Antes de que la radio o la televisión monopolizasen el ocio de la clase media y de la clase trabajadora, las revistas eran uno de los entretenimientos preferidos de mucha gente. En Estados Unidos se llamó pulp fiction a la literatura que ofrecían desde la década de los años veinte las revistas impresas sobre papel de pulpa, que era bastante barato. Se trataba de novelas y relatos escritos por narradores sin demasiado pedigrí literario, poco amigos de los adjetivos y los adverbios, que en su opinión hacen perder demasiado tiempo a las historias, divagando en las procelosas aguas del lenguaje. De ahí salieron Dashiell Hammett, Raoul Whitfield, Paul Cain o William Riley Burnett, entre otros. Todos ellos estaban interesados en documentar la realidad social en las ciudades, añadiendo historias policíacas donde la intriga pasaba a un segundo plano. Casi se les debería llamar periodistas antes que escritores. Puede decirse que el tipo de literatura que escribieron sirvió para describir los cambios sociales que fueron teniendo lugar en las ciudades norteamericanas a lo largo del siglo XX, haciendo un peculiar hincapié en el crimen organizado, que comenzó a hacerse cargo de los servicios urbanos que estaban castigados por la ley, como el juego y la bebida. De todos ellos aprendió su oficio Chris Offutt, que después de escribir varios libros autobiográficos y regionalistas cuyo rasgo más acusado eran sus diálogos y el paisaje donde tenían lugar las historias, comenzó a escribir guiones para episodios de Treme o True Blood, y luego volvió a la literatura para escribir una serie sobre un investigador llamado Mick Hardin, quizás con el deseo secreto de que algún día llegue a un canal de televisión o a una plataforma de streaming.
Chris Offutt nació en Haldeman, un pueblo minero de no más de 200 habitantes que hoy en día ya no existe. Su infancia allí fue bastante similar a la de los protagonistas de Matar a un ruiseñor, entre la familiaridad y la extrañeza, la realidad y las fábulas, lo maravilloso y lo inquietante. Era un lugar aislado, de esos a donde no suelen llegar desconocidos, pero también de esos que con el tiempo se vuelven irrespirables, sobre todo para los adolescentes.
«La gente de los pueblos se siente extraña en las ciudades, entre chatarra y ruidos, y la gente de las ciudades se siente extraña en los pueblos, en medio de bosques y montañas. Yo siempre me sentí bien rodeado de árboles y animales. Durante mi infancia y mi juventud, a mi alrededor había más especies que en cualquier otra parte de los Estados Unidos. La mitad de cuanto sé lo aprendí allí. Mucha gente en ese tipo de lugares no quiere estudiar porque teme perder algo con el estudio, como si mientras aprendes cosas borrases el paisaje que te rodea. Yo mismo quise dejar el instituto varias veces, porque estaba más interesado en las películas y en los libros, pero también porque en medio de la naturaleza me parecía que iba a aprender mucho más que en una clase. Los días siempre parecían iguales y, sin embargo, eran muy diferentes. Fui viendo cómo nuestro pueblo desaparecía, cómo muchas casas quedaban vacías y las trepadoras las invadían, cómo muchas familias luchaban para llegar a fin de mes. Solo los bosques y los animales seguían siendo los mismos, ajenos a nuestros problemas, indiferentes. Así sobrevives allí, cuando eres capaz de mostrar cierta indiferencia, hasta cuando tratas con fantasmas o castras a un animal, como sucede en La ley de los cerros cuando la hermana de Mick patrulla por el condado del que es sheriff«.
La sociedad de la que Offutt formó parte en su infancia y juventud, muy similar a la de Mick Hardin en La ley de los cerros (Sajalín editores), es la misma que los estadounidenses de ciudad suelen observar con recelo y a veces hasta con temor. La hemos visto en películas como Frozen River, Winter’s Bone o Out of the Furnace, también en series como Ozark o la primera temporada de True Detective. Son territorios en donde los detectives y policías, si no son gente local, parecen haber sido desterrados, o adonde han ido para expiar algún tipo de pena o culpa. Allí sus pobladores tienen costumbres de otra época, desconfianza hacia los forasteros y un total desprecio hacia la ley; también suelen tener armas en casa, no solo para cazar, y a menudo producen metanfetaminas o alcohol ilegal. Tienen relaciones muy conflictivas dentro y fuera de la familia, trabajos inestables, ropa pasada de moda, coches enormes con los que transitar por todo tipo de caminos impracticables y los domingos suelen acudir a misa. No creen en el futuro, se conforman con impedir que el pasado se borre demasiado aprisa y por eso suelen votar al Partido Republicano y a quienes hacen promesas simples y demonizan a los listillos de ciudad.
«No es fácil vivir en los Apalaches, sobre todo hoy en día, con los cierres de las minas, la migración hacia las ciudades y el aumento de pueblos casi despoblados, sin colegios, tiendas o bancos. Allí todo consiste en defenderte como puedes de la vida. Yo, por ejemplo, comencé a escribir muy pronto porque tenía todo el tiempo del mundo. Me encantaba leer, leía dos y hasta tres libros por semana. Libros de todo tipo, aunque Sherlock Holmes, Tarzán, Mark Twain y novelas de aventuras como La isla del tesoro eran mis favoritos. Comencé a escribir copiando esos libros, imitándolos. Durante mucho tiempo lo que escribí no tuvo mucha relación conmigo directamente, sucedía en otros países, en otras épocas. Fui madurando y entonces comencé a introducir rasgos míos, fui moldeando la imaginación con materia real. Eso tuvo que ver con mis lecturas a medida que fui creciendo, porque de pronto comencé a introducirme en la obra de John Steinbeck o en la de Flannery O’Connor, y me di cuenta de que había una literatura americana de ciudad y muchas literaturas americanas de zonas rurales, desiertos, montañas y bosques. Yo pertenecía a este segundo tipo, pero solo sentí que estaba preparado para escribir con un estilo propio después de haber leído también a los grandes autores internacionales, a Juan Rulfo, Cervantes, Dino Buzzati, George Orwell o Graham Greene«.
