La sonrisa del mundo
Hay una belleza virgen en esas horas noctívagas que preludian el amanecer, cuando aún permanece limpia la conciencia de la ciudad silenciosa y nada turba la paz de las calles desiertas. Todavía no ha disuelto el cielo su oscuridad cuando salgo de casa. Las farolas trazan con su luz amarillenta el camino de vuelta para quienes han dejado pasar su insomnio a la intemperie y sólo de cuando en cuando llega desde el eco de una ventana el eco de una fiesta que se resiste a apurar sus últimos rescoldos. Dejo que mis pasos emprendan su propio rumbo y termino desembocando ante el mar, sobre el que destila sus últimos brillos una media luna que comienza a verse desmentida por las tonalidades anaranjadas que las nubes empiezan a dibujar tras el horizonte. Por cotidianos que resulten, hay paisajes que no pierden nunca su capacidad para conmover o interpelarnos. Nunca he necesitado vivir cerca del mar, pero en los periodos en que lo he tenido lejos sí he llegado a echar en falta su proximidad, el milagro de encontrarlo a la vuelta de una esquina, el arrullo remoto de las olas o el graznido familiar de las gaviotas que lo sobrevuelan. Emprendo la subida al Cerro de Santa Catalina, que los de aquí llaman L’Atalaya porque en tiempos fue el mirador privilegiado desde el que se avistaban las ballenas y las embarcaciones amigas y enemigas, y llego hasta el punto en el que Eduardo Chillida levantó hace más de treinta años una escultura portentosa que escenifica un abrazo al porvenir. En el lugar donde se alza hubo antes una capilla y quizá hubiera antes otra cosa, porque las religiones no inventan nada y se limitan a dejar su impronta efímera en lugares que son sagrados por su propia naturaleza. Las últimas estrellas se apagan a medida que se va encendiendo por el este el fulgor de la mañana, en un espectáculo que se viene repitiendo desde hace millones de años y que ahora sucede sólo ante mis ojos, espectador único y privilegiado de la maravilla que constituye el nacimiento de un nuevo día sobre el mundo. Inspira una quietud serena esa aceptación de la propia eventualidad, la consciencia de que hay cosas que se mantendrán siempre, incluso cuando uno no esté ya para contemplarlas y sean otros quienes las disfruten y se emocionen y aprecien su valor y hasta lleguen a creer que existen sólo para ellos. Que pase lo que pase, mientras la Tierra gire y haya al menos un pez nadando bajo las aguas, a estas horas en las que parece que no ocurre nada seguirá sucediendo lo más importante: que el mundo dedicará su sonrisa a todos los que quieran apreciarla.
Sus Amables Majestades
¿Cómo no van a existir los Reyes Magos, si nos los hemos imaginado? De hecho, pocos seres ficticios han resultado tan reales, hasta el punto de que ellos mismos configuraron su propia apariencia, más allá del difuso «unos sabios de oriente» con que se refiere a ellos Mateo en su Evangelio, y por su propia cuenta y riesgo decidieron ser tres y llevar los nombres con que se los conoce hoy en todo el orbe. Desde que se dejaron ver por primera vez a los ojos de los mortales en la iglesia de San Apolinar Nuovo de Rávena, y hasta nuestros días, han gozado de una salud prodigiosa que les ha permitido traspasar épocas y generaciones como máximos exponentes de aquello que Tennessee Williams llamó la amabilidad de los desconocidos. Emprendieron un viaje largo y tortuoso hasta Belén para obsequiar con tres presentes a un recién nacido a cuya familia no conocían de nada, e impidieron además que Herodes lo asesinara con engaños y malas artes. Hay abundantes representaciones de ese momento epifánico en el que un ángel baja de los cielos para advertirles del riesgo que corre aquél que estaba llamado a salvar a la humanidad entera, y acaso una de las más hermosas sea la de ese capitel de la catedral de Saint Lazare, en Autun, que tanto gustaba a Álvaro Cunqueiro. Sus pasos posteriores son tan inciertos y tan erráticos —dicen que el apóstol Tomás se los encontró en Saba, y también Marco Polo dio noticia de ciertas andanzas suyas— que nada impide que cada cual fantasee a su costa según el gusto y aun proyecte sobre ellos sus anhelos más queridos, lo que a la postre los convierte en los personajes más contradictorios, más carnales, más humanos en definitiva, de todo el Nuevo Testamento y de buena parte de la literatura universal. Realizan cumplida visita a nuestros hogares cada año por estas fechas, con exquisita puntualidad y no menos encomiable rigor, y nos brindan un pellizco de ilusión sin exigir a cambio mucho más que un buen propósito. No emiten juicios morales ni reclaman que se cometan atrocidades en su nombre. Tampoco piden que los tengamos muy presentes una vez quedan atrás las obligaciones navideñas y el calendario se va deslizando por su rutina habitual. Existen los Reyes Magos, del mismo modo que existen Don Quijote, el joven Werther, Ulises o el señor Hamlet. Son tan reales como las hadas de los bosques, los espíritus de los muertos a los que aún queremos o la música que emite el silencio cuando empieza a caer la tarde. Tan irrefutables como la certeza de que la ficción miente, pero nunca engaña.
