Esa es la expresión —ojos de huevo duro— que utiliza la narradora de esta historia, Amaia Gorostiaga, cuando, ciertas mañanas, se mira al espejo donde quedan reflejadas las inequívocas huellas de sus muchas y continuas derrotas. Mejor la ausencia es, sin duda, una de las sorpresas del año. Una novela que nadie espera y que, sin embargo, siembra de esperanza el devenir de la narrativa española, con la presencia de una nueva generación que, como en el conocido poema de Gil de Biedma, ha venido a dejar huella y llevarse la vida por delante.
Impecable estructuralmente, con un capítulo inicial, de apenas diez líneas, a modo de pórtico que nos recuerda a otras dos espléndidas novelas en las se requiere estar muy atento para hallar la conexión de esas palabras preliminares con el resto del relato. A saber: Últimas tardes con Teresa, de Marsé, y El maestro de esgrima, de Pérez-Reverte. Sin olvidar que el recurso ya fue popularizado a través del cine en inolvidables películas como El crepúsculo de los dioses (Sunset Boulevard, 1950) y Más dura será la caída (1956), de Billy Wilder y Mark Robson, respectivamente.
Pero hablar sólo de la estructura, que la autora ha trabajado a base de martillo y cincel, sin dejar ni una sola pieza suelta, es muy poco decir para una novela tan conmovedora, tan repleta de incentivos. Está compuesta de dos partes, una comprendida entre 1979 y 1992, y la otra, titulada “El regreso”, que se extiende a lo largo de 2009. Teniendo en cuenta que Amaia es, casi, la única narradora de la novela, Edurne Portela (Santurce, 1974) se ve precisada a realizar otro gran esfuerzo de imaginación para que el lector crea a pie juntillas que la niña de apenas unos pocos años del principio es la misma que en las páginas finales se deja la piel y el alma para concluir un relato con el que pretende salvarse de su particular naufragio (una familia rota, un divorcio y el fracaso como profesional del periodismo) y entender mejor lo que han sido sus treinta y tantos intensos años de vida.
Ambientada en una población cercana a Bilbao, con algunas páginas sueltas en las que aparece el idílico paisaje gallego, y con un asunto de fondo en donde está presente el terrorismo y quienes lo combaten desde la guerra sucia, la novela de Edurne Portela no va a poder resistir la comparación con Patria, la reciente y soberbia aportación de Fernando Aramburu. Pero, como decía el profesor Antonio de Hoyos, las comparaciones son “ociosas”, y, por lo tanto, cada libro funciona por su cuenta, a su aire, con estilos diametralmente opuestos e intenciones que en nada coinciden. Lo que les une, sin embargo, es la genialidad y sutileza de estos dos escritores y también la excelente administración, en ambos casos, de una terminología de origen vasco que sólo utilizan cuando es necesario, cuando el contexto así lo requiere.
Amaia, desde sus primeros años, cuando apenas es una colegiala que odia ponerse el uniforme y desea integrarse en el ambiente de los mayores, va describiendo, uno a uno, a todos los miembros de su familia. Un padre, Amadeo, un tanto misterioso que nada cuenta de sus maquinaciones, y al que se le acusa de facha, de chivato, de agente del GAL, de trabajar para el enemigo. Un hermano, Aníbal, representante de una generación perdida, aniquilada por la heroína, que, paradójicamente, desde su definitiva ausencia va cobrando vida a lo largo de estas páginas. Kepa, otro de los hermanos, es el más comprometido con la causa vasca. Tanto es así que deja a un lado la vida cómoda de estudiante para convertirse en un activista convencido, con un final que Portela, deliberadamente, no desea explicar del todo. Y Aitor, el intelectual de la familia. El chico solitario que prefiere dar la espantada, huir del ambiente familiar para instalarse en Madrid, en donde le aguarda una mejor suerte. Elvira, la ama, es, probablemente, el personaje más complejo, la gran perdedora. La persona que tiene que soportar las arbitrariedades de un marido violento y los caprichos de unos hijos poco arraigados en el seno de una extraña familia que deambula por la casa sin cruzarse ni una sola palabra, como auténticos zombis.
Amaia va creciendo al ritmo de sus propias lecturas, que es la manera perfecta de ver cómo pasa el tiempo: La isla del tesoro, la colección de Los Cinco, Cien años de soledad, Pantaleón y las visitadoras…, y, a renglón seguido, el Onetti de El astillero, Rulfo y Rosa Montero. Amaia es el bicho raro a la que salvará la literatura y también la creación literaria, su único modo de entender por sí misma ese mundo en el que ha estado atrapada durante casi cuatro décadas. Es, en definitiva, un náufrago en un mundo de locos, a la manera de Andrea en Nada, con quien comparte la eterna curiosidad y su desarrollado instinto de supervivencia.
Pero lo mejor de todo se deja para el final. La tragedia que poco a poco se cierne sobre la familia Gorostiaga coincide, por aquello de las compensaciones de la vida, con el desarrollo de Amaia como escritora. Su amiga Rocío le proporciona el mejor consejo para poder sacar adelante un proyecto literario que, por momentos, parece venirse abajo, con un argumento que ella misma califica como una mierda: “No pienses que es para publicar, sólo escribe”.
Mejor la ausencia, cuyo ritmo narrativo resulta cautivador, es una de esas raras novelas, de las que entran pocas en una década: uno de esos relatos que, tras finalizar su lectura, nos sigue dando vueltas y más vueltas en nuestra cabeza, como si nosotros mismos hubiéramos sido partícipes, testigos en primera fila, de lo que allí sucede. Y, además, de un realismo arrebatador en donde predomina la nostalgia de lo malo.
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Autora: Edurne Portela. Título: Mejor la ausencia. Editorial: Galaxia Gutenberg. Venta: Amazon, Fnac y Casa del libro
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