Caminantes y caminos
Tras mucho tiempo sin tener noticias suyas —tampoco es que él las haya tenido mías—, recibo una llamada de Luis García Jambrina, que al hilo de otras historias me acaba poniendo sobre la pista de un monje alemán del que yo nunca había oído hablar y que escribió, a finales del siglo XV, una guía del Camino de Santiago que se convirtió en todo un bestseller trescientos años después de que Aymeric Picaud pergeñara el célebre texto que compondría el quinto libro del Codex Calixtinus. El 26 de julio de 1495, en el monasterio de Vach, Hermann Künig puso el punto y final a un largo poema en el que resumía las cuestiones que, según el entender que le dictaba su experiencia, podían resultar de interés para aquellos que, como él, se dispusiesen a abandonar sus hogares y encaminarse hacia el sepulcro compostelano. Con un lenguaje sencillo, sin entrar en alambiques innecesarios ni excederse en fórmulas retóricas que distrajesen la atención de lo sustancial, fue indicando los peligros o inconvenientes o abusos que pudiesen acechar a los peregrinos en su itinerario. Lo expuso en primera persona ya al comienzo de su escrito: «Yo, Hermann Künig von Vach, quiero, con la ayuda de Dios, hacer un pequeño libro que ha de llamarse Camino de Santiago. En él quiero describir caminos y sendas y cómo ha de procurarse comida y bebida cada uno de los hermanos de Santiago y también quiero citar las felonías de los taberneros.» Leo ahora sus palabras en una copia que me envía por correo electrónico el propio Jambrina, a las pocas horas de colgarle el teléfono, y compruebo el pragmatismo casi telegráfico con que se refiere a ciudades que constituyen hitos inexcusables de la ruta —en pocos casos les dedica más de dos o tres versos, y esto último con suerte— e incluso a la propia Compostela, a la que se limita a despachar con una oración antes de emprender el regreso. Sin duda esa vocación más utilitaria que estética explica el éxito que tuvo la guía en su tiempo. Conoció varias ediciones y se sabe que fueron muchos los compatriotas que encontraron orientación y aliento en el texto del monje, que no en vano había escrito sus recomendaciones en verso para facilitar su memorización. Tenemos tan domesticado el viaje, nos hemos dado tanta maña en banalizar el asombro al incorporarlo a nuestra cotidianeidad, que nos cuesta imaginar con qué espíritu o qué fuerza de voluntad podía alguien abandonar su casa en la Alemania del siglo XV y echar a andar hacia Santiago de Compostela, un lugar que estaba entonces en el último confín del mundo conocido y al que sólo conseguirían llegar tras una caminata de varios meses, suponiendo que el infortunio no los visitara en pleno empeño. Hace unos años yo mismo me calcé las botas para sumarme a la gran cadena humana que, desde la Alta Edad media en adelante, fue plantando la semilla de una cierta conciencia europea, y cada noche, al acostarme en el hostal o albergue o pensión correspondiente, me dedicaba a fantasear con lo que debían de pensar aquellos peregrinos que, desprovistos de mapa o brújula y sin más certezas que las que pudiesen brindar unas pocas señalizaciones deficientes o las indicaciones de algún lugareño del que tampoco se podían fiar nunca del todo, miraban las estrellas y se preguntaban si estarían en la dirección correcta, si restarían muchos días de camino, si les sorprendería la muerte en pleno tránsito, si no habrían cometido un error irreparable al abandonar sus hogares para salir en pos de un destino del que poco sabían, salvo el hecho nada baladí de que allí tenía su última morada un hombre santo. Conocí en aquellos días a mucha gente con la que he venido manteniendo un trato discontinuo. Siempre recuerdo con especial cariño a un tipo de Detroit que se llamaba Joe y hablaba poquísimo, probablemente por eso nos hicimos amigos enseguida. Dedicaba su vida a seguir la estela de esos peregrinos primigenios, y durante un tiempo me enviaba correos en los que me iba relatando sus andanzas por el mundo, tan exhaustivas como pintorescas. Nos vimos por última vez en la cima del Monte do Gozo, yo volviendo ya de Santiago y él a punto de descender hacia la ciudad. No han vuelto a cruzarse mis pasos con los suyos, pero me he acordado mucho de él mientras leía las advertencias que el buen Hermann Künig lanzaba a los caminantes de aquel periodo en el que el largo medievo se iba difuminando en el amanecer renacentista, y he deseado que ni la pandemia haya conseguido que mi viejo amigo Joe cese en su empeño de cartografiar el mundo entero con sus pies. «Nos encontraremos algún día, caminando», dijo mientras nos dábamos un abrazo y observábamos dibujarse allá al fondo la silueta de las torres compostelanas. Me pareció y me parece la despedida más hermosa que me han brindado nunca.
