Un día estaba con un amigo, que también se dedica a la literatura, viendo por televisión cómo entrevistaban a un autor delante de su biblioteca, apoyado en las estanterías. Mi amigo comentó “si vinieran a mi casa a entrevistarme, ordenaría la biblioteca para que se viesen los libros que yo quisiera que se vieran”. Rápidamente dije “sí, sí, yo también”. Justo en ese momento pensé: dios mío, qué horror, qué grotesco el papelón del literato, siempre poniéndonos máscaras, siempre emulando el personaje que ansiamos ser, disfrazándonos cuando nos entrevistan, tratando de estar a la altura de lo que se supone que somos. Lo que entroncó con una preocupación más personal: cada vez que conozco a alguien y en la conversación surge que soy escritora, se quedan perplejos. Diría que hasta desconcertados. Como si algo en mí, mi personalidad, mi forma de hablar, incluso mi físico, no les cuadrase. Pero ¿cómo se supone que tiene que ser una escritora? ¿Cómo esperan los demás que sea? Puede que a veces haya que ponerse una máscara para mostrar la verdad.
Una noche estaba en la cama, medio dormida, escuchando la radio. Hablaban sobre una novela de un autor francés que trataba de un hombre que contrataba a una mujer para que fuera a su casa a ordenar su biblioteca. O, al menos, eso entendí yo, porque, al día siguiente, cuando fui a buscar ese libro, resultó que el verdadero argumento no tenía nada que ver con lo que yo creía haber escuchado. Como digo, estaba medio dormida, me quedé con el título y el autor, y el resto lo soñé. Me dio bastante rabia, porque verdaderamente me interesaba el tema: alguien a quien contratan para ordenar una biblioteca. ¿Cómo se ordena una biblioteca? ¿Por autores, por temas, alfabéticamente, por colecciones? ¿O tal vez por razones más arbitrarias? Si una biblioteca es como una huella dactilar de su propietario, ¿acaso el orden en que la disponga no impone, también, una cierta visión del mundo? Sí, me hubiera gustado leer un libro que tratara todo esto. Por lo tanto, mi siguiente pensamiento fue muy obvio: ¿y por qué no lo escribo yo?
En una misma semana, dos personas cercanas a mí desaparecieron momentáneamente. Una de ellas hizo sus maletas, desconectó el móvil, se marchó, y durante dos días nadie, ni su familia ni sus amigos, teníamos la más remota idea de dónde se encontraba o por qué se había marchado. Al regresar, nos escribió pidiéndonos perdón por habernos preocupado y, aún hoy, no nos ha confesado adónde se fue. Días más tarde se repitió una situación semejante: la pareja de un amigo mío me llamó para decirme que no había ido a comer a casa, que había desconectado el móvil y que si yo sabía dónde podía estar. Regresó horas más tarde, y esta desaparición no tuvo mucho misterio: todo había sido un malentendido. El caso es que mientras le buscaba pensé: “Madre mía, a mis amigos les ha dado por desaparecer, parece que tienen el síndrome de Agatha Christie”. Y me quedé atrapada por este pensamiento. El síndrome de Agatha Christie, la gente que tiende a desaparecer, los escritores que, de una forma u otra, alguna vez habían desaparecido…
Una mañana estaba desayunando sentada en la mesa de la cocina, mirando absurdamente la lavadora apagada. Entonces, sin más, todas estas piezas se elevaron, giraron en el aire y me mostraron cómo encajaban. En medio de una serie de desapariciones, una escritora que se oculta y se disfraza iría a ordenar una biblioteca. Así nació La biblioteca de Max Ventura.
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Autora: Leticia Sánchez Ruiz. Título: La biblioteca de Max Ventura. Editorial: Pez de Plata. Venta: Todostuslibros y Amazon
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