Andra moi ennepe, Musa, polytropon…
Al hombre cántame a mí, Musa, al bregado…
Si Menis, la ira, la de Aquiles, era el leitmotiv de La Ilíada, en su segunda Epopeya, La Odisea, la Musa canta a través de Homero al Andra, al Hombre. A Odiseo, al taimado, al baqueteado por los dioses. Al que sufrió incontables desventuras cuando regresaba a su terruño natal, a Ítaca, tras participar en la mayor gesta de su época: la aniquilación de Troya por una coalición de aqueos comandada por Agamenón, rey de reyes.
Durante diez interminables años estuvo Odiseo combatiendo ante los inexpugnables muros de Ilión. Muros que vieron morir a lo más granado de la juventud helena y dárdana: a Héctor, el domador de caballos, a Aquiles, de pies ligeros, al apuesto Paris, al Gran Áyax. Muros que sólo pudieron ser tomados con una añagaza, ideada precisamente por él: el caballo de Troya, preñado de guerreros ocultos en sus entrañas.
La Odisea. Veinticuatro cantos. Doce mil versos. Compuesta según quiere la tradición en una isla griega del Egeo, Quíos, muy cercana a la costa turca. Concebida por un rapsoda ciego, que de villorrio en villorrio llevaba a los palacios de los nobles y a los tugurios de los villanos la lengua de los dioses. Homero, el Aedo. El besado por las musas.
Los eruditos no se ponen de acuerdo sobre su existencia real ni sobre la autoría de las dos grandes epopeyas homéricas. No tiene mayor importancia. Los que amamos sus versos estamos convencidos de que existió y que era tal y como lo pintara Bouguereau en 1874: frisando la senectud, cabellos entrecanos recogidos con una cinta blanca, ojos cerrados para compartir con nosotros su ceguera, algo de tersura aún en su piel, su lira colgada a la espalda. Aferra un bastón con la diestra. La otra mano se la confía a su lazarillo, un efebo de crespos cabellos. Ambos van descalzos y se muestran indiferentes al perro que les ladra.
Homero, que esculpió versos que contagian la inmortalidad a quienes los leen. Homero, que desde su isla natal aventó sus hexámetros por todo el Mediterráneo. Homero, que, en un sublime gesto de humildad, atribuye el mérito de componer sus obras a la diosa, a Calíope, la de bella voz, la musa que vela por los poetas épicos. Él se confiesa sólo un instrumento de la diosa para divulgar entre la raza humana las peripecias de Odiseo.
Y a los sones de su lira cantó por los parajes acariciados por el Egeo sus 12.000 hexámetros. Durante casi 500 años se transmitieron de boca en boca. Los rapsodas de entonces, sabedores de ser depositarios de un don de los dioses, velaron por su conservación y transmisión hasta que, al fin, fueron recogidos por escrito.
Todo está en La Odisea. Como su gemela, La Ilíada, comienza in medias res, a mitad de la acción. Arranca con la invocación a la Musa y una sucinta presentación del argumento, en la que aún no se nos da el nombre del héroe, pero sí el de su patria: Ítaca. Nos muestra a los dioses reunidos en consejo en el Olimpo. A través de sus palabras conocemos que Odiseo (al que se menciona por vez primera en el verso 21) está cautivo de la diosa Calipso, divina entre las diosas. Zeus, soberano supremo de los olímpicos, aprovecha que su hermano Poseidón está ausente para convencer a la asamblea de que obliguen a Calipso a liberar a Odiseo. Lo secunda su hija Atenea, la principal valedora del héroe.
En un salto narrativo digno del mejor filme, la acción queda en suspenso y nos trasladamos a Ítaca a conocer los sufrimientos de Penélope y Telémaco, mujer e hijo de Ulises, acuciados por las demandas de los pretendientes. Dado por muerto el rey, presionan a Penélope para que no le guarde más la ausencia y se case con uno de ellos, a fin de que éste pueda ceñir la corona. Telémaco, veinteañero, soporta a duras penas el asedio de los demandantes, que están devorando la hacienda real. Atenea, travestida en el tutor del príncipe, lo convence para que se haga a la mar en búsqueda de noticias de su padre. Durante 3 cantos más tiene lugar la Telemaquia, las andanzas del joven por Pilos y Esparta inquiriendo sobre el héroe. Concluye el Canto IV con la preparación de una emboscada por los pretendientes para matar al heredero a su vuelta a casa.
En otro magistral salto narrativo, el de Quíos nos lleva al Olimpo. Zeus encomienda a su hijo Hermes que se traslade a la isla de Calipso y le ordene liberar a Odiseo. Por fin en el Canto V nos encontramos cara a cara con él, con el Ulises romano, cautivo, en cárcel de amor, pero cautivo de la diosa. Ésta se resiste a dejarlo partir y le ofrece la inmortalidad y la eterna juventud si se queda con ella. Odiseo le confiesa que Penélope no puede compararse con ella en belleza, que la sabe mortal y presa de los achaques del tiempo. Pero él suspira día tras día soñando con retornar a sus lares.
No lo lleves a mal, diosa augusta, que yo bien conozco
cuán por bajo de ti la discreta Penélope queda
a la vista en belleza y en noble estatura. Mi esposa
es mujer y mortal, mientras tú ni envejeces ni mueres.
Mas con todo yo quiero, y es ansia de todos mis días,
el llegar a mi casa y gozar de la luz del regreso.
Calipso, conmovida, le ayuda a construir una almadía.
(Continuará)
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