En 1980 Eduardo Galeano le preguntó a Juan Carlos Onetti si los diarios uruguayos podían publicar su nombre, a lo que Onetti respondió: «…Hasta no hace mucho, los libreros no se animaban a poner mis libros en los escaparates y en los diarios yo estaba negado. Los chicos de El Día, que es el único lugar donde se puede decir algo, ponían: “Como escribió el autor de La vida breve…” y los tipos pensaban que era Manuel de Falla,..». ¿Cuál había sido el pecado?: «Presidir un jurado de literatura y premiar un cuento que la dictadura consideró pornográfico». Resultado: tres meses de cárcel. Después vendría el exilio en España.
Onetti mantiene una lenta pero intensa dedicación a la literatura, con libros que confirman su vigorosa personalidad literaria, además de un Premio Cervantes en 1980. Un largo camino desde su primera novela, El pozo (1939) hasta los Cuentos Completos (Alfaguara, primera edición en 1994), en los que me he basado para escribir este post.
Mientras el poder cambiaba de manos en su país, Onetti saltaba el charco sin mirar hacia atrás –Santa María al fondo de sus más recónditos recuerdos— y entraba en el Madrid de la reconversión cultural e ideológica. Pronto dejó de interesarse por las cosas de afuera y la ciudad se le quedó reducida al estrecho marco de su ventana. Colocó en su mesilla de noche el tabaco y la botella, y se acostó para siempre: «Si camino, es peor. Ya probé. Una vez», dijo.
Onetti ha creado a lo largo de su obra un universo literario ruinoso, desesperanzado y críptico llamado Santa María, en el que el sutil tratamiento del tiempo y del espacio hace que sus historias parezcan flotar en un plano irreal.
La atmósfera de estos relatos —como en sus novelas— planea entre lo cotidiano; la rutina y la inercia mueve a sus personajes, amordazados a una existencia vacía y gris y a la sordidez en la que viven, aman o mueren. Son personajes que se niegan a la resignación, pese a vivir invadidos por un hondo pesimismo.
Hay permanentes desencuentros a causa de una especie de malentendido existencial cuyo destino es la incomunicación y la soledad, como en el cuento “El posible Baldi”, en que el protagonista habla con una mujer que le aborda en la calle y le pide que le cuente cosas de su vida. Baldi, en un transformismo brutal «contra una lenta vida idiota», convierte su pasado en un cenagal de acciones horribles e indignas, como, por ejemplo, el tiempo que dice haber estado en Sudáfrica: «No necesitaba saber inglés porque las balas hablan una lengua universal. En Transvaal, África del Sur, me dedicaba a cazar negros».
Todo va surgiendo en él a modo de peldaños oníricos de una existencia que odia. Como Baldi, los demás personajes onettianos parecen ser devorados por el tedio que marca sus vidas en un mundo complejo y recurrente, tanto en los temas como en el perfil de algunos de sus personajes —Díaz-Grey, Brausen—. Santa María configura el lugar mítico en ese sombrío ciclo literario en el que la desesperanza es una parábola sobre el mundo.
Relaciones herméticas
Las relaciones amorosas en los relatos de Onetti son de una complejidad agobiante, a veces enfermiza, a menudo con consecuencias fatales. En “Bienvenido, Bob”, por ejemplo, narrado en primera persona, pueden observarse esas relaciones herméticas y difíciles tan características: el joven Bob prohíbe al narrador casarse con su hermana. Según él, es viejo. Tiempo después, Bob se ha convertido en Roberto, un hombre acabado, y el narrador masca su venganza viéndole en la ruina humana que ahora representa.
He aquí alguna de sus rotundas frases: «Ahora se llama Roberto y se emborracha con cualquier cosa, protegiéndose la boca con la mano sucia cuando tose…», o «… Usted no se va casar con ella porque es viejo y ella es joven. No sé si usted tiene treinta o cuarenta años, no importa. Pero usted es un hombre hecho, es decir deshecho, como todos los hombres a su edad cuando no son extraordinarios». En otro momento el narrador dice no haber amado a mujer alguna con la fuerza con que él ama su ruindad (la de Roberto), «su definitiva manera de estar hundido en la sucia vida de los hombres».
Si en “Justo el treintaiuno”, Onetti, después de meternos de lleno en el sórdido ambiente del protagonista, nos salva con un final tímidamente esperanzado en la respuesta que Frieda le da al narrador cuando le pide dejar la prostitución: «Como quieras» -dijo-. «Dame otro trago, vamos a festejar el año», en “El infierno tan temido” el ejercicio del horror cotidiano vuelve a la carga. La crueldad de Gracia César, la mujer de Risso, que le envía desde distintos lugares fotografías suyas al lado de diferentes hombres que elige para su venganza, es uno de los cuentos en el que la carga existencialista, el amor, la angustia, la crueldad y la decadencia moral se multiplican hasta el paroxismo. Poder leer “Un sueño realizado”, “La casa en la arena”, “Tan triste como ella”, o cualesquiera de estos cuentos completos, a los que se añaden dos inéditos, constituye una espléndida ocasión para reencontrarse con un maestro indiscutible de la literatura.
