Me gusta la osadía de Nuria Labari cuando cuenta historias íntimas, cuando pone a hablar a sus personajes desde la más absoluta sinceridad y desnudez. Me convenció su voz, su manera de mirar, su desparpajo a la hora de captar carencias, vacíos, hipocresías, mentiras, máscaras, cuando leí los relatos contenidos en Los borrachos de mi vida, su estreno literario. Ahora, siete años después, me sigue pareciendo igual de sugerente, de atractiva, de valiente, su segunda entrega, Cosas que brillan cuando están rotas, ya metida la autora en los más amplios corredores de la novela, pero sin perder la soltura, la acidez, la incorrección, esa aspereza que tantas veces roza la ternura, de sus narraciones breves.
En esta ocasión Labari (Santander, 1979) parte de su propia biografía, de su experiencia como periodista durante los ataques terroristas del 11 de marzo de 2004 en Madrid, para mirar desde fuera, desde la ficción, el impacto que los hechos le produjeron, para hurgar en la herida. Eva, su protagonista, es una reportera que siente que todo se rompe a su alrededor; que ha de contar la tragedia de las personas tocadas de pronto por la muerte, por el estallido de los trenes, mientras asiste al naufragio de un matrimonio que ha desembocado en la más absoluta inercia y se enfrenta a la dolorosa certeza de lo mucho que se ha distanciado de su hija adolescente.
Estamos ante una novela que parte de la realidad; ante acontecimientos vividos que necesitan ser recreados para ganar profundidad, sentido. El periodismo se le quedó pequeño a la escritora para llegar al fondo de las cosas, para seguir explorando, para entender lo que había pasado y bajar al pozo oscuro de las emociones. En las bifurcaciones del nuevo periodismo, corriente que no cesa, podemos situar esta obra que parte de hechos contrastados, que utiliza los materiales de la inmediatez a sabiendas de que no bastan para explicar lo que se escapa, aquello que no cabe en una página de periódico y que es lo que realmente importa. La propia autora es quien mejor lo explica: “Necesitaba regresar desde la ficción a la quiebra de sentido que fue el 11 de marzo de 2004 para mí. La ficción es siempre un ejercicio de superación. Lo que la ficción aporta a la realidad es empatía, en su sentido profundo (…) Necesitaba personajes que no entendieran nada, como yo, perdidos, equivocados, atrincherados en alguna realidad tan sólida y carente de fisuras como puede ser el matrimonio, un puesto de trabajo o un colegio privado”.
Labari se mueve a tres bandas. Va articulando su historia con tres voces diferentes: la de Eva, a la que le presta vivencias, miedos y reflexiones particulares; la de Clara, la adolescente de 17 años, que se enfrenta a las inseguridades y búsquedas propias de su edad, y la de Eric, el marido, que vierte sus contradicciones, su frustración, a través de los correos electrónicos que le envía a su mujer desde Berlín, ciudad a la que ha huido con su hija para propiciar un acercamiento con ella y, al mismo tiempo, aclarar las ideas, poner tierra por medio, pensar si hay alguna posibilidad de salvar su vida de pareja.
Los tres se miran con dureza, como los extraños en que se han convertido, y a la vez intentan recuperar algo de las caricias, de las confidencias compartidas en un pasado borroso, engrandecido por la memoria. Todo sucede mientras Madrid vive inmersa en el drama, a partir de la fatídica mañana en que las bombas hicieron saltar por los aires tantas vidas y llevaron a un gobierno a poner en marcha la cruel ceremonia de la confusión, de la mentira.
Al evidente interés que despierta la narración de lo que le sucede a la reportera en esas jornadas frenéticas: su acercamiento a los familiares de las víctimas; su entrevista a la madre de Jamal Zougam, uno de los autores materiales de los atentados; su cuestionamiento de determinadas prácticas periodísticas, se suma la capacidad de introspección de la autora, ese saber escuchar el palpitar de los corazones, esa perspicacia para registrar las zonas de vacío de la existencia. Es al observar, al contar, al sentir el dolor de la tragedia colectiva, cuando la protagonista toma conciencia de su extrema vulnerabilidad y percibe la inconsistencia de una vida confortable, amurallada, en la que todo parece perfecto desde fuera, pero en la que faltan la emoción, el latido.
Cosas que brillan cuando están rotas nos habla de la ruptura, de la pérdida, del duelo, de esos momentos en los que hemos de recoger los fragmentos, los trozos esparcidos por los rincones del ser, para reconstruir con ellos algo diferente. Cosas que brillan cuando están rotas nos habla de la falta de compasión, del alejamiento de los otros, incluso de los seres queridos, en un presente que nos aboca a confundir la felicidad con números, con pertenencias. Se sorprende la protagonista al trazar los perfiles de las víctimas de que todas son recordadas por sus trabajos, por sus necesidades o logros materiales. Cosas que brillan cuando están rotas es una de esas novelas que retratan, sin pretenderlo, la crisis de una sociedad hecha añicos.
Hablamos de una novela cortante, pues. Nuria Labari lleva a cabo un ejercicio de desnudamiento, de autoexploración, de autoconocimiento a través de sus personajes, para hablarnos del proceso de derrota, de transformación, de crecimiento, que es toda vida. Acierta en el contraste de los puntos de vista; en escenas como la de Eva hablando al Eric del pasado, al que mete imaginariamente en un armario porque sólo así es capaz de sentir algo de proximidad. Acierta en su retrato de la adolescencia, como ya sucedió en su primer libro de relatos, en el modo de perfilar las grietas de lo cotidiano, los dolorosos agujeros afectivos y, sobre todo, en esa puerta que abre a las zonas más secretas de la intimidad, a la revelación de verdades dolorosas, inconfesables. Son muchos los hallazgos, los puntos de llegada. Corresponde a cada lector encontrar los suyos.
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Título: Cosas que brillan cuando están rotas. Autora: Nuria Labari. Editorial: Círculo de Tiza. Páginas: 216. Edición: Papel
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