La editorial Hoja de Lata recupera una nueva novela del gran representante de la llamada Nueva Épica Italiana, un subgénero literario que pretendía convertir en epopeya las historias protagonizadas por los don nadie de la Historia. El protagonista de esta nueva entrega es un paria que acaba trabajando como agente infiltrado para la Agencia de Detectives Pinkerton.
En Zenda reproducimos las primeras páginas de One Big Union (Hoja de Lata), de Valerio Evangelisti.
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Prólogo, 1877
1.Tras la Comuna de San Luis
Robert William Coates estaba a un lado, un poco aturdido, sujetando por el cañón su mosquetón Enfield 1861. Quién sabe si tendría que usarlo. Esperaba que no, temía que le estallara entre las manos. El armamento distribuido por el Comité de Salud Pública no era de lo mejor. Abundaban las escopetas de caza y los revólveres anteriores a la guerra de Secesión. Los patrones se mostraban tacaños incluso para defenderse.
Afortunadamente, los demás insurgentes no parecían tan valientes. Estaban apiñados frente al Schuler’s Hall, sin mostrar intención alguna de reaccionar. Colgaban del edificio, bajo una gran bandera estadounidense y otra roja, los estandartes de lo que habían definido como «la Comuna de San Luis». Una pancarta del Partido de los Trabajadores de Estados Unidos, tendida entre dos columnas del edificio de tres plantas, anunciaba la toma del poder por parte de la clase obrera y trabajadora. «La Comuna», como la tildaban los enfurecidos periódicos locales recordando lo que había sucedido en Francia en 1871. Entre finales de la primavera y principios del verano de 1877 se habían establecido otras comunas en Chicago, en Nueva York y en muchas otras localidades, aprovechando el tirón de una huelga de ferroviarios. Los trabajadores de todas las categorías estaban decididos a tomar el control de los lugares de donde procedía su sufrimiento. Reclamaban la jornada laboral de ocho horas.
—Nos vamos a asar de calor —le dijo Coates a un miliciano que tenía al lado y que estaba sudando tanto como él—. ¿Cuándo se decidirán a dejarnos atacar?
—Mantén la calma, muchachito —respondió su interlocutor, un hombre robusto y bigotudo que llevaba abrigo y bombín, como buena parte de los no uniformados allí presentes—. ¿Dónde te han reclutado, en una guardería?
Coates, profundamente ofendido por esa alusión a su pubertad, no contestó. Era cierto que solo tenía catorce años, pero si le habían dado un fusil significaba que lo necesitaban. Además, en la compañía ferroviaria del general James Harrison Wilson, donde primero estuvo como chico para todo, después como aprendiz de guardafrenos y finalmente como mecánico, él trabajaba más duro que el burgués que ahora lo trataba como a un niño. El propio Wilson había reparado en ello y lo destinó a las oficinas de Ferrocarriles de San Luis y el Sudeste para llevar el papeleo. Hasta que, un par de días atrás, le puso entre las manos un Enfield obsoleto pero que aún funcionaba.
«Cuento contigo, muchacho —le dijo—. En el Club de Tiro de San Luis te enseñarán cómo usar este arma contra los peores canallas de la ciudad. Eres espabilado y aprenderás rápido. Haz buen uso de ella cuando llegue el momento». Esas palabras, pronunciadas por un héroe de la guerra civil, ascendido a general por el mismísimo Sherman, halagaron a Coates hasta el punto de que se ruborizó. Ahora estaba dispuesto a hacer cualquier cosa —incluso a soportar el calor y las burlas de sus compañeros de más edad— con tal de volver a ver una sonrisa en el rostro benévolo de Wilson, el magnate más generoso y paternal de Estados Unidos.
Pasó a caballo el alcalde Henry Overstolz, visiblemente satisfecho. Tiró de las riendas para detenerse un instante frente a la milicia civil.
—Muy bien, amigos míos —dijo sonriendo—. El ejército se pondrá en movimiento de un momento a otro. Seguidlo a una distancia prudente y no corráis riesgos. Parece ser que los comunistas están desarmados, pero nunca se sabe. Si no disparan, emplead sobre todo la culata. O la bayoneta, si fuera indispensable. Es mejor evitar un derramamiento de sangre como el que se produjo en Chicago o en Pittsburgh. Se cagarán de miedo, sobre todo sus cabecillas.
Coates miró a los enemigos mientras Overstolz se alejaba. Eran numerosos, pero daba la sensación de que se trataba de una masa de parias. Vestían ropa remendada y llevaban sombreros de paja. Había bastantes negros que trabajaban como sirvientes en los barcos de vapor. Ese era el detalle más repugnante: negros en rebeldía, insolentes y convencidos de que tenían derechos. Se veía ahí toda la hipocresía del Partido de los Trabajadores, que decía que odiaba a los negros y en San Francisco organizaba linchamientos de chinos, culpables de robarles el trabajo a los blancos y de conformarse con salarios de miseria, y aquí, en cambio, se servía de ellos como mano de obra para sus manejos.
Las únicas armas visibles eran unas picas que llevaban clavadas hogazas de pan, símbolo de la revuelta, y algunos palos. La chusma se giraba de vez en cuando hacia el Schuler’s Hall gritando en diferentes idiomas: «¡Rifles! ¡Rifles!». Estaba claro que ese era el motivo por el cual la muchedumbre no se movía de la plaza: una explanada en el centro de uno de los peores barrios marginales, rodeada de casuchas.
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Autor: Valerio Evangelisti. Título: One Big Union. Traducción: Francisco Álvarez. Editorial: Hoja de Lata. Venta: Todos tus libros.
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