No cabe duda de que el nombre de Elizabeth Duval es uno de los más referidos a la hora de ser mencionado entre los destacados y destacables de varios géneros literarios. Desde la aparición de su primera novela, Reina, su primer libro de poemas, Excepción, también publicado en el mismo sello que el segundo que nos ocupa, y su ensayo Después de lo trans, la popularidad y alcance de los mismos y las opiniones levantadas han sido constantes y variadas. Junto a tres títulos más, incluyendo éste, Duval ha conseguido ser meritoria de unas atenciones editoriales y publicitarias que sólo son procuradas a los pocos que han decidido emplear tiempo y esfuerzo en dicha empresa. Ese privilegio labrado se traduce en una cierta libertad para escribir como y cuando uno crea conveniente, y de lo que se quiera. Un estatus al que aspiramos todos los que estamos en esta carrera de fondo.
Varios amigos y conocidos, sabedores de que iba a escribir este artículo, me dijeron frases muy similares en cuanto a los problemas en los que podría meterme si se me ocurría dejar por escrito lo que me había parecido este libro. Que tuviera cuidado, que tuviera piedad, que podían cancelarme. Cuánta exageración, como si lo que escribiera uno dependiese del grado de afrenta o felicidad que causara en quien lo leyese. Nada de eso: aquí va una opinión lectora sincera, como todas las anteriores y todas las futuras. Por otro lado, no entiendo ese miedo a comentar en medios periodísticos las obras de tal o cual persona, como si fueran intocables y poderosos, cuando, por cercanía de edad u oportunidades, somos todos susceptibles de ocupar el mismo palco elevado y el mismo arcén cochambroso, según el reparto de suertes. Todos merecemos por igual. Que lo que digamos se haga más digno al ser enunciado, que las respuestas de crítica y público sean favorables o desfavorables, o que los linchamientos por opiniones contrarias a las nuestras sucedan en las redes sociales con la impunidad de la hipocresía o el desconocimiento de la materia o por tratarse de meros tuits nacidos del cabreo —siendo más recomendable y saludable siempre respirar y contar hasta diez antes de hacer nada que nos deje retratados—, eso queda en manos de factores sobre los que poco o ningún control podemos ejercer, en teoría. El viaje es el mismo para todos. Quien elija no disfrutarlo, ya sabe qué problema tiene y cómo darle solución.
Pero regresemos a lo importante, el libro. La notable extensión viene dada por el hecho de ser tres en uno, Poserótica, Labio, pliegue y anillo y Monumento, como nos informa Duval en la Firma final, donde narra el recorrido y gestación y numerosos cambios a los que el manuscrito se vio sometido. Estas páginas son las que uno ha encontrado más interesantes, sea únicamente por la curiosidad literaria que despierta el saber lo viva que ha podido estar una creación a lo largo de varios años, y cómo la clausura que intenta darse con su entrega definitiva a la imprenta y posterior llegada a las librerías no es suficiente para ultimar esa perfección de la que queremos que goce el texto. Y es que en Poserótica nada es suficiente. Este es el aspecto fallido general más evidente que se deduce al terminar su lectura.
Lo que motivó su escritura fue ‘que quedaban cosas por decir sobre el amor’, pero la vastedad del tema, más aún dentro de la parcela de lo lírico, no ha sido acotada en la redacción —efectuada durante varios años, recordemos— de los libros que lo componen, sino que esa propia aglomeración, suponemos, debía servir para expresar lo faraónico de la intención.
En Poserótica se habla sobre el amor y sobre otros asuntos, pero el tono, que varía entre el aturdimiento, la repetición, el surrealismo, los conceptos filosóficos que no consiguen afinar por encima de la ensordecedora marabunta, las citas en otros idiomas, en latín incluso, las citas de otros poemas sobre lo amoroso, las ideas fundamentadas y otras que parecen fruto de ocurrencias banales que avanzan sin mesura alguna ni mucho dominio —dependiendo del poema— de las cadencias que la poesía es capaz de ofrecer cuando es leída en silencio o de viva voz —hay poemas que resultarían más completos si fueran recitados y no se quedasen en simple pirotecnia escrita—, el tono, decía, impide que algo sea transmitido, o que emocione siquiera. Entrar en este libro es como adentrarse en una fiesta de la que no sabemos si queríamos que nos hubieran invitado, pero una vez en el sitio, qué mejor opción que la de dejarse llevar por el delirium tremens, sin desmayo, sin acertar en si nuestra asistencia estará a la altura o conseguiremos alcanzar el mismo estado de cuelgue.
Con las salvedades de algunas estrofas repartidas a lo largo, sí he podido toparme con un poema que no se ha dejado embaucar por el oropel y la balumba que caracterizan el resto del libro. El poema XIX, como respuesta al célebre Pandémica y celeste de Gil de Biedma, es el único que del primer verso al último ha podido serme grato, convincente, conmovedor, ocupado en distinguir un posible recuerdo —y aunque fuera inventado— mediante la literatura, sin que por ello se vea modificado por una afectación postiza. Es un poema que verdaderamente se acerca a esa débil convicción y al arrojo envalentonado que nos surgen cuando nos enamoramos o dejamos de estarlo, y que lo triste sea no saber «—más allá, más allá/ de algunas vibraciones del móvil, de una/ notificación que salta, de una alarma—/ si jamás de tu silencio podré amarte/ como si fueras algo más que la costumbre/ de entregar el sudor de los cuerpos a la noche».
Se agradece el hallazgo entre tanto remolino intelectual, ya que, pasando de la evidencia fallida exterior a la que me refería líneas más arriba, a la interior y profunda y que atraviesa Poserótica, encuentro que ésta es la cantidad ingente de conocimiento e inteligencia que se apiña entre sus páginas. Mal gestionados, el lector acaba siendo un estorbo y no un partícipe de lo que se da en ellas. Uno ve el desfile de referencias y alusiones y la confusión le hace atisbar una negativa de la autora para la literatura, y en uno la postura indefensa ante ese ritmo discursivo sin piedad, este sí, ninguna. No es posible placer lector alguno cuando la sabiduría que debería presentársenos con llaneza se hace con formas obtusas, ignorando que el objetivo siempre será el relevo que habrá de tomar quien lo lea y así no se perderá ese trabajo en el vacío, donde resuena la palabra «Amor» y se está solo, como dice el verso de Aleixandre.
Podría rebatirse este artículo pensando: ¿y qué importa que sea así el libro? ¿Acaso hay unas normas a seguir? Desde luego, Poserótica está editado por quien debe y ha sido publicado en el momento correcto. Como objeto, es un libro que no pasa desapercibido, y eso es importante. Como libro de poemas, bueno, según la persona lectora y lo que juzgue o acepte o entienda como poesía, siendo de continuo un debate plural y permeable. Uno, al final, hace lo que puede al conducir el impacto de su lectura entre el complicado equilibrio de los prejuicios y los gustos, plurales y permeables también, a veces intercambiables. No descarto que próximamente puedan sorprenderme los trabajos de la autora, y con gusto vendrán los elogios justificados. Hasta entonces, quedo a la espera.
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Autora: Elizabeth Duval. Título: Poserótica. Editorial: Letraversal. Venta: Todostuslibros.
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