Hay días que, como dicen, nomás no. Días que parecían iguales a los otros, sólo que todo en ellos sale mal. Días en los que más te habría valido no salir de tu casa, ni quizá de la cama pero sólo un gandul tiene ese instinto y osa obedecerle. Días chuecos de fábrica, o en todo caso hechos a la medida de un distinto mortal, cuyas necesidades en nada se asemejan a las mías. “No es mi día”, dice uno, pero igual continúa usurpando sus horas porque hace diez semanas que todos los malditos días son así.
Lo peor es que no puedo ni quejarme porque de días como estos me alimento. Quienes vivimos de contar historias somos como los enterradores: no cabemos en un mundo feliz. Y no porque la dicha nos resulte odiosa, ni es que la persigamos menos que el resto de nuestros semejantes, sino que la desdicha nos parece asimismo interesante, a veces demasiado para no detenerse a hurgar en ella. El precio, comúnmente, es echarse a perder el apetito y fastidiar lo que queda del día, cuando no contraer una melancolía espeluznada que habrá de acompañarnos en los días y sueños por venir, pero no están las cosas para quejarse por la calidad de la alimentación. Comes lo que te toca y lo masticas larga, despaciosamente, de modo que el horror sea todo tuyo. Una vez digerido, es probable que entiendas algunas de las cosas que a la gente le pudren el alma.
No todo el mundo aguanta de buen grado que le cuentes cuán bueno fue tu día. Es posible que, tal como te lo dicen, se alegren por ti, pero será mejor si te limitas, o cuando menos tienes el buen gusto de incluir algún traspiés en el relato. Algo que cause risa, o fugaz aflicción, puede que un dejo de asco, de modo que la gente pueda mirarse cuando menos de paso en ese espejo, pues nada aburre tanto como el relato de aquella perfección tan antipática que todos perseguimos y nadie está seguro de poder alcanzar. ¿Y cómo compensarse por un día negro, sino contándolo con pelos y señales?
Dicen que en tiempos de crisis unos lloran y otros venden pañuelos. El pañuelo es un facilitador del llanto, puede incluso que sientas que te entiende, ni falta hace que diga que te acompaña en tu pena. ¿O es que alguien más soporta que le bañes en mocos por aliviarte un poco el desconsuelo? Contar historias es otro modo de fabricar pañuelos, y tal como sucede a los enterradores, un mal día es buenísimo para hacer el trabajo. No es que uno lo celebre pero lo necesita, y entre peor sea el día más rendidor tendrá de resultar, aun si lo pasara tendido bocabajo. Pues entre más terrible sea la crisis, más urgente resultará el pañuelo.
Es condición de bestia carroñera sacar la mayor raja de los peores días, pero ahí está el trabajo y alguien tiene que hacerlo. Cuando me he encarrerado y el día maldito empieza a sonreírme, le correspondo con la risa de las hienas. Como dicen los gringos: Business as usual.
Zenda es un territorio de libros y amigos, al que te puedes sumar transitando por la web y con tus comentarios aquí o en el foro. Para participar en esta sección de comentarios es preciso estar registrado. Normas: