La estrategia de Netflix cuando entra en terrenos pantanosos es agachar la cabeza y correr tan deprisa como sea posible. Y One Piece, la ambiciosa adaptación a imagen real del anime del manga de Eiichirō Oda, corre deprisa en una ciénaga de peligros. Por eso es un milagro que tras el fracaso de Cowboy Bebop, otro manga adaptado por la plataforma cancelado poco después de su estreno, la que aquí nos ocupa haya salido lo bastante airosa como para conseguir contentar bastante a casi todos.
Otra cosa es que la pretensión de adaptar a imagen real un dibujo animado, o un cómic, funcione a las mil maravillas. El resultado visual de One Piece es un tanto extraño, y lo grotesco y chocante de sus caracteres, decisiones y situaciones no goza de la cohesión debida. A medio camino entre el manga y el anime, las necesidades de satisfacer al fan acérrimo pero también atraer a las masas, de moverse entre el dibujo animado y la imagen real, el entretenimiento infantil y el adulto y hasta de Oriente y Occidente, la serie camina por el delgado y peligroso filo del fracaso, de parecer un episodio más sofisticado de Power Rangers que una aventura consistente. Era una misión difícil, nadie pretende quitarle mérito.
Porque One Piece, serie gritona y perturbada como es, funciona gracias a la candidez que desprenden sus personajes, la habilidad para moverse muy rápido por un mundo que presumimos extenso y la seguridad que despliega a la hora de abordar una mitología no particularmente compleja, pero desde luego sí prolífica. Las histriónicas redes sociales, siempre dispuestas a hacer leña de un árbol caído, parecen haber consentido con un producto pletórico de buen humor que disimula su ambición con ganas de gustar, satisfecho de sus rarezas pero nunca presuntuoso o indulgente. Menos es nada, y por eso One Piece se merece ser aplaudida como un éxito.
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