En el otoño de 1944 las tropas estadounidenses se aproximan a territorio alemán. La emblemática ciudad de Aquisgrán está al alcance de los norteamericanos. Sin embargo, Hitler ha dado la orden de defender la ciudad hasta el último hombre y hasta la última bala. Encuadrado en la 1ª División de Infantería, el sargento Thomas Russell se enfrenta a la mayor prueba de su vida.
A continuación reproducimos un fragmento de Nunca quiso ser un héroe (Círculo Rojo), de David López Cabia.
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—¿Tienes todo lo que necesitas? —preguntó Marks.
—Sabes que no tienes por qué hacerlo —insistió Marks mirándole con la preocupación de un hermano.
—¡Joder, Bobby! ¡Que no eres mi madre! —replicó Russell.
—¡Eh! ¡Buena suerte, Russell! —le deseó Marks dándole una palmada en la espalda.
Miró a su amigo como si fuese la última vez. Vio la congoja y la duda en los ojos de Russell. El teniente de Vermont expiró profundamente. En tan solo un instante se recompuso mentalmente. Con miedo y desconfianza no iría a ninguna parte. Posó sus ojos sobre su objetivo: un búnker alemán. Miró atrás y asintió con la cabeza al ver a Donohue. El gigantón de Boston lanzó con todas sus fuerzas una bomba de humo. El pequeño artefacto trazó una trayectoria en forma de arco y aterrizó en la hierba. Se produjo una pequeña detonación y el humo amarillo comenzó a brotar.
—¡Adelante, Russell! —señaló Marks.
Russell emergió de entre las hierbas altas, bayoneta en ristre y al galope. Cargaba colina arriba, al descubierto. Se dirigió hacia un camino tortuoso, zigzagueando. Su corazón latía como el de un caballo de carreras. A su espalda quedaba una nube de humo amarillo que se expandía. A cada zancada que daba, el retumbar de su corazón era más intenso.
Sabía que cada paso podía ser el último, que cada bocanada de aire que aspiraba entre jadeos, podía significar su último aliento. Los alemanes aún no habían disparado, pero pronto lo harían. Debía correr como un gamo en el momento que las MG 42 empezasen a retumbar emitiendo un sonido similar al de las máquinas de coser.
Pensó entre la diferencia y la vida y la muerte, en los insignificantes detalles que podían marcarla. Notó la hierba esponjosa, mullida bajó sus pies. Recordó las excursiones campestres en Vermont y los fines de semana cazando con su padre. Esta vez no se trataba de una comida en el campo y él no era el cazador, sino la presa. Se sentía como si tuviese una enorme diana pintada en el cuerpo.
Rocas, un puñado de arbustos y algunas hierbas altas conformaban el paisaje que le rodeaba. Pero Russell no estaba dispuesto a morir en un paraje así. Su cuerpo no se pudriría ni al sol ni bajo la lluvia en un lugar a miles de kilómetros de su hogar.
Tenía el corazón en un puño. Solo tenía un objetivo en mente: llegar al maldito búnker y destruirlo. Con la mirada irradiando determinación, progresaba colina arriba. Tenía algunos pequeños cortes en el rostro, también estaba tiznado de pólvora y vestía un polvoriento uniforme. En sus manos asía firmemente el rifle M1 Garand con la bayoneta. Era una solitaria silueta, un solo hombre cargando contra todo un sistema defensivo. Russell pensó que, en cierto modo, aquella estampa era la historia de su vida, un hombre enfrentándose a un océano de adversidad.
Las ametralladoras MG 42 comenzaron a disparar. ¡Había sido detectado! El corazón le latía con tal intensidad que le retumbaba en la cabeza. Las briznas de hierba saltaron a su alrededor. Las balas también rebotaron contra las rocas, cercenaron algún que otro arbusto y horadaron la tierra. Pero Russell no se amedrentó y siguió cargando colina arriba, jadeando y envuelto en el sudor frío de un miedo que le mantenía con vida.
Ya era tarde para volver a Vermont, era tarde incluso para regresar al pie de la colina, justo donde aguardaba su pelotón. Zigzagueó entre un diluvio de balas. Ni él mismo se explicó cómo logró esquivar el plomo. Las ramas de un árbol parcialmente quemado le cayeron encima del casco cuando una ráfaga de ametralladora pasó por encima de su cabeza. Russell se encogió y corrió hacia la relativa protección que le ofrecía un desnivel de terreno.
Trató de flanquear el búnker, atacando desde uno de los lados. No pretendía avanzar frontalmente, pues sería triturado por las ametralladoras. ¡Cuán desquiciante resonaban las malditas MG 42! El ladrido de aquellas picadoras de carne enervaba a los soldados aliados, pues era sinónimo de matanzas.
Russell se lanzó cuerpo a tierra para evitar ser despedazado por unos destellos que brotaban de la rendija de tiro del búnker. Rodó hasta llegar a la protección que le brindaba una pequeña hondonada en la tierra. Recuperó el aire tendido sobre la hierba. Incrédulo por su buena suerte, se palpó el torso, los brazos y las piernas. Todo estaba en su sitio. No había sufrido ni un rasguño. En ese momento, mientras trataba de recuperar el aliento, se recordó a sí mismo en su casa de Burlington, cuando era un niño y le preguntaba a su padre si fue un héroe en la Gran Guerra.
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Autor: David López Cabia. Título: Nunca quiso ser un héroe. Editorial: Círculo Rojo. Venta: Todostuslibros
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