Cuando Américo Vespucio, un tipo nacido en Florencia, de familia noble venida a menos, llegó a Sevilla como mero funcionario para la filial española de los Medici, no imaginaba que su nombre pasaría a formar parte del léxico popular para siempre. Corrían los últimos años del siglo XV, y en la bella Híspalis se dedicó a proveer a las embarcaciones que ponían rumbo a las Indias con el apoyo logístico necesario. Cuentan que allí conoció a Colón, sin saber que le birlaría el mérito años más tarde. No fue hasta embarcarse en viaje ultramarino con Alonso de Ojeda, el hombre que descubrió aquella tierra llena de canales, esa pequeña Venecia a la que llamó Venezuela, cuando Américo se dio cuenta de que aquella tierra no eran unas simples Indias, sino que se trataba de algo más. De vuelta en la península, trabajó diseñando los mapas de lo que ya parecía un nuevo continente. Esos diseños, aupados por sus mentores, los Medici, se hicieron tan famosos que el geógrafo alemán Martín Waldseemüller no pudo evitar acordarse de él al presentar su Universalis Cosmographia, en 1507: por primera vez se trazaba un continente separado de Asia; y lo llamó, claro, América.
Este es sólo un caso más de lo que la lingüística llama «epónimos». Un epónimo es un nombre propio que pasa a referenciar una realidad semántica dentro del diccionario. En los últimos días, la aceptación de «berlanguiano» por la Academia los ha puesto de moda. En este caso, la herencia de Luis García Berlanga pasa a la lexicografía para dotarla de todos los matices que pueden encontrarse en su maravillosa obra: una mezcla entre pícaro, peculiar, caótico, burlón. Recuerdo que hace doce años, cuando José Luis Borau accedió al sillón B de la RAE y solicitó que el término berlanguiano fuese aceptado, se hizo una encuesta en un periódico nacional para recoger los términos por los que los lectores reconocían la obra del maestro valenciano. Adjetivos como los cuatro elegidos ahí arriba, que añaden nuevas tonalidades al magnífico léxico castellano.
En esta categoría nos encontramos con kafkiano, que añade una dosis de tragedia a la absurdez, la misma absurdez que refleja esperpéntico, aunque con elementos grotescos; pero también la misma tragedia a la que alude dantesco, aunque en este caso el diccionario añade que «causa horror». Matices que enriquecen el idioma español, y que en ocasiones incluso lo completan. Por ejemplo, dan cabida a instrumentos de ejecución como la guillotina, a flores como la camelia o la buganvilla, a un mechero como el quinqué, a instrumentos musicales como el saxofón, o a entidades abstractas como silueta. Realidades que no existirían en nuestra estructura mental si el lenguaje no las identificase gracias a Guillotin, Kamel, Bougainville, Quinquet, Sax o Silhouette, respectivamente. Así que brindemos por estos milagros de la morfología; por estos neologismos a medio camino entre la metonimia, la lexicalización y la etimología; por este idioma tan rico; y por estos genios que elevaron el arte hasta el diccionario.
¡Salud, berlanguianos!
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