Segunda parte de Odiseo, el hombre. Homero, el besado por la musa.
Ulises, que de nuevo ha de sufrir la ira de Poseidón y naufraga, llega a las costas de los feacios, donde lo encuentra Nausícaa, la princesa, y lo lleva al palacio de su padre, que lo agasaja sin forzarlo a darse a conocer. Odiseo prefiere ser prudente, no sabiendo si está en territorio amigo u hostil. Por eso calla sobre su identidad. Alcínoo, el rey feacio, fiel a la costumbre mediterránea, considera un deber para con los dioses la hospitalidad a los viandantes, la filoxenía, el amor al extranjero. Agasaja, pues, a su huésped.
Odiseo, emocionado al escuchar de un aedo el relato de la caída de Troya, decide darse a conocer y relata ante la corte sus prodigiosas aventuras: su partida desde Ilión con nueve naves; sus correrías en territorios de los cicones y los lotófagos; la isla de los Cíclopes, donde Polifemo devoró a varios de sus hombres y sólo consiguieron salvarse cegando al cíclope, lo que acarrearía el encono del padre del monstruo, Poseidón, para con el rey de Ítaca y sus guerreros; la isla de los lestrigones, gigantes antropófagos que devoran a gran parte de sus compañeros; la estancia en las moradas de la hechicera Circe, que convirtió en cerdos a sus guerreros y acabó enamorada del héroe; su descenso a los Infiernos en búsqueda de ayuda para regresar a casa, en los que se encontró, entre otros, a su madre; las aventuras sorteando los peligros de las Sirenas, de las terroríficas Escila y Caribdis; hasta llegar a la pérdida de todos sus hombres restantes, por haberle desobedecido y haber ofendido al dios Eolo comiéndose sus vacas.
Estremece la humanidad de Odiseo en todas sus peripecias. Homero no se recata en mostrarlo llorar en varias ocasiones, como cuando en el Canto XI se encuentra en el Hades a su amigo Elpénor y, sobre todo, a su madre Anticlea, a la que dejó viva en su patria y que murió de tristeza por su asusencia.
Esclarecedor es también el encuentro en el Hades con el héroe supremo de la Ilíada, con Aquiles, el mejor de los hombres argivos en palabras del itacense. Ulises intenta consolarle por estar muerto asegurándole que ha alcanzado gloria imperecedera, a lo que el Pelida responde tajante:
No pretendas, Ulises preclaro, buscarme consuelos
de la muerte, que yo más querría ser siervo en el campo
de cualquier labrador sin caudal y de corta despensa
que reinar sobre todos los muertos que allá fenecieron.
En otro magistral salto en el tiempo Homero nos devuelve al presente. Los feacios llevan a Odiseo a Ítaca, en la que da muestras de nuevo de su inteligencia no dándose a conocer, pues sabe que sería muerto por los aspirantes a su corona al verlo regresar solo. La diosa Atenea lo auxilia una vez más y lo convierte en un pordiosero. Asistimos emocionados al reencuentro con su hijo Telémaco, que ha escapado de la emboscada de los pretendientes.
Lloramos con Odiseo, el hijo de Laertes, al ver cómo su viejo perro, Argo, con 20 años, lo reconoce aun vestido de mendigo y muere feliz por el regreso de su amo. Dejemos que sea Homero, a través de la traducción de J.M. Pabón para Gredos, quien nos relate el encuentro:
Tal hablaban los dos entre sí cuando vieron un perro
que se hallaba allí echado e irguió su cabeza y orejas:
era Argo, aquel perro de Ulises paciente que él mismo
allá en tiempos crió sin poder disfrutarlo, pues tuvo
que partir para Troya sagrada. (…)
mas ya entonces, ausente su dueño, yacía despreciado
sobre un cerro de estiércol de mulas y bueyes. (…)
En tal guisa
de miseria cuajado se hallaba el can Argo; con todo,
bien a Ulises notó que hacia él se acercaba y, al punto,
coleando dejó las orejas caer, mas no tuvo
fuerzas ya para alzarse y llegar a su amo. Éste al verlo
desvió su mirada, enjugóse una lágrima, hurtando
prestamente su rostro
Sufrimos las humillaciones que le infligen los usurpadores, regando nuestras ansias de venganza. Nos acongojamos con el reencuentro con Euriclea, su anciana nodriza, que lo reconoce, al lavarle los pies, por una cicatriz. Asistimos a la prueba del arco y a la matanza de los pretendientes, una vez que recupera su figura. Abrazamos con el alma pendiente de un hilo a Penélope, acariciamos el lecho que él mismo talló sobre un olivo…
Odiseo. Ulises. Su mejor arma, la metis. La astucia. A diferencia de Aquiles supo dosificar su menis, su ira, y dejarla manar en los momentos justos. Pero, cuando afloró, se mostró inmisericorde.
Todo está en La Odisea. Todo nos lo cantó un ciego 2.700 años atrás. La lucha de un Hombre por alcanzar su destino, aunque haya de rebelarse ante los dioses y ser perseguido con saña por alguno de ellos. La camaradería, la hospitalidad, regalo y obligación divina. El hombre que, aun dejándose amar por dos diosas eternamente jóvenes e infinitamente más hermosas que su Penélope, renuncia a ellas. Renuncia, incluso, a convertirse en inmortal por volver a abrazar a su esposa, a pesar de saberla acariciando la vejez. El hombre que aun siendo infiel a su mujer, le es fiel. Que es fiel a sí mismo, a lo que para él es Ítaca. Para el cual ningún manjar es comparable al queso que producen sus cabras ni al tosco pan que hornean sus esclavas.
