Cuando se duerman las cosas
esperando la mañana,
recuerdas aquellos tiempos,
barro en las trincheras… agua,
frío de nieve en el cuerpo…
siempre frío, frío y agua.
Pero el corazón hirviendo
lleno de amor hacia España.
José Hierro. «Miaja». (1937)
La relación de los españoles con su historia se merece un adjetivo que no voy a inventar a estas alturas, porque ya existe, y no es otro que valleinclanesco, es decir, esperpéntico, en sus acepciones de grotesco y, sobre todo, de desatinado.
¿Qué otra cosa cabe decir de un país que, habiendo realizado la mayor empresa que nadie acometió jamás en la Edad Moderna, en extensión y en calidad, como fue la conquista y civilización de América, se permite el lujo de denostarla de forma periódica y contumaz? Nada importa que hayamos creado las primeras imprentas y universidades en aquellas tierras, décadas antes de cualquier otra potencia europea; que se estableciera desde el mismo descubrimiento un sistema de protección del indígena o que se adoptara con la mayor naturalidad el mestizaje. Y todo ello sin parangón en el mundo civilizado.
Nada importa cuando lo que nos gusta resaltar son siempre las sombras antes que las luces. ¿Cabe duda de que siempre las habrá en toda obra humana? Pero resulta llamativo que, del mismo modo que nadie resalta lo peor de su currículo como carta de presentación o ninguna mujer elige su peor vestido para acudir a una cita amorosa, nosotros siempre estamos empeñados en hurgar en nuestras miserias, en lugar de resaltar las innumerables ocasiones en que, unidos ante un objetivo común o liderados por un jefe carismático —llámese Trajano, Pelayo, Isabel, Cortés, Lezo, Gálvez, Agustina o Prim— brillamos en la historia.
Incluso en los peores momentos de nuestro pasado, siempre encontraremos algún ejemplo de dignidad o de abnegación, de un comportamiento que arrojó luz a las tinieblas, como el lema de aquel regimiento que se sacrificó en tierras africanas en 1921: Cabalga como el sol, disipa las nubes a su paso. Y es que en tiempos extraordinarios es cuando se manifiestan las personas extraordinarias. Y siempre son las personas, notables o sencillas, las que marcan la diferencia, las que cambian la historia. Y ahí siguen, esperando que nos acordemos de ellas.
Sinceramente, creo que es, como mínimo, igual de interesante y, por supuesto, bastante más enriquecedor, hablar de esas personas que dejaron el mundo mejor que se lo encontraron. Y conviene que mostremos un menor empeño en refocilarnos en nuestros vicios y pecados capitales, que son muchos y ya sobradamente conocidos. Y que dejemos de asociar recordar lo bueno de nuestra historia con ser de derechas.
Es oportuno aquí tratar del caso de las series y películas, pretendidamente históricas, que acostumbran a producirse en nuestro país. Mayoritariamente, se centran en aspectos negativos, siniestros o desagradables de nuestro pasado. No seré yo quien niegue el valor higiénico de hacer autocrítica, pero ¿cuándo veremos en una película, por ejemplo, a alguno de aquellos que pusieron en riesgo su propia vida por salvar a sus compatriotas que pensaban diferente?, ¿o algo sobre aquellos que se sacrificaron por su rey y por su patria, cumpliendo la misión recibida? Hay tantos ejemplos en las páginas de nuestra historia que la mínima comparación con lo que se hace en países de nuestro entorno produce sonrojo y envidia.
Por suerte, en alguna parcela cultural, con muchos seguidores en algún caso y con menos en otros, hay quien se acerca a episodios y personajes de nuestra historia de forma diferente. Otros autores interesantes se aproximan mediante la novela o el ensayo de divulgación, mientras que algunos lo hacen en ese mundo conocido como el «octavo arte», el cómic. Desgraciadamente, los que intentan ser ecuánimes suelen terminar recibiendo palos de uno y otro lado o, como diría Juan Eslava Galán, haciendo una historia que no va a gustar a nadie.
Aun así, un puñado de editoriales y jóvenes artistas e investigadores trabaja heroicamente por poner en el mercado nuevos lanzamientos para un público, quizás minoritario, pero agradecido y fiel. En otros casos son reediciones, como la obra sobre la Guerra Civil de Antonio Hernández Palacios (1921-2000) que ha lanzado la editorial Ponent Mon. Son cuatro historias, ahora publicadas en dos álbumes, Eloy y Gorka, que son los nombres de sus dos protagonistas, dos simples soldados. La edición recoge el trabajo originalísimo del autor, que tiene la virtud de ofrecer una visión bastante aséptica de lo que fue la vida del combatiente de a pie; todo ello con una calidad y definición de color e imagen extraordinarias.
No le interesan a Palacios las cuestiones ideológicas, sino narrar lo que vivieron en primera línea los combatientes, en este caso los republicanos, con una asombrosa fidelidad documental que nos envuelve y nos traslada al mismo frente de la lucha. Esa es, quizás, la mayor virtud de esta obra, que es un claro ejemplo de cómo hay que afrontar la divulgación de nuestro pasado más espinoso.
Palacios creó su Eloy en 1979, hace ya cuarenta años, como homenaje a todos los que sufrieron la Guerra Civil. La reedición de este año nos recuerda una perspectiva que nos parece más actual y necesaria que nunca.
