Jacinto es un anciano que, cada día, inmaculadamente vestido y en silencio, se detiene frente a la ventana de la residencia en la que vive, como queriendo adivinar algo en el exterior. Cuando su secreto sale a la luz, una operación para sacar a Jacinto de la residencia se pone en marcha.
Rodrigo Palacios nos trae la tercera entrega de su serie Operación Jacinto.
***
El viernes por tarde sacaron a la mayoría de los residentes al jardín. Era un espacio bien cuidado, con la hierba corta, limpia de hojas y rodeada de arbustos redondeados.
Era el momento de llevar a cabo el plan, y por eso reinaba un silencio profundo y extraño. Los implicados se miraban entre ellos, como esperando algo que no sabían esperar, y templando sus inquietudes.
Las enfermeras sacaron las sillas de plástico y las distribuyeron uniformemente por el espacio. Pero dio igual. Siempre daba igual. Los residentes las recolocaban.
Los que podían, las levantaban y las llevaban en brazos. Los que no, tiraban de ellas. Alguno incluso las movía a patadas, de forma que terminaban por inclinarse y caer, o rodaban por el lateral del jardín que estaba en pendiente. Entonces, los culpables se giraban hacia las enfermeras y levantaban la mano, igual que reclamando un penalti. Era lo que acababa de hacer Ricardo.
Cristina chasqueó la lengua.
—Qué manía tiene este hombre…
La jefa de las enfermeras colocó la silla de nuevo y regresó a sentarse junto a Maite, no sin antes echar una mirada alrededor, comprobando el terreno.
—Esta se huele algo —dijo Marcial, en voz baja.
—Imaginaciones tuyas —rechazó Amparo.
—Que no, que está mosca. Te lo digo yo.
Marcial carraspeó y tragó saliva. Tenía la garganta seca, como la había tenido cada vez que había estado a punto de ejecutar una operación.
—Quizá sea mejor olvidarnos de esto…
Amparo dijo que no con la mano.
—Imposible —rechazó—. Es más fácil seguir adelante que avisar a esta panda de viejos para que se olviden del tema. Además, ¿qué va a pasar si nos pillan? ¿Lo has pensado?
Marcial lo había pensado. A él le pasaría poca cosa: que su hijo se avergonzaría más de él, y vendría menos. Pero le daba igual. Allá él con su manía de echar toda la mierda sobre su padre.
Pensaba, sobre todo, en lo que podría pasarle a Ricardo, Fermín, Amparo, o al propio Jacinto. De hecho, a Jacinto le iban a pillar sí o sí. Pero tampoco le importaba. Se lo había dicho hacía un par de horas, cuando fue a visitarle a su habitación. Entró y terminó de anudarse la corbata, nervioso.
—¿Qué tal estoy? —preguntó.
Marcial no supo qué responder. Jacinto iba siempre de traje.
—Bien —dijo, sin más, encogiendo los hombros y elevando las cejas.
Jacinto apartó la mirada, tal vez incómodo por haberlo preguntado. Tal vez, en general, incómodo por ser el centro de todo aquel despropósito. Estaba más acostumbrado a ser una sombra. A no estar. A que otros hablaran de él sin hablar realmente de él, sino, más bien, de lo que él era en aquel lugar. Del personaje que representaba durante sus cortos paseos hasta la ventana.
El resto del tiempo, Jacinto Ventanas no era nadie.
—Quería darte las gracias —dijo, y adelantó la mano para estrechársela.
Marcial se sintió un tanto abrumado. Ellos solo eran una panda de viejos intentando hacer algo que no tenía importancia para nadie más. Aunque era verdad que se lo tomaban en serio.
Solía decirlo su mujer: los artistas son esas personas que se toman en serio lo que no le importa a nadie hasta que está terminado. Así que eso eran ellos ahora: artistas.
Jacinto le daba las gracias como si Marcial fuera el jefe del Equipo A, y como si aquella fuera una más de otras tantas operaciones.
Sonaba bien.
***
La enfermera Maite dijo a Cristina que iba al servicio. Su jefa dio aprobación, sin dejar de mirar el móvil.
Amparo Ojitos supo que había llegado el momento.
—Deséame suerte —dijo, apretando la mano de Marcial.
El jefe de la operación se limitó a asentir, fijando sus pupilas en los ojos claros de su musa. Luego desvió la vista hacia Jacinto, que en ese momento deslizaba las manos sobre las perneras del pantalón, más para tranquilizarse que para dejarlas presentables.
Amparo caminó en dirección a la fuente del lado contrario del jardín. Allí no tenía paredes sobre las que apoyarse para hacer su pantomima, pero el roble de la esquina era lo bastante gordo. Llegó hasta él, apoyó la mano en el tronco y se detuvo. Luego se puso a toser, como si le costara, hasta lograr que Cristina levantara la vista de la pantalla del teléfono. Entonces, Amparo supo que ya no había vuelta atrás. Simuló un temblor en el brazo que tenía apoyado y se ayudó con el otro. La enfermera, al momento, se puso de pie.
—¿Amparo?
Ojitos la tenía donde la quería; sólo quedaba el remate. Arrimó el cuerpo entero al árbol, igual que si fuera a bailar con él, y se dio la vuelta, perfilando aquel gesto de desorientación que nadie bordaba como ella. Apoyó la espalda en el roble y miró a lo lejos, dejándose resbalar.
Pero Cristina no se movió del sitio.
Amparo llegó hasta el suelo sin que la enfermera se hubiera dignado a mover un pie de su posición.
Marcial bajó la mirada a tierra, comprendiendo lo que estaba pasando. Cristina no había picado el anzuelo. Se había dado cuenta de que la última vez que Amparo se desmayó se parecía demasiado a esta. Así que ahora dudaba, sospechando que algo estaba a punto de ocurrir. Pero no se movía.
—¿Amparo? —intentó Marcial desde su silla, como si acabara de registrar la caída.
La Ojitos no respondió, y se sintió más tonta que en toda su vida, allí sentada en el suelo y siendo ignorada por todo el mundo.
Cristina empezó a andar en su dirección, despacio y vigilando los alrededores.
La operación había fracasado, y Jacinto lo comprendió sin que nadie tuviera que avisarle. Dejó reposar el cuerpo sobre la silla, frustrado, con su traje, su peinado a raya y sus ganas de intentarlo.
Para colmo de males, la enfermera Maite salió de la residencia antes de lo esperado.
Marcial cerró los ojos y se acarició la frente con la mano, sintiéndose responsable. Aunque aliviado. No había llegado a ocurrir nada, así que no habían pillado a nadie.
Era lo que estaba pensando, cuando escuchó un chirrido metálico que amenazaba con prolongarse en el tiempo.
Abrió los ojos de nuevo y buscó el origen. De repente, a su derecha, el sonido se intensificó, y Marcial descubrió que se trataba de la silla de Pilar Ausente, que avanzaba directa hacia la única zona inclinada del jardín. Pilar estaba echada a un lado, como dejándose llevar por los acontecimientos, pero por ese mismo extremo de la silla colgaba su brazo inerte, muy cerca del freno que acababa de desbloquear.
Marcial se puso en pie y miró a Fermín y a Ricardo, que hasta el momento se habían mantenido al margen. Lo de Pilar no era parte en el plan; acababa de improvisarlo. Su silla seguía cogiendo velocidad, mientras los compinches sostenían la duda sobre lo que hacer a continuación.
A Pilar todo aquello le daba igual; ella iba de frente hacia la cuesta y parecía dispuesta a todo.
Marcial aguantó la respiración, hasta que vio que Amparo ya estaba en pie, y que Cristina ya se daba la vuelta, y que Pilar enfilaba derecha hacia la parte más pronunciada de la pendiente.
—¡La silla! —gritó Marcial, todo lo fuerte que pudo—. ¡Que se va la silla!
Al instante, Fermín y Ricardo se unieron a él.
—¡¡La silla, la silla!!
Cristina y Maite salieron disparadas detrás de Pilar, que ya rodaba cuesta abajo dando traqueteos.
Fermín y Ricardo se lanzaron atropelladamente a por Jacinto y lo levantaron de la silla.
—¡Vamos, vamos! —le apremiaron.
Jacinto se dejó arrastrar, mirando alrededor y sin comprender nada. Aquello no era lo que le habían contado que iban a hacer, y no entendía si era algo que tenía que pasar, o si se trataba de una forma de locura transitoria.
Jacinto llegó con su pequeña escolta de abuelos hasta la puerta de salida. Allí le azuzaron para que se metiera la mano en el bolsillo y sacara la llave.
Con mano temblorosa, Jacinto golpeó dos veces en el picaporte, antes de que Fermín le ayudara a meter la llave dentro de la cerradura, justo cuando Maite alcanzaban la silla de Pilar y Cristina se ponía por delante para agarrar a la propia Pilar, que se había escurrido en el asiento y ahora era un peso muerto sobre la enfermera. Amparo sonrió cuando las vio caer a las dos sobre la hierba y rodar, y casi estuvo segura de vislumbrar un principio de risa en la boca de la Ausente.
La puerta de salida a la calle se abrió, y Jacinto todavía dudó un instante, antes de que Fermín lo empujara, igual que echando a un invitado que no quiere marcharse.
Ricardo cerró la puerta y apoyó la espalda en ella, y resopló, y enseguida se separó, estirando la espalda y fingiendo que no había ocurrido absolutamente nada. Alargó la mano para apoyarla sobre el hombro de Ricardo.
Marcial volvió a dejarse caer en la silla, agotado por la tensión.
Fermín y Ricardo llegaron a su lado, con aquellas estúpidas muecas de alegría pintadas en la cara. Marcial no se sentía con fuerzas para sonreír.
Las enfermeras pasaban por delante de ellos, con Pilar ya colocada en la silla. Ellas tampoco sonreían.
—Qué susto nos has dado, Pilar, hija mía… —decía Maite, aún a sabiendas de que no iba a recibir respuesta.
Entonces, desde el balcón de una de las habitaciones se escuchó el grito de un residente.
—¡Vamos, Jacinto!
Marcial miró hacia arriba, asustado, y descubrió que eran varios los que estaban asomados.
—¡Jacinto, ánimo! —dijo alguien más.
Luego, otros empezaron a aplaudir, y el nombre de Jacinto se siguió repitiendo entre el jaleo y los silbidos.
Ahora ya todos los del jardín miraban a lo alto, incluidas las enfermeras.
—Pero, ¿quién se ha ido de la lengua? —preguntó el jefe de la misión.
Fermín encogió los hombros.
—Pues todos, Marcial. Todos.
El líder negó con la cabeza. No podían hacer más. El resto de la operación estaba en manos de Jacinto.
Zenda es un territorio de libros y amigos, al que te puedes sumar transitando por la web y con tus comentarios aquí o en el foro. Para participar en esta sección de comentarios es preciso estar registrado. Normas: