De José Luis Olaizola se puede hablar bien, muy bien, excelentemente, sin necesidad de incurrir en ninguna mentira. Es un gran escritor, pero quizá sea aún mejor persona, lo cual se lo pone difícil a su prosa.
Yo me imagino a José Luis, perfectamente, vestido como uno de esos caballeros del Siglo de Oro, esos caballeros de la época de Cervantes, de Lope, de Quevedo, con su sombrero lleno de plumas, porque José Luis es un caballero, total, una de esas personas raras de encontrar en nuestro tiempo.
José Luis tiene la sabiduría de la sensatez, de la humildad y del buen sentido. He tenido la suerte de convivir con él mucho tiempo gracias a nuestra común pasión por el tenis, y puedo dar fe de lo que he dicho. Buena persona, buen escritor, hombre sabio y humilde —una cualidad que yo admiro mucho, porque me falla a menudo—, es el perfecto amigo, sobre todo si uno es escritor y busca siempre aprender del mundo y de las personas.
Recuerdo que cuando leí por primera vez Juana I de Castilla —que cuando apareció en Planeta se tituló Juana la Loca— me gustó mucho. Creo que lo leí en 2008, en el proceso de documentación de mi novela Fernando el Católico: El destino del rey, publicada por la misma editorial, Imágica, que lo ofrece ahora. Y me ha vuelto a gustar mucho: está muy bien documentado, muy bien escrito.
Decía Rafael Borrás, editor de Olaizola en Planeta, en el tomo segundo de sus memorias, La guerra de los planetas, que Olaizola era uno de los autores más “solventes” de la colección Memoria de la Historia, y que conjugaba muy bien el rigor histórico con lo novelesco.
Olaizola ha escrito muchos libros históricos, dos de ellos ya los ha reeditado Alberto Santos, y yo he tenido la suerte de presentarlos, hace tan sólo un año: una novela sobre Elcano y otra sobre Don Pelayo.
Olaizola es claro, directo, sencillo, envolvente en su forma de narrar. No sólo cuenta, también expone. Él quizá no lo vería así pero también ejerce en estos libros históricos cierto tipo de ensayismo, muy sutil sin embargo.
Se documenta lo justo para que la información no perjudique la fluidez del relato, todo lo contrario, para que lo haga fluir mejor. Busca los libros clave que le pueden ayudar mejor a hacer estos libros históricos, y con ellos construye su narración. Con ellos y con su talento de escritor, de escritor y de “fabulador”, como diría él. A mí me dijo, en uno de nuestros partidos de tenis, que, al escribir estos libros históricos, cuando no sabía algo se lo inventaba.
Él siempre ha tenido conciencia de escribir novelas, porque se considera novelista, no biógrafo ni historiador, ni ensayista. Pero siempre, como ha dicho en más de una ocasión, respeta el marco histórico.
Olaizola escribe para deleitar a los lectores, a amplias capas de la sociedad. Es un escritor de fácil lectura, mucho más profundo en el fondo que en la forma. Es decir, dice mucho pero lo dice de forma llana. En todo esto me recuerda a Arturo Pérez-Reverte, otro escritor actual que me gusta mucho.
Es un escritor que escribe por amor a la escritura, por necesidad, como un auténtico escritor, y si no le pagaran nada también lo haría, como demuestran sus artículos de las hojas parroquiales de Las Lomas, muchísimos artículos durante muchísimos años. Esos textos los escribía como cristiano.
Yo leí muchos de ellos antes de conocerlo personalmente. Pero ya había leído Cucho, delicioso libro infantil en el colegio, en el San Pablo CEU de Montepríncipe, donde estudié desde los 4 a los 18 años, colegio del que recuerdo mucho, entre otros muchos detalles, las buenas lecturas que recomendaban en clase.
Olaizola es un escritor para disfrutar por cómo dice las cosas y por las cosas que dice. Además, es un escritor para disfrutar de su personalidad, de su humildad y de su sabiduría. Escribe con serenidad, con elegancia. Con llaneza y sencillez, como he dicho, pero todo esto produce en el lector un gran disfrute estético e intelectual.
El año pasado, después de presentar sus libros sobre Elcano y Pelayo publiqué en la revista Zenda un artículo titulado “Olaizola, cuando el escritor es la persona”, donde trataba sobre estas cualidades suyas.
Olaizola tiene fama de muy buena persona. Hace unos años, poco antes de que muriera, fui a visitar varias veces al escritor, catedrático y editor Antonio Prieto, mi querido profesor, editor precisamente de Planeta en la época en que Olaizola fue autor de la editorial, miembro del jurado que le otorgó el Premio Planeta por La guerra del general Escobar en 1983. Pues bien, al mencionarle yo a Prieto el nombre de Olaizola me dijo inmediatamente: “Muy buena persona”.
Su talento literario y sus cualidades humanas funcionan en él como vasos comunicantes, y de esto se benefician mucho sus libros, sus artículos y todas las personas que tenemos la suerte de convivir con él.
Nos encontramos, pues, ante un escritor con don de la escritura —como algunas veces hemos hablado él y yo—, que aprendió a leer mirando cómo lo hacían sus hermanos, y que escribe desde niño con gran afición y soltura… y nos hallamos ante un muy buen hombre. Ambas cosas se alían muy bien en él. Y por otro lado, que es el mismo, porque confluyen en la obra que nos ocupa, tenemos en este caso un libro apasionante, escrito con gran sensibilidad y pulso narrativo, pulso literario: Juana I de Castilla.
Me parece un gran acierto, aparte de una rehabilitación muy necesaria, justicia histórica, haber cambiado el título de esta obra: de Juana la Loca a Juana I de Castilla. Ya padeció lo suficiente esta mujer, admirable mujer, como para encima pasar a la historia como Juana la Loca.
Juana la Loca de Amor, la llamó el pueblo en su tiempo. A mí me gusta llamarla, con algo de desafío, “la reina Juana”. Me alegra mucho que los editores de Imágica compartan esta sintonía, y sería maravilloso que otros hicieran lo mismo.
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