido adelante: por ejemplo, el año pasado mis dibujos se publicaron en la página de tiras cómicas de ochenta y dos periódicos de Norteamérica, Europa, Australia y otros lugares. Según las cláusulas de mi contrato, debo enviar a diario una breve tira de tres viñetas. Por supuesto que no las envío todos los días, sino en lotes de doce, una semana sí y otra no.
Esos dibujos míos podría haberlos mandado desde Nueva York, desde Honolulú o desde Singapur, ¿qué más daba? En mi isla trabajaba más y mejor. Por ejemplo, debo de tener en los cajones ahora mismo tiras preparadas para los cuatro próximos meses. Y me da tiempo a hacer otras muchas cosas, como esa viñeta de opinión que publico todas las semanas en Le Moniteur Littéraire.
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Autor: Amin Maalouf. Traductoras: María Teresa Gallego Urrutia y Amaya García Gallego. Título: Nuestros inesperados hermanos. Editorial: Alianza. Venta: Todos tus libros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.
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