La primera novela de uno de los actores y directores de cine más celebrados de Hollywood, Tom Hanks, llega a las librerías españolas para deleite de sus seguidores. En Otra gran obra maestra del cine, el autor echa mano de su propia biografía para mostrar los engranajes del séptimo arte norteamericano. Una ficción con tono didáctico que es puro entretenimiento.
En Zenda adelantamos las primeras páginas de Otra gran obra maestra del cine (Roca), de Tom Hanks.
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El trasfondo
Hace poco más de cinco años, recibí en mi buzón de voz un mensaje de una tal Al Mac-Teer —que yo entendí como «Almick Tear»— desde un número con el prefijo 310. Aquella sensata mujer me pedía que le devolviera la llamada en relación con unas memorias que yo había escrito, tituladas Escalera hacia el cielo, sobre mis años de camarero en un pequeño club subterráneo en el que se tocaba música en directo en la década de 1980. En aquella época también era algo así como un periodista independiente en Pittsburgh (Pensilvania) y alrededores. Y escribía críticas de cine. Ahora enseño Escritura Creativa, Literatura y Cinematografía en el Mount Chisolm College of Arts, en las colinas de Montana. El viaje hasta Bozeman es un precioso aunque duro paseo en coche. Recibo muy pocas llamadas desde Los Ángeles, California.
—Su jefe es genial —contesté, y le pregunté—: ¿Quién es su jefe?
Cuando me dijo que trabajaba para Bill Johnson, que la había pillado conduciendo de su casa de Santa Mónica a la oficina del edificio de Capitol Records en Hollywood, donde tenía una reunión con él, grité:
—¿Trabaja para Bi-Bi-Bi-Bill JOHNSON? ¿El director de cine? Demuéstrelo.
Al cabo de unos días estaba al teléfono con el mismísimo Bi-Bi-Bi-Bill Johnson hablando de su trabajo, uno de los temas sobre los que enseño. Cuando le dije que había visto toda su filmografía, me acusó de mentir. Tras oírme recitar numerosos puntos destacados de sus películas, me dijo que me callara, que ya era suficiente. En aquel momento estaba dándole vueltas a un guion sobre la música de transición de los años sesenta a los setenta, cuando las bandas pasaron de los trajes a juego y las canciones de tres minutos para la radio AM a las jam sessions que ocupaban una cara de LP y a la Jimi Hendrix Experience. Las historias de mi libro estaban llenas de detalles muy personales. Aunque mi época era veinte años posterior a aquello a lo que él le estaba dando vueltas —nuestro club contrataba a grupos de jazz poco conocidos y a bandas de versiones de Depeche Mode—, lo que ocurre en los locales de música en directo es atemporal, universal. Las peleas, las drogas, el amor serio, el sexo divertido, el amor divertido, el sexo serio, las risas y los gritos, quién entra y quién no… Toda aquella escena desenfrenada de procedimientos hablados e intuitivos eran los comportamientos humanos en los que quería centrarse. Me ofreció dinero por mi libro: los derechos no exclusivos de mi historia, lo que significaba que yo podría vender los derechos exclusivos en caso de que apareciera alguna oferta…, cosa poco probable. Aun así, hice más dinero vendiéndole los derechos de mi libro que vendiendo los ejemplares físicos.
Bill se fue a filmar Misiles de bolsillo, pero se mantuvo en contacto conmigo por medio de llamadas y de muchas cartas escritas a máquina… Misivas de temas errantes, sus Temas del Momento: «La inevitabilidad de la guerra», «¿Es el jazz como las matemáticas?», «Yogures helados de sabores ¿con qué aderezos?». Yo le respondía a estilográfica —¿cartas con máquina de escribir?, ¿en serio?— porque en cuestión de idiosincrasia puedo estar a la altura de cualquiera.
Recibí una carta suya de una sola página en la que únicamente había esto escrito a máquina:
¿Qué películas odias tanto que te vas de la sala? ¿Por qué?
Bill
Le respondí de inmediato.
No odio ninguna película. Las películas cuestan demasiado de hacer como para justificar el odio, incluso cuando son fiascos. Si una película no es genial, simplemente espero pacientemente en mi butaca. Pronto terminará. Salirse de una película es un pecado.
*
Supongo que el Servicio Postal de Estados Unidos necesitó dos días para entregar mi respuesta y que tardó otro día más en llegar a ojos de Bill, porque al cabo de tres días me llamó Al Mac-Teer. Su jefe quería que le fuera a visitar, enseguida, y que le viera hacer una película. Se acercaban las vacaciones de mediados de trimestre, nunca había estado en Atlanta y un director de cine me invitaba a ver cómo hacía una película. Enseño Cinematografía, pero nunca había visto cómo se hacía una. Volé a Salt Lake City para coger un vuelo de enlace.
—Dijiste algo que siempre he pensado —me soltó Bill cuando llegué al plató de Misiles de bolsillo, en algún lugar del interminable suburbio que es el área metropolitana de Atlanta—. Claro que hay películas que no funcionan. Algunas fracasan en el intento. Pero cualquiera que diga que odia una película está tratando una experiencia humana voluntariamente compartida como un mal vuelo de madrugada desde el aeropuerto de Los Ángeles. La salida se retrasa horas, hay unas turbulencias que asustan incluso a los auxiliares de vuelo, el tipo de delante vomita, no pueden servir comida y se acaba la bebida, te sientan al lado de dos bebés con cólicos y aterrizas demasiado tarde para la reunión que tenías en la ciudad. Eso se puede odiar. Pero odiar una película no tiene ningún sentido. ¿Dirías que odias la fiesta del séptimo cumpleaños de la sobrina de tu novia o un partido de béisbol que duró once entradas y acabó 1-0? ¿Odias la tarta y ver más béisbol por el mismo precio? El odio debería reservarse para el fascismo y para el brócoli al vapor que se ha enfriado. Lo peor que una persona, especialmente los que «vamos por Fountain», debería decir sobre la película de otro es: «Bueno, no era para mí, pero la verdad es que me pareció bastante buena». Echa pestes de una película, pero nunca digas que la odias. Cualquiera que use esa palabra cerca de mí está acabado. Finiquitado. En fin, yo escribí y dirigí Albatros; puede que esté algo sensible sobre el tema.
Me quedé diez días en el plató de Misiles de bolsillo y en verano fui a Hollywood para el tedioso proceso de posproducción de la película. Hacer películas es complicado, desquiciante, extremadamente técnico a veces, efímero y sutil otras, lento como la melaza el miércoles pero con un plazo de entrega imposible el viernes. Imagínense un avión a reacción, cuyos fondos han sido retenidos por el Congreso, que ha sido diseñado por poetas, remachado por músicos, supervisado por ejecutivos recién salidos de la escuela de negocios y que ha de ser pilotado por aspirantes con déficit de atención. ¿Qué posibilidades hay de que ese avión consiga volar? Pues así es la realización de una película, al menos tal como yo lo vi desde mi posición.
No estuve en los exteriores de la mayoría del rodaje de Un sótano lleno de sonido, que es en lo que se convirtió después parte de mi librito. Mi fracaso. Bill me pagó algo de dinero al empezar a rodarse la película y algo más cuando se estrenó; el tipo es generoso. Vi la primera proyección pública en el Festival de Cine de Telluride, donde se refirió a ella como «nuestra película». En enero alquilé un esmoquin y me senté en una mesa del fondo en la entrega de los Globos de Oro (celebrada en el hotel Beverly Hilton de Merv Griffin, la definición misma de una fiesta de Hollywood). Cuando mis colegas me preguntaron por mi fin de semana en Fantasilandia, les conté que no había vuelto a mi hotel hasta las cinco de la madrugada, muy achispado, y que me habían dejado allí Al Mac-Teer y nada menos que Willa Sax, alias Cassandra Rampart, en su Cadillac Escalade con chófer. No había otra forma de resumir la experiencia en unos términos que ellos pudieran entender. ¿Que si me había acostado con Willa? ¡Ni hablar! Se lo demostré enseñándoles la foto que publicó ella en Facebook: allí estaba yo con Al Mac-Teer, muertos de la risa con una de las mujeres más bellas del mundo y con su malhumorado guardaespaldas.
El covid-19 había dividido nuestro país con su política de Mascarilla sí/Mascarilla no y convirtió mi trabajo en clases online. Luego llegó la dialéctica de Vacuna sí/Vacuna no. Cuando Al Mac-Teer me llamó para invitarme a unirme a ella, a Bill y a su alegre grupo para asistir a la realización completa de su próxima película, pensé que un rodaje no era ni legal ni posible. Pero su jefe tenía «la impresión» de que iba a tener «luz verde» y el film iba a rodarse bajo los «protocolos del gremio», de modo que me invitaron a «unirme al equipo» desde que empezó a haber flujo de caja hasta el doblaje final.
—Tendrás una credencial —me explicó—. Serás miembro del equipo y se te evaluará dos veces por semana. No te pagaremos nada pero comerás gratis, y la habitación de hotel gratuita será bastante agradable. —Y añadió con intensidad—: Serías muy tonto si lo rechazaras.
Le pregunté a Bill Johnson por qué iba a permitir que un intruso como yo presenciara lo que a menudo es tratado de forma similar a un proyecto de alto secreto, con credenciales, luces rojas parpadeantes y carteles que advierten de que Esto es un plató cerrado. No se permiten visitas sin la aprobación del jefe de Producción.
Bill se rio.
—Eso es solo para intimidar a los civiles.
Una noche, en exteriores, después de un día de rodaje largo y duro, aunque no más que la media, mientras comíamos yogur helado de YouGo FroYo, Bill me dijo:
—Los periodistas, al menos los vagos, siempre intentan explicar cómo se hacen las películas, como si hubiera una fórmula secreta patentada, o procedimientos que se puedan enumerar como el plan de vuelo de un viaje de ida y vuelta a la luna. «¿Cómo se inventó a la chica del vestido marrón de lunares que sabía silbar tan fuerte? ¿Cuándo se le ocurrió esa imagen final indeleble de los mirlos en la antena de televisión, y de dónde sