A medida que transcurrían los días de mutua convivencia la relación se hacía más fluida. Holmes era un hombre de carácter difícil, digamos que un poco inclinado a la misantropía, pero Watson supo cogerle la vuelta y el ambiente en las habitaciones era bastante agradable. Todo empezaba a estar más ordenado y limpio, y en el caso de que algo se encontrara fuera de lugar el hecho era, sin duda alguna, imputable al detective. De vez en cuando la patrona se permitía llamarle la atención de una forma suave y cariñosa; desde el primer momento se pudo apreciar que ella sentía una especial predilección por Holmes. Quizá ninguna otra hubiera soportado que la mesa del comedor, las sillas y hasta el mismo suelo estuvieran llenos de papeles sin guardar el mínimo orden. Y no digamos nada respecto a las extrañas visitas a horas intempestivas, a los olores nauseabundos de sus experimentos de química y a los disparos realizados dentro de la casa como mero entretenimiento, por esos motivos cualquier otra patrona se hubiese molestado hasta límites insospechados.
Lo cierto es que por la sala de estar lo mismo desfilaban andrajosos mendigos, que banqueros, comerciantes y altos funcionarios del Gobierno, pero tampoco era raro que viniera a cenar el mismísimo príncipe de Gales y hasta importantes dignatarios extranjeros. Unos venían para que Holmes les resolviera algún que otro problema y otros lo hacían por el mero placer de cenar con el detective y degustar los exquisitos platos preparados por la señora Hudson. Cuando se producía alguna alabanza relacionada con la comida, Holmes rogaba al invitado que la plasmara en su tarjeta de visita para luego entregársela a la patrona. Soy conocedor de que ella coleccionaba esas tarjetas en una preciosa agenda de tapas de nácar como si fueran el mejor de los trofeos.
Una noche, después de cenar, estaban Holmes y Watson amigablemente sentados frente a la chimenea (por cierto, bien surtida de carbón) y se complacían en compartir tabaco y fumar sus pipas con los pies apoyados junto al salva fuegos, se produjo de súbito un embarazoso silencio y el detective le preguntó a Watson por qué estaba preocupado ya que en muy breve espacio de tiempo ambos habían encontrado un magnífico acomodo doméstico muy acorde con sus posibilidades y que el futuro parecía sonreírles. Todo ello sin contar con el inicio de una inmejorable amistad. Watson sorprendido ensayó una sonrisa algo triste y le preguntó a Holmes que le hacía suponer que estaba intranquilo.
Usted, Watson, es un hombre metódico y ordenado y acaba de dejar su cartilla de ahorros encima de la mesa de la sala de estar a la vista de cualquiera, lo que me lleva a pensar que hoy ha estado en su banco a ingresar o retirar dinero, además observo que no está bien acomodado en su sillón, tiene la espalda demasiado rígida y le tiemblan un poco las manos, sobre todo la derecha, cosa bastante evidente por la columna de humo de su pipa que no sale recta hacia el techo y en esta habitación no hay corrientes de aire.
Watson le contestó que tenía sus motivos, que había regresado de una guerra donde muchos de sus compañeros obtuvieron honores y ascensos y él solo se trajo un balazo y una fiebre entérica, sin tener en cuenta que su pensión era de solo once chelines y seis peniques. El detective dijo que quería proponerle un trato, pero sin comprometerlo en lo más mínimo, le expuso abiertamente que necesitaba un buen narrador que redactara sus historias pasadas y futuras, de hecho ya existía algún editor que estaba interesado en la exclusividad del asunto. Watson siempre evitaba mirar al detective a los ojos porque como médico intuía que su mirada vidriosa delataba que se administraba algún tipo de narcótico y se limitó a estrecharle la mano con efusividad. En el caso de que Sidney Paget hubiera estado presente junto al sitio adecuado de la chimenea seguro que hubiese dibujado una buena ilustración.
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