Y al hilo de estos ejemplos, causa perplejidad, si consiguiéramos contemplarlo con unos ojos desprovistos de la omnipresente política, el cómo se está «olvidando recordar» el ochenta aniversario del final de la Guerra Civil.
Se puede objetar que después de aquel final siguió un período oscuro y negativo, afirmación que no es este el momento ni el espacio para valorar. Pero, aunque la guerra del 36 al 39 fuera la peor de las posibles, como corresponde a toda contienda civil, parece lógico conmemorar su final, como se acostumbra a hacer con cualquier mal, cuando este se acaba.
El mes de abril de 1939 significó la victoria para unos y la derrota para otros, con todas sus consecuencias. Para no pocos, fue el comienzo del exilio. Un exilio del que no todos, aunque sí muchos, afortunadamente, pudieron regresar antes o después. Tocaba empezar a hacer recuento de víctimas y verdugos; era tiempo de enterrar a los muertos, el pasado, los horrores vividos, el miedo. Para otros, fue momento de olvidar —forzosamente— a los que yacían en alguna cuneta.
Pero también es cierto que para la mayor parte del pueblo español fue nada más ni nada menos que eso: el final de una guerra, el final de una de las mayores miserias que puede sufrir la sociedad. El fin de las sirenas que anunciaban los bombardeos y, sobre todo, el principio del fin de la angustia por los seres queridos, ya fuera en el frente o en la retaguardia.
Aquel abril del 39 fue el tiempo de empezar una nueva etapa. Una etapa que sería dura para la mayoría, porque el país estaba en ruinas y muchos sufrieron represión y persecución, pero detrás de la que, a pesar de todo, aguardaban la esperanza y la luz. Esa esperanza y esa luz que culminó en la transición, cuando se llevaron a cabo ejemplares muestras de reconciliación por parte de ambos bandos y se legislaron acciones de reparación.
Parecería lógico que, pasados ya ochenta años, cuando apenas queda un puñado de antiguos combatientes vivos —que, paradójicamente, suelen ser los primeros dispuestos al acercamiento con el otro bando—, hubiera llegado el momento para, simple y llanamente, recordar.
En 1913, cincuenta años después de la guerra civil que desgarró los Estados Unidos, se realizó la mayor reunión de veteranos de ambos bandos, aunque tiempo atrás ya se habían realizado algunas. En esa fecha se acordó erigir un monumento colectivo en el campo de batalla de Gettysburg. En su base se grabó la inscripción: «Paz eterna en una nación unida». Pocos años después, Franklin D. Roosevelt, durante la inauguración del Monumento al Soldado en San Luis, Misuri, en 1938, declaró:
No construimos monumentos a la guerra. No construimos monumentos a las conquistas, construimos monumentos para conmemorar el espíritu de sacrificio en la guerra, un recuerdo de nuestro deseo de paz. La memoria de aquellos a quien la guerra llamó a la posteridad nos inspira a dedicar lo mejor de nosotros al servicio de la nación en tiempos de paz. Que la belleza del monumento que se levanta en este lugar inspire a futuras generaciones con el deseo del servicio a sus compatriotas y a su país.
En nuestra España actual parece que la politización imperante nos despoja de la sensatez necesaria para hacer posible algo parecido, incluso muchos años después.
Tocaba recordar este año a los millones de hombres (la República movilizó 1,7 millones de reclutas en 28 reemplazos, mientras que sus enemigos movilizaron a 1,2 millones en 15 reemplazos) que fueron enviados al frente de combate, en ocasiones con menos de 17 años cumplidos. Pero también a las personas que fueron objeto de la intolerancia por sus ideas o religión o sufrieron venganzas personales en pueblos y ciudades. A las madres, mujeres o hijos que esperaron en silencio el regreso de sus familiares del frente. A los que intentaron parar la injusticia y el crimen en las retaguardias. A las mujeres que vistieron un delantal blanco y marcharon a los hospitales. A los que fueron sacrificados como símbolo de uno u otro odio, como Lorca o José Antonio. A una gran mayoría que no quería significarse, pero que tuvo que elegir y que se vio envuelta en la lucha desencadenada, en ambos bandos, por los que antepusieron las diferentes ideologías a las personas, los propios intereses a los colectivos. Por los que creyeron que una revolución de derechas o de izquierdas solucionaría unos problemas enquistados o por los que desataron la violencia y rechazaron todo diálogo.
Es tiempo ya de homenajear, sin distinción de banderas, a todos los que —extranjeros o españoles— lucharon limpiamente por sus ideales o, simplemente, cumplieron con lo que les dijeron que era su deber. Es justo y es necesario, casi podría decirse que es el deber de nuestra generación. Nuestra generación, cuyos padres y abuelos vivieron la guerra en primera persona y tuvieron que sacar adelante su vida y su país mientras cicatrizaban las heridas que tenían en el cuerpo y en el alma.
Aún quedan unos meses para que este 2019 no sea una nueva ocasión perdida para reconciliarnos entre nosotros y con nuestra propia historia. Para hacer que la condena valleinclanesca se vaya disipando, «cabalga como el sol», al igual que se vayan abriendo las nubes, cerrándose viejas heridas y realzándose más las luces de nuestro pasado.
Quizás aún no sea demasiado tarde.
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Autor: Antonio Hernández Palacios. Título: Eloy. Editorial: Ponent Mon. Venta: Amazon, Fnac y Casa del Libro
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