“Es imposible comunicar la sensación de vida de una época determinada de la propia existencia, lo que constituye su verdad, su sentido, su sutil y penetrante ausencia. Es imposible. Vivimos como soñamos… solos”. Joseph Conrad, (El corazón de las tinieblas).
Lo que un libro transmite no solo depende del autor, sino también del bagaje personal que el lector utiliza para dar sentido a lo leído. Sin embargo, siempre queda una sensación que subsiste y hace que no seamos los mismos al pasar la última página. Así, cuando una novela es adaptada a la gran pantalla, nos encontramos con películas que, a pesar de parecer muy distintas, transmiten lo que emana del texto original.
Es el caso de El corazón de las tinieblas, de Joseph Conrad, la fascinante historia sobre cómo el capitán Marlowe remonta el río Congo en busca del señor Kurtz, el idolatrado jefe de una explotación de marfil. Un particular descenso a los infiernos de la colonización, y por ende, a los horrores de que el hombre es capaz. Si bien admiro profundamente a Conrad, no me importa que su texto no sea respetado punto por punto, mientras su esencia permanezca.
La última interpretación de la novela es Ad-Astra, una cinta de ciencia-ficción en donde Marlowe se transmuta en un Brad Pitt en busca de su padre, que, como el señor Kurtz, parece haber perdido el juicio en algún lugar cerca de Neptuno. Para llegar a él, en vez de un río deberá atravesar buena parte del sistema solar. Aunque el escenario se sitúa en un futuro cercano, llama la atención que, para desplazarse sobre la Luna, se utilicen casi los mismos vehículos de las misiones Apollo. O que el inquebrantable protagonista (un estupendo Brad Pitt, todo hay que decirlo) pase el largo viaje flotando, ingrávido, sin valerse de técnicas como la gravedad artificial o la hibernación. Incoherencias aparte, lo que importa es el fondo: una reflexión sobre las relaciones humanas. Y ahí es donde, gracias al relato de Conrad, la película encuentra su sentido: en la forma en que el viaje iniciático cambia la psicología del personaje y en cómo, en el más recóndito de los lugares, alejado de cuanto nos convierte en seres civilizados, se revela lo peor de cada uno.
Pero la adaptación de El corazón de las tinieblas por excelencia es Apocalypse now, de Francis Ford Coppola, una inteligente actualización de las ideas que Conrad quiso transmitir. El horror provocado por la colonización y la explotación de marfil encuentra su homólogo en la guerra de Vietnam, donde todo parece estar permitido por el simple hecho de suceder en una tierra lejana, bajo el amparo de un despropósito colectivo. La magnífica banda sonora y el desfile de hipnóticas, y duras, imágenes nos llevan a ese corazón del sin sentido, para sufrir el desasosiego que quita el sueño al protagonista. Ahí queda el vibrante primer tercio de la película, en que el crepitar de los helicópteros nos sacude el estómago; el bombardeo con la Cabalgata de las valkirias, de Wagner, de fondo; la enorme interpretación de Marlon Brando, un perfecto señor Kurtz, encarnación de los estragos que la barbarie y el exceso de poder pueden causar en el hombre, o míticas frases que forman ya parte del subconsciente colectivo.
Todo esto viene a cuento porque hace unos meses tuve la suerte de ver la última versión de Apocalyse Now, presentada por el mismísimo Francis Ford Coppola. Fue durante el Festival Lumière, que organiza cada año la ciudad de Lyon (no olvidemos que fue aquí donde los hermanos Lumière inventaron el cinematógrafo) y en donde solo hay un premio, que no recae en una película, sino en un homenajeado cuya larga trayectoria ha dejado huella en la historia del cine. Durante diez días, las salas de la ciudad proyectan clásicos de todos los géneros. Retrospectivas, noches temáticas, películas comentadas por directores y protagonistas…
La inconfundible melodía de El Padrino sonaba cuando Francis Ford Coppola, Prix Lumière 2019, apareció, reconocido por los aplausos del público. Entrado en años, el aire cansado y muy delgado. El auditorio mostraba su admiración hacia el visionario que se apoyó en la literatura para llevarla más allá de lo que es capaz de sugerir y nos demostró que el cine tiene sus propios medios para transmitir sensaciones y completar nuestra limitada percepción del mundo. Nos rendimos ante el maestro, aplaudimos hasta que nos dolieron las manos y reconocimos que, a veces, el olor a napalm por la mañana es más reconfortante que el café.
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