¿En qué hacemos cambiar las cosas?, se pregunta Víctor del Árbol en este artículo donde sigue las huellas de fray Rosendo Salvado en Australia y en Tuy.
(en agradecimiento a César Espada)
Suena la música de ese lugar al que nunca iré porque nunca existió. Sonidos ya lejanos, ahora, en una calle de París. Y sin embargo quisiera estar de nuevo en el imposible, con los ojos cerrados y las rodillas y las manos hundidas en las playas del Índico, y el viento soplando, y más allá, en los límites de lo no vivido, de la Historia, el padre Rosendo y su piano, y junto a él el didgeridoo, invocando todos esos sonidos la presencia de ángeles blancos nacidos en la tierra roja.
La Australia que yo he pisado, casi de puntillas, no es aquella. Nunca más lo será, acaso nunca lo fue. No crucé las calles de Moore ni pisé los silencios dolorosos de las infancias perdidas allí, no atrapé los puñados de polvo que cierran el paso a la memoria y abren la puerta a los olvidos. Ni siquiera pude tocar los muros de la silenciosa isla de piedra de Nueva Nursia, donde Rosendo Salvado quiso empezar a cambiar el mundo para que nada cambiase. Pero mis pasos de escritor, menos ambiciosos que aquellas sandalias que hollaron Australia Occidental en 1846, y menos trillados que las zapatillas rockeras del otro Rosendo madrileño, el inconformista con sentido, me llevaron a Tuy. Quería ver de cerca algo de lo que ya no existe, algo del hombre del que me hablaron a mi paso por Camberra, el idealista pragmático, el benedictino con aspecto de personaje salido de una novela de Jack London. Caminé por las calles gallegas buscando sus vestigios y encontré un pedazo de piedra con unas palabras grabadas y una escultura que acaso no sea más cierta que todas las ensoñaciones. Porque los héroes solo lo son cuando ya no son, y yo busco al hombre.
He buscado tu música, alegre a veces y otras con tonos de una melancolía que me pregunto si tiene algo de ti. Qué absurda pregunta; todo lo que hacemos, todo lo que creamos nace de nosotros, ¿no es cierto? Me extraña que no te hayan hecho santo, cuando el mundo está tan necesitado de símbolos. Pero por lo que yo sé el único símbolo que tú elegiste fue el hospedaje, la granja, la escuela y el monasterio de Nueva Nursia con la pequeña comunidad de benedictinos que persiste en lo que tú soñaste. Trabajar codo a codo con la realidad debió volverte realista, y sin embargo no perdiste la esperanza. Eso me asombra, me interpela, Rosendo. ¿Sabes? A menudo me pregunto qué sentido tiene esto que hacemos, componer música, escribir libros, pintar cuadros. Estuve en Camberra,
y en Sidney y en Melbourne, tuve encuentros y entrevistas, dije muchas cosas y hablé todo el tiempo, pero a cada momento me asaltaba ese pensamiento. ¿En qué hacemos cambiar las cosas? Luego se me pasa, olvido esa carga de evidencia y sigo, sigo porque no sé hacer más que lo que hago, cazar utopías, inventar paraísos e infiernos, esperar y desear que todo esto no se lo lleve el viento.
Busco esos árboles australianos que trajiste en una bolsita de semillas y que quisiste plantar en tu tierra de origen para recordar la tierra de tu vida. Ambas juntas en las raíces y el tronco de un eucalipto. Bonita metáfora, propia de un poeta: la tierra australiana creciendo en la tierra gallega, la fusión de antípodas irreconciliables. Irreconciliables
como ese dilema tuyo, el de tantos en tu tiempo. Cómo cambiar a los otros sin destruirlos. Cómo darles algo que ellos no te han pedido. “Cambiar a los aborígenes a pesar de ellos”. Ese era el lema que alentó la mayor tragedia de Australia, esa herida que no se cierra. Tengo ganas de preguntarle a esa escultura un poco olvidada por qué querer ofrecer a los demás algo que ellos no necesitan. Acaso, en el fondo, solo buscabas lo que ellos podían ofrecerte a ti, un sentido a tu vida, una misión. La ciencia, el progreso, la fe…He visto las fotografías antiguas, esos peinados en los niños, esos vestidos en las mujeres, los instrumentos de música europeos, las aulas donde les enseñabas música, y álgebra, y lengua. Querías salvarlos del olvido, ellos que no tienen conciencia del paso del tiempo, los seres más ancestrales de la tierra. Quizá porque ya veías lo que se aproximaba, la tragedia repetida tantas y tantas veces de la destrucción del diferente.
Hace frío en Tuy a pesar del verano y de los turistas y todavía arrastro el resfriado que me he traído del invierno australiano. Cuando estuve en Melbourne asistí a un concierto de música clásica. Ahora pienso que quizá el otro Rosendo, el Mercado, tiene razón. En la música hay algo atemporal, algo que vibra a través del tiempo y del espacio, que atraviesa las épocas y los siglos. Tú llegaste a una tierra de promisión y yo vi rascacielos, parques domesticados, tranvías y ciudades cosmopolitas, memoriales guerreros, exposiciones de arte moderno en las que las pinturas aborígenes cuelgan en paredes de museos visitados por grupos de escolares. He oído decir que una mujer aborigen ya ha alcanzado el Parlamento. Supongo que habrás sonreído.
Me marcho de Tuy y es como si me marchase de Australia Occidental, esa tierra a la que mis padres estuvieron a punto de emigrar antes de que yo naciera. El barco de mi historia personal eligió otro puerto. Pero creo que ahora te entiendo mejor. La libertad de los hombres no es un regalo, no se consigue solo con oraciones y buenos sentimientos. Hay que arremangarse, hay que cavar la tierra, y defender lo justo contra tu tiempo y la evidencia. Hay que dar lo mejor de uno mismo siempre, incluso a pesar de uno mismo y su escepticismo. Cada semilla es una posibilidad.
Algún día visitaré tu sueño. Dejaré las playas de Byron Bay, los festivales literarios, los encuentros profesionales. Quiero sentarme cerca del Índico, quiero escuchar el didgeridoo y una partitura que nazca de tu piano, de tus utopías de hombre moderno fuera de tu tiempo. Tal vez aprenda a ver que las cosas están cambiando en esta tierra
lejana que hiciste tuya. Porque los hombres como tú no tienen principio ni fin. Están ahora y siempre en el espíritu del alma humana.
Ya casi hacia el final, te imagino a tus 86 años, en ese monasterio de Roma, escribiendo hasta el final tus memorias para seguir viviendo de algún modo en Australia, con los tuyos, los que siempre sentiste más cercanos. Te veo mirando por la ventana de tu pequeña celda y me acuerdo de una puesta de sol en Bendigo. Llovía y la lluvia me hizo sentir lejos, muy lejos de casa.
Quiero creer que fuiste feliz cuando ya no eras cuerpo y tus restos regresaron en calma a Nueva Nursia. Como esos árboles que se mecen en Tuy, hijos también robados, mestizos que cuando sopla el viento mecen sus copas como si quisieran volver a casa, al otro lado del océano y de la Historia.
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