Onetti hablaba de Balzac, Henry James o Melville como novelistas a los que siempre volvía. Entre todos dijo entregarse más a Faulkner, del que acababa diciendo: «Yo he leído páginas de Faulkner que me han dado la sensación de que es inútil seguir escribiendo». Afortunadamente no ha sido así y Juan Carlos Onetti continuó, con la lentitud conocida, enviando mensajes. Sus novelas y cuentos sirven para confirmar que estamos ante el creador de la más intensa geografía moral de nuestra literatura, uno de los mejores escritores en nuestra lengua.
Hay un volumen dedicado a Julio Cortázar que en 1980 publicó la revista Cuadernos Hispanoamericanos (en aquel tiempo la dirigía José Antonio Maravall y era subdirector Félix Grande -qué grande su Blanco spirituals-) que incluye una carta que Onetti le escribe a Cortázar, plena de amistad y de crítica al establishment.
CARTA A JULIO CORTÁZAR
Después de varios intentos acepté mi congénita capacidad para escribir críticas en materia de literatura. Terminé por decirme que escriban ellos. Y es seguro que en este número de justo –ya era imprescindible– homenaje que dedica Cuadernos Hispanoamericanos a Julio Cortázar habrá muchos de ellos y un alto porcentaje de estudios estructuralistas, considerando que la moda aún no ha muerto y que permite pasar momentos felices a los lectores.
De manera que sobre Julio solo puedo escribir una carta amistosa como contribución humilde al homenaje; y una carta breve, historieta con obligadas pausas a pesar de la sinceridad mutua.
Cuando vi a Cortázar por primera vez en Buenos Aires, desconfié. No por opiniones políticas, en las que coincidíamos; no, tampoco por una subterránea riña amorosa, de la que luego él salió triunfante en París, dejándome la resobada tristeza de una letra de tango.
Desconfié porque yo era arltiano y él parecía un brillante delfín de la revista Sur. Había publicado Cortázar un libro llamado Los reyes, que él sigue defendiendo y yo, a estas alturas, no.
Pasaron los años y Cortázar, no sé si en París o en Buenos Aires, publicó un libro de cuentos, varios libros que me deslumbraron y siguen haciéndolo cada vez que los releo. Y son muchas veces. Después, sin aviso previo, apareció Rayuela. Ahí Cortázar se descolocaba y colocaba. Se descolocaba de la tradición novelística de nuestros países, aceptada o robada de lo que se escribía en España o Francia. Su actitud resultó escandalosa para infinitas momias, rechazo que no lo conmovió porque deliberadamente se trataba de provocarlo. Y el autor se colocaba, sin buscarlo, sin buscar nada más o menos que un entendimiento consigo mismo. Al frente de una juventud ansiosa de apartar de sí tantos plomos, de respirar un poco más de oxígeno, de entregarse con felicidad a la zona lúdica y sin respuesta satisfactoria de su propia personalidad.
Claro, Julio, que las momias lo siguen siendo –aunque a veces se desembaracen de algunas escasas vendas– y la literatura nuestra necesita muchas e imprevisibles rayuelas.
Pero recuerdo que se trataba de una simple carta, que pisé terreno resbaloso y que me acaban de anunciar que el poseedor de más de veinte títulos encomiásticos que las legiones de cobardes y adulones acercan al patrón, poseedor además de millones de dólares robados con astucia o brutalidad, ha sufrido un leve infarto en Paraguay, la hermética.
Ahora pienso sin remedio en otra dimensión de cosas y me despido de ti con el abrazo que sabemos reiterado, aunque pasemos otros años sin vernos.
PS.- Gracias por tu última carta; era tan buena que quedó sin respuesta.
JUAN C. ONETTI // Septiembre, 1980
Juan Carlos Onetti nació en Montevideo, Uruguay, el 1 de julio de 1909 y murió en Madrid el 30 de mayo de 1994. Fue director del semanario Marcha (1932-42) y dirigió también la delegación de la agencia Reuter, además del semanario Vea y Lea. Estuvo al frente de una empresa de publicidad y de las Bibliotecas Municipales. Su primera novela, El pozo (1939), inicia su producción centrada en el análisis de la incomunicación y la soledad y «marca el nacimiento de la nueva novela hispanoamericana», según Mario Vargas Llosa.
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