Odiseo, el hombre, que baja en vida al reino de los muertos. El hombre que ha de morir para revivir más humano. El hombre que se burla de Polifemo haciéndole creer que se llama Oudeis, Nadie, Nemo. El hombre que se mantiene íntegro en las adversidades. Que se enfrenta a cíclopes, sirenas, lestrigones y hasta a dioses. El hombre que por dos veces es hecho naufragar por la cólera de un dios y que es auxiliado por otros hombres. El hombre que ha de perder a todos sus compañeros, renunciar a todos sus botines para encontrarse a sí mismo en su patria. Que no tiene piedad para los pretendientes que, cuales cuervos, han devorado sus despensas, ultrajado a sus familia y servidores, pero que se acongoja al ser reconocido por su perro Argo.
Dichoso aquel que deje navegar sus ojos por los versos del de Quíos. Beato aquel que pueda leerlos en griego paladeando su música.
Afortunado aquel que, como hiciera Konstantinos Kavafis, otro besado por las musas, pudiera comprender el significado verdadero de los versos inmortales y recogerlos en un poema también eterno.
Cuando emprendas tu viaje hacia Ítaca
debes rogar que el viaje sea largo,
lleno de peripecias, lleno de experiencias.
No has de temer ni a los lestrigones ni a los cíclopes,
ni la cólera del airado Posidón.
Nunca tales monstruos hallarás en tu ruta
si tu pensamiento es elevado, si una exquisita
emoción penetra en tu alma y en tu cuerpo.
Los lestrigones y los cíclopes
y el feroz Posidón no podrán encontrarte
si tú no los llevas ya dentro, en tu alma,
si tu alma no los conjura ante ti.
Debes rogar que el viaje sea largo,
que sean muchos los días de verano;
que te vean arribar con gozo, alegremente,
a puertos que tú antes ignorabas.
Que puedas detenerte en los mercados de Fenicia,
y comprar unas bellas mercancías:
madreperlas, coral, ébano, y ámbar,
y perfumes placenteros de mil clases.
Acude a muchas ciudades del Egipto
para aprender, y aprender de quienes saben.
Conserva siempre en tu alma la idea de Ítaca:
llegar allí, he aquí tu destino.
Mas no hagas con prisas tu camino;
mejor será que dure muchos años,
y que llegues, ya viejo, a la pequeña isla,
rico de cuanto habrás ganado en el camino.
No has de esperar que Ítaca te enriquezca:
Ítaca te ha concedido ya un hermoso viaje.
Sin ellas, jamás habrías partido;
mas no tiene otra cosa que ofrecerte.
Y si la encuentras pobre, Ítaca no te ha engañado.
Y siendo ya tan viejo, con tanta experiencia,
sin duda sabrás ya qué significan las Ítacas.
Poema al que magistralmente, en comunión también con la divinidad como Homero, como Kavafis, musicó Lluís Llach en 1975. Ítaca, un humilde islote en el Jónico. Bueno sólo para que pasten las cabras. Lo tiene todo para que un Hombre se sienta, al fin, en paz con los dioses.
Fue de nuevo Kavafis quien puso un contundente y descorazonador epílogo a las aventuras del rey de Ítaca en su Segunda Odisea, que ofrecemos aquí sabia y elegantemente vertida al español por Alicia Morales, profesora en la Universidad de Murcia.
Odisea segunda y grande
acaso mayor que la primera. Pero ¡ay!
sin Homero, sin hexámetros
Era pequeña su casa patria,
era pequeña su ciudad patria,
y toda su Ítaca era pequeña.
El cariño de Telémaco, la fidelidad
de Penélope, la vejez del padre,
sus antiguos amigos, el amor
de su entregado pueblo,
el feliz reposo del hogar
penetraron como rayos de alegría
en el corazón del surcador de mares.
Y como rayos se hundieron.
La sed de mar despertó en él.
Odiaba el aire de tierra firme
Por la noche perturbaban su sueño
los fantasmas de Hesperia.
Le atrapó la nostalgia de viajes,
de llegadas de mañana
a puertos donde, con qué alegría,
entras por primera vez.
El cariño de Telémaco, la fidelidad
de Penélope, la vejez del padre
sus antiguos amigos, el amor
de su entregado pueblo
y la paz y el reposo
del hogar le aburrieron.
Y se marchó.
Mientras las costas de Ítaca
se desvanecían poco a poco ante él,
y navegaba a toda vela hacia el oeste,
hacia Iberia, hacia las columnas de Hércules,
lejos de todo mar aqueo,
de las cosas conocidas y familiares.
sintió que volvía a la vida, que
abandonaba las pesadas cadenas
de las cosas conocidas y familiares.
Y su corazón aventurero
se alegraba fríamente, vacío de amor.
Sin La Odisea no existirían los cantares de gesta. Cervantes no hubiera podido escribir El Quijote. Tolkien no nos hubiera podido hechizar con su trilogía de El Señor de los Anillos.
Ay mi buen Homero, bendito sea el día en el que fuiste besado por la Musa.
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