Los escritores extranjeros fueron algo así como la voz de una sirena que lo invitó a recorrer Estados Unidos, que más que un país es casi un continente. Así fue como perdió su mundo de la infancia y la juventud en la vida real, mientras se contaminaba con rasgos de otras culturas, y como luego lo intentó reconquistar de manera imaginaria, a través de la literatura. Gracias a escuchar a los demás, aprendió cómo hablaban él mismo y quienes habían vivido con él en los Apalaches, uno de los rasgos distintivos de su estilo, que ante todo es paisajístico y oral, atento a pequeños detalles.
«Aunque Mick Hardin sabe hablar, sabe cuándo callar. Para bien y para mal. En La ley de los cerros nunca se despidió de una mujer con quien había comenzado a coquetear después de su divorcio, quizás porque no sabía qué decirle, un rasgo común entre los personajes de la novela negra, a veces solitarios no por voluntad propia sino por instinto de supervivencia, para no llamar demasiado la atención y no parecer demasiado listos. Sabe que en casa de un muerto uno jamás se sienta donde se sentaba el muerto y que cuando alguien de las montañas le apunta con un rifle no es momento para hacer locuras y es mejor tirar el revólver al suelo. Incluso comprende las normas en Detroit. Si no fuese así, no sobreviviría. Cuando habla con alguien, procura complementar las conversaciones, sin pretender estar por encima de nadie. De hecho, con la serie sobre Mick Hardin intenté corregir mis errores mientras escribía dos novelas policiacas previas que nunca llegaron a publicarse. Sabía de sobra que en general nadie es asesinado en los Apalaches sin que la mitad de la gente de los alrededores sepa quién lo mató, y por eso ahora he intentado describir casos menos obvios, que no son fáciles de resolver».
Buena parte de la novela negra que se escribe desde los años setenta en Estados Unidos tiene que ver con veteranos que regresan a la vida civil, para la cual ya no están capacitados. Es algo que se puede ver asimismo en películas como Taxi Driver. Mick Hardin ha pasado, en apenas tres novelas, por Irak, Siria y Afganistán, pero no es un tarado como el personaje de la película de Martin Scorsese, incapaz de entender los códigos de la gente de Nueva York e incapaz de entender a sus compañeros, a la chica que le gusta, a los políticos que aún no gobiernan el país o la ciudad, a las prostitutas y a los chulos que las protegen. El personaje creado por Chris Offutt entiende que lo que en otras partes puede ser considerado un crimen, en la región donde nació puede ser otra cosa. A veces lo que está fuera de la ley está dentro de los códigos del honor. Ese conocimiento, que es además el rasgo distintivo de esta serie de Offutt y quizás también del resto de su obra, es su limitación. El suspense siempre es menor o más irrelevante que el color local, la complejidad de los casos nunca supera a la complejidad de los personajes y estos son invariablemente simples a primera vista pero tienen armas y son testarudos, se tratan con los debidos trámites para no hacerse sentir tontos o menospreciados, y los lazos que unen a las familias y a los matrimonios son sagrados por más que cada miembro de un clan parezca ir por libre.
En general, el estilo de Chris Offutt tiene mucho que ver con los cambios operados en el mundo de la literatura con la aparición de escritores como Ernest Hemingway o Dashiell Hammett, que fueron maestros de la síntesis, escritores eléctricos, capaces de concentrar en una frase y a veces incluso en una simple palabra la fuerza, el impacto y la profundidad que otros novelistas habrían desplegado en sinuosos párrafos, siguiendo el curso de laberínticas estructuras sintácticas. Su lema era «menos es más». Sabían cortar un plano con el instinto de un montador, de una manera muy similar a como lo hacían Samuel Fuller o Phil Karlson en algunas películas. Como esos cineastas, Offutt muestra un constante interés hacia la violencia, algo que de algún modo condiciona y moldea su estilo, bastante tenso y veloz, a veces explosivo. Obras como La ley de los cerros están marcadas por su impulsivo carácter literario, pero también por la historia que cuenta, recorrida por constantes desplazamientos por los bosques del sur de los Apalaches y por las peligrosas calles de la ciudad de Detroit. La violencia, no obstante, dista de ser continua y neurótica. Para Offutt, una herida ya es suficiente. No le gusta escenificar masacres. El suyo es un universo más específico, donde existen códigos y una actitud moral férrea. De ahí, precisamente, que sus planteamientos no sean evolutivos y que sus personajes no sufran cambios demasiado bruscos, actuando con los mismos impulsos y lealtades hasta el final. Incluso los malos se comportan de esa manera. Cuando se muestra un enfrentamiento, lo importante no es quién muere o quién mata sino el espacio en el que tiene lugar la acción. No hay una retórica. Offutt evitaba las adjetivaciones innecesarias, los juegos malabares, y gracias a eso consigue imponer un mayor ritmo aunque a cambio pierda sofisticación, trámites.
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