Es difícil que una reseña o crítica de Arden las redes, un ensayo sobre la censura y la corrección en el discurso que Debate le acaba de publicar a Juan Soto Ivars, no empiece por una historia personal: la inmensa mayoría de quienes las han escrito tienen algo que contar al respecto. Así ha venido ocurriendo desde que tocó las librerías, y así va a empezar esta: hace unas semanas, en Zenda escribí la reseña de un estupendo libro que se llama Quienes viven, de Annie Dillard. Con él, la editorial Sabina inaugura su catálogo de ficción. Trata sobre el proceloso mundo de los colonos en la zona noroeste de Estados Unidos a finales del siglo XIX. Fue Pulitzer en 1992.
Bien, en la página 39 de ese libro hay una larga enumeración y, a la mitad más o menos, una expresión chocante: «mujeres prostituidas». Al pie, una nota: «Por decisión editorial optamos por la expresión ‘mujeres prostituidas’ en lugar de ‘prostitutas’ (Nota de las editoras).» Es decir, la editorial ha decidido alterar, adulterar, atenuar o simplemente cambiar algo que aparecía en el original con el fin de no perpetuar ciertos clichés de género. Ahora bien: ¿cabía esto en la reseña? ¿Era relevante? Y en caso de que sí ¿qué podría opinar sobre ello? En mi condición masculina, blanca, heterosexual, española, todo ello, cualquier cosa que dejase escrita me abocaría a un potencial descuartizamiento digital: de decir que era una decisión pacata y bárbara desde la óptica de la Traducción, por machista; de decir que era un valiente paso, bien justificado por invitar al lector a la reflexión, por «pijoprogre».
Este momento, este conflicto, constituye el núcleo de Arden las redes. Juan Soto Ivars, columnista destacado en el actual panorama español, acaba de hacerse esa pregunta y, con ella, ha documentado los episodios de esta índole que se han dado en España en los últimos quince años: Hernán Migoya, el cuentista que usó la depravación como instrumento narrativo y acabó emigrando por la que se montó; María Frisa, la autora de libros infantiles a la que le explotó en las manos un título cuatro años después de haberlo publicado; Nacho Vigalondo, que se tomó «cuatro vinos» e hizo una broma mal propuesta; Guillermo Zapata, que cometió el error de pedir perdón tras (no) ofender a Irene Villa; Jorge Cremades, el cándido youtuber que fue atropellado en una entrevista… Todos, y muchos más, caben aquí.
Soto lo hace, lo saben sus lectores, porque en sus propias carnes ha experimentado las consecuencias de una palabra mal medida o lanzada a una piscina de pirañas ávidas de polémica torva y ladina. A partir de ahí, la constatación de lo obvio (pero no explicitado hasta ahora): si bien hace no tantos años se decía de un periodista que no era tal de no haber recibido una querella, ahora no se puede considerar tal a uno que no haya vivido una orgía de insultos y amenazas en las redes sociales.
Se ha propuesto el autor, con urgencia, proponer una reflexión documentada (a veces, en exceso, como si quisiese apartarse del relato personal) sobre este fenómeno, y así es como alumbra un nuevo término: «poscensura». Es, para entendernos, aquello que ni es explícito ni es abiertamente dictatorial, sino que se va configurando sobre el movedizo suelo de los tiempos que vivimos. Tiene que ver con las opiniones, también con los datos: el gran hallazgo de Arden las redes estriba en poner el foco, por primera vez, en el constructo intelectual que sustenta a quien lanza el tuit anónimo y el texto furibundo, y no en quien presuntamente hizo saltar la liebre con un artículo concreto o un tuit que nunca debió trascender la esfera privada.
Necesario ejercicio, y necesaria también la salida del armario que ha conllevado. Desde que surgió el libro, los machistas, pederastas, homicidas, apologetas o faltosos sin más a ojos de la horda biempensante se han lanzado a exponer sus vivencias a este respecto. Los ya citados han hablado; otros, como Sergio del Molino o Jesús Quintero, son personajes secundarios pero relevantes que algo tienen que explicar al respecto. Y lo hacen en estas páginas, y lo hacen en las propias redes sociales tras haberlo deglutido en el santiamén gustoso que dura.
El autor, que no es periodista (y así lo explicita) pero ejerce competentemente como tal, no escatima en preguntas cómodas e incómodas; tampoco en datos que pueden ayudar a entender qué nos está pasando: en fin, suscita un debate más que relevante y propone un ejercicio de empatía para con quienes vuelcan, o sugieren, ideas como forma de vida.
Es un ensayo impecable en este sentido, en el que rastrear al autor no es posible, en el que no hay más remedio que entrar al debate y obviar a la persona. Puede que esto abra una puerta incómoda: ¿Debería haber dicho algo sobre las «mujeres prostituidas»?
La respuesta final, casi obvia al cabo de quinientas páginas, es que no. Algo hubo ahí de autocensura —por sortear el consabido linchamiento—, pero hubo mucho más de ahorrarle a Dillard, a la editorial, a la traducción, al libro, al lector en definitiva, más ruido del que ya le rodea: una nota en la página 39 corría el riesgo de enturbiar todo lo relevante que contenía ese libro. Todo lo que se pueda decir sobre Arden las redes, sobre su autor, sobre el tiempo que vivimos no haría sino desviar la atención que merece su fin último: que hablemos de esto. Ya tocaba.
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Autor: Juan Soto Ivars. Título: Arden las redes. Editorial: Debate. Venta: Amazon, Fnac y Casa del libro
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