Se cree que Francisco de Quevedo escribió la primera versión de El Buscón —cuyo título completo fue Historia de la vida del Buscón, llamado don Pablos; ejemplo de vagabundos y espejo de tacaños— entre 1603 y 1608. No hay forma de saberlo porque nunca reconoció su autoría, aunque tampoco ha habido nunca la menor duda de que el texto le pertenece, y es casi imposible precisar cuándo fue pergeñado. Fernando Lázaro Carreter, por ejemplo, suponía que habría sido compuesto entre 1603 y 1604, pero Francisco Rico se decantaba por 1605 y Américo Castro llevaba la cosa hasta 1620. Sea como fuere, parece claro que al menos los primeros bosquejos los realizó cuando estudiaba en la Universidad de Valladolid y comenzaba a darse a conocer con poemas —unas veces firmados con seudónimo, otras lanzados a cara descubierta— en los que parodiaba a Luis de Góngora, que se convertiría pronto en su más íntimo enemigo. También datan de esa época algunos opúsculos burlescos, no de muy buen gusto, que circulaban en copias manuscritas y le granjearon cierta fama. Teniendo en cuenta este contexto, ¿por qué no puso Quevedo su firma al pie de El Buscón? Más aún: ¿por qué ni siquiera lo incluyó en el inventario de sus obras que él mismo preparó en 1640? La respuesta hay que buscarla en el temor al Santo Oficio, toda vez que él mismo había acabado por denunciar ante la Inquisición algunos de sus propios opúsculos, los más exitosos, para que los impresores no se hicieran ricos a su costa. En el caso de El Buscón, además, la cosa podía adquirir tintes más dramáticos, en tanto que la obra, como buena representante de la literatura picaresca, no dejaba títere con cabeza en el desmenuzamiento de una época en la que el viejo imperio español caminaba sin remedio por una espiral de decadencia y el pesimismo comenzaba a ser costumbre en unos pagos cada vez más distantes de la grandeza de la que tanto había alardeado Felipe II.
El Buscón cuenta, a grandes rasgos, la vida de Pablos, un joven desclasado que trata en no pocas ocasiones de mejorar su vida pero termina envuelto en un asesinato, lo que le obliga a poner rumbo a América para evitar que lo capturen. No se advierte en la novela de Quevedo, sin embargo, el determinismo del que sí hacía gala el Lazarillo, la obra fundadora del género. Si Lázaro de Tormes no lograba ascender en el escalafón social se debía a que su propia condición de desharrapado le obligaba a abandonar toda esperanza; en cambio, en el caso de Pablos son sus malas acciones las que echan por tierra sus tentativas de llegar a convertirse en alguien. En definitiva, Quevedo defiende en estas páginas la tesis de que no pueden alcanzar una vida ni medianamente virtuosa aquellos que actúan en el marco de una moral plagada de defectos. Si a eso se suma que el autor evita las digresiones moralizadoras, deja que algunas trastadas cometidas por su protagonista se queden sin castigo y lo impregna todo de ese humor que convirtió en su marca personal, se entiende que la novela conociera un éxito instantáneo y que pronto empezaran a proliferar las reimpresiones. También las reticencias del propio Quevedo a la hora de responsabilizarse de ella, por mucho que ya en la primera edición que existió como tal —antes había circulado, al igual que el resto de sus obras de juventud, en versiones copiadas a mano—, y que se publicó en Zaragoza en 1626 sin el permiso del autor, se especificase en la portada que la Vida del Buscón había sido urdida Por don Francisco de Quevedo Villegas, Cavallero de la orden de Santiago y Señor de Iuan Abad. A partir de ahí, se abrió la espita y entre 1626 y 1648 el libro vería nuevamente la luz en Barcelona, Valencia, Zaragoza, Ruan, Pamplona, Lisboa y Madrid. Sobra decir que, desde entonces hasta hoy, la novela no dejaría de reimprimirse.
Su alcance no se circunscribió a España. En 1882 vio la luz en Francia con el título de Histoire de Pablo de Ségovie, y diez años más tarde aparecería en Inglaterra como Pablo de Segovia: The Spanish Sharper. En ambos casos llevaba ilustraciones de Daniel Urrabieta Vierge (Madrid, 1851 – Boulogne-sur-Seine, 1904), ilustrador español que se trasladó a París siendo muy joven y desarrolló allí una carrera que le convertiría en el dibujante predilecto de Victor Hugo. Son esas estampas las que ahora se recuperan en El Buscón de Vierge (Reino de Cordelia), que en edición de Arturo Echavarren adapta, además, el castellano de Quevedo al español actual. Esta versión recientísima ofrece, así, dos alicientes: la de descubrir la obra de un artista del que no hay excesivas referencias en su país natal y la de hacer llegar el texto quevediano a aquellos lectores que, dadas las diferencias existentes entre la grafía del Siglo de Oro y la que hoy rige en nuestro idioma, podían desanimarse ante la idea de afrontar la lectura de uno de los clásicos de nuestra literatura.
Porque El Buscón es, además del gran hito de la picaresca tras el Lazarillo —y con el permiso de las Novelas ejemplares de Cervantes—, una respuesta a su propia época. A la hora de entender el libro hay que referirse a otra novela, también del género picaresco, que salió a la calle pocos años antes de que Quevedo comenzara a esbozar las aventuras del buscón don Pablos. Mateo Alemán dio a conocer la primera parte de su Guzmán de Alfarache en 1599 —la segunda aparecería en 1604— justamente para responder al determinismo del Lazarillo a partir de los preceptos de la Contrarreforma que desde España pretendía plantar cara a la ofensiva luterana. Si en el Lazarillo predominaba la narrativa, en el Guzmán lo hará el sermón. Si Lázaro de Tormes se limitaba a dejar constancia de su vida para explicar su situación (ergo, para dar cuenta de ese determinismo que le impedía ser alguien distinto de quien era), Guzmán desvela un tránsito desde el pecado hasta la redención. Una respuesta de orden moral —y oficial, para entendernos— contra lo que se interpretó que era pura transgresión erasmista. El Buscón no deja de ser una respuesta a ambas, aunque sin decirlo arremete más bien contra la tesis de Alemán al dar a entender que son las obras, y no la fe, las que pueden redimir a las personas. Lo hace con un estilo paródico tan deliberadamente cruel que, por momentos, resulta sangrante. También rehuyendo de la obligación, impuesta por el modelo del Lazarillo, de exponer un caso a partir del cual el narrador deba explicarse. No lo hay en El Buscón, que se complace en recrearse en las desventuras de su protagonista con un cinismo y una brillantez que hacen que, cinco siglos después de haberse escrito, sus páginas parezcan tan frescas como si se hubieran pergeñado ayer. Más aún en esta edición que Reino de Cordelia lleva a las librerías y que, enriquecida con las ilustraciones de Vierge, le brindan una nueva vida al bueno de don Pablos.
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