Amores de ultratumba
Hace bastantes años, un artículo de Javier Marías me llevó hasta una película, El fantasma y la señora Muir, de la que yo nada sabía y en la que jamás habría reparado si él no se hubiese referido a ella como una de las grandes obras maestras de la historia del cine. Se trata de una opinión subjetiva y hasta discutible, toda vez que ni siquiera es la más afamada de las muchas que rodó su director, un Joseph L. Mankiewicz que cuenta en su haber con piezas tan incontestables como Cleopatra o De repente, el último verano. El filme que tanto ensalzaba Marías, y del que yo compré una copia en DVD por ver si estaba justificado su entusiasmo, lo dirigió Mankiewicz en los principios de su carrera —fue su quinto largometraje, y firmó más de veinte— y, pese a que sobre el papel no deja de ser una comedia romántica, una parte importante de su mérito está en la sutileza con que su argumento viaja del terror al melodrama y de allí a la fantasía. La delicadeza que desprende, la magia que irradia la conexión entre las imágenes que se suceden en la pantalla y las palabras que les dan sentido, impiden que quien se sumerge en ella salga indemne. La trama arranca a principios del siglo pasado, cuando una joven viuda llamada Lucy Muir se muda, en compañía de su hija pequeña, a una casa próxima al mar en la que, según dicen los lugareños, habita un fantasma. Se trata del espíritu de un capitán de barco que no tarda en manifestarse para expulsar de sus dominios a la mujer, pero ésta no se amilana y termina plantándole cara, lo que lleva a que se entable entre los dos una relación bien peculiar. Noche tras noche, él le va relatando su vida para que ella la consigne y deje constancia de ella, y en el transcurso de ese contar se va convirtiendo en amor lo que antes había sido curiosidad y afecto. Ambos son conscientes de que la suya es una relación imposible, y la ruptura se antoja inevitable cuando Lucy conoce a un hombre del que se acaba enamorando. El fantasma desaparece entonces para no suponer un obstáculo en los planes de aquélla a quien desea, pero estos se frustran cuando se descubre que el pretendiente en cuestión tiene familia y en ningún caso está dispuesto a abandonarla para emprender una nueva vida. No sabía —o no recordaba— que el guión de la película se inspiraba en una novela que dos años antes había publicado Josephine Aimee Campbell, Leslie bajo el seudónimo de R. A. Dick, y que acaba de rescatar en España la editorial Impedimenta con una cuidada traducción de Alicia Frieyro. No han perdido frescura sus capítulos, ni dejan sus párrafos de aportar nuevos rasgos a las figuras que uno sólo conocía a partir de su traslación al celuloide y que ahora cobran nueva vida al amparo del puro verbo He entretenido varias horas navegando por sus páginas con el mismo ímpetu con el que surcaba el capitán Gregg los mares, y he buscado con avidez la plasmación literaria de ese colofón que en la película sobrecoge y reconforta porque, como todas las mentiras hermosas, nos instala en la convicción de que el único final posible es el final feliz. «El cuerpo de la pequeña señora Muir permanecía sentado muy quieto en la silla, con el rostro ladeado, mirando sin ver el interior de los ojos del capitán Gregg, pintados en su retrato de la pared.» Hay un rasgo que distingue a las buenas historias: por mucho que uno las conozca, por más que las sepa de memoria, no es posible regresar a ellas sin sentir un estremecimiento agradecido, el temblor de la conciencia que se sorprende interpelada y reconocida, la ratificación de que hay narraciones que cumplen una labor tan crucial como encomiable: la de procurar que nos sintamos menos solos.
Javier Reverte, entre fantasmas
Entre los últimos días de agosto y los primeros de septiembre, el escritor Javier Reverte se fue a hacer un viaje por Turquía. Sabía que le quedaban pocas jornadas en este mundo y, como buen viajero impenitente se negaba a desertar sin embarcarse antes en un último periplo. No sé si llegó a ver la edición que Bartleby ha preparado de sus poemas y que acababa de salir de la imprenta en las vísperas de su muerte. Vuelve a emerger, así, la obra poética de Reverte, al que conocíamos y reverenciábamos como narrador y como periodista —en los últimos tiempos, también como defensor de la dignidad del gremio: fue heroica su lucha para conseguir que los escritores pudiesen compatibilizar el ingreso de la pensión que les correspondía como cotizantes con el cobro de los derechos de autor, y la ganó—, y los versos que ahora ven la luz con el título de Hablo de amor entre fantasmas adquieren en esta tesitura, tanto por el momento en que aparecen como por el trasfondo que los alienta, un cierto cariz testamentario. La clave se plantea en la misma dedicatoria —«Dedico este libro a mis queridos muertos: para que no olviden que pronto iré a verles, aunque retrasaré cuanto pueda el encuentro.»— y planea por las distintas partes de un volumen que se presenta compartimentado en cinco áreas temáticas en las que el autor combina acotaciones autobiográficas con exploraciones en torno al sentido de la existencia y a las relaciones con sus semejantes y con el conjunto del mundo, entendido como un espacio tan abierto a la sorpresa como propicio a desencantos. Se diría que supone una novedad esta irrupción en el panorama literario de la poesía de Reverte; aunque eso sea cierto, no lo es menos que lo que encuentra el lector en sus versos no deja de ser una depuración más de esa forma de mirar de la que el autor nos vino haciendo partícipes a lo largo de su carrera dilatada y llena de joyas a las que siempre ha convenido prestar atención. La publicación de Hablo de amor entre fantasmas viene a ratificar, ahora que Reverte ha dejado de formar parte del reino de los vivos, su capacidad para observar las cosas desde un prisma diferente —y, por tanto, inédito— y el talento con que sabía plasmar esa percepción, en el género que fuese y con el estilo que la circunstancia demandase. Hay mucha humanidad en estos poemas que nos ha legado a título póstumo, tanta como nos trasladaba cuando, de regreso de sus viajes, se sentaba en el escritorio para explicarnos que existe una realidad desconocida ahí fuera, y que no hay mejor manera de comprenderla que contarla.
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