Borrar las huellas
La relectura constituye una actividad de riesgo. Nadie puede asegurar que el regreso a los textos que una vez dijeron algo sirva para rejuvenecer verdades viejas, y en ocasiones lo que tiempo atrás fue deslumbramiento termina deviniendo en decepción o indiferencia. Le ha ocurrido alguna vez a todo el mundo y sucede con frecuencia cuando quienes escribimos nos vemos en la obligación —no sé de nadie o casi nadie que se entregue por gusto a estas labores— de revisar lo que nosotros mismos pergeñamos tiempo atrás, cuando éramos unas personas distintas a las que somos ahora y nos sentábamos ante el folio en blanco con más frivolidad o ligereza, o quizá era sólo que entonces aún conservábamos una frescura que poco a poco fueron echando al traste la experiencia y la responsabilidad. Conservo pocos ejemplares de mis libros y los tengo todos arrinconados en una balda de la estantería que no frecuento nunca, arrumbados en una esquina alejada para evitar cualquier tentación de retomarlos, y las pocas veces en que alguien viene a hacerme algún comentario sobre cualquiera de ellos tengo que hacer verdaderos esfuerzos para saber a qué se refiere, porque en algunos casos me cuesta mucho recordar personajes y argumentos, estructuras y recursos, como si una vez publicados hubiesen dejado de ser míos, su salida de la imprenta interpretada como el permiso para un desentendimiento que se acentúa a medida que pasan los años y nacen palabras nuevas para designar las obsesiones de siempre. También ocurre cuando uno termina de escribir algo y lo deja reposando en el cajón. Vuelve a ello al cabo de unos días, o unas semanas, o unos meses, y se sorprende preguntándose cómo puede ser el autor de esos párrafos la misma persona que ahora los revisa, entre inquieto y ruborizado por las indulgencias que se permitió en el fragor de la escritura y a las que se ve obligado a poner remedio antes de que sea demasiado tarde, aun sabiendo que el único método infalible para dar por corregido cada libro es ponerse a escribir otro, y luego otro, y uno más después, igual que si la escritura fuese un combate perpetuo contra el tiempo, un camino en el que cada avance se realiza no tanto por la necesidad de llegar a algún sitio como por la vocación de borrar o difuminar las huellas precedentes.
Me ha encantado su relato. Excelente. La existencia de ese amanecer irrepetible y millones de veces repetido, pero nunca igual, es tan real como la existencia de esos personajes de nuestros sueños y de nuestras realidades, de nuestras fantasías y de nuestras vivencias, arquetipos de nuestro inconsciente colectivo, de nuestras tradiciones. Malditos sean los que niegan su existencia, los que quieren desterrarlos, los que quieren borrar nuestros sueños; maldito sea el absurdo posmodernismo negacionista que ridiculiza nuestros ideales. Esperanza en que seguirá existiendo ese amanecer repetido e irrepetible para quienes quieran seguir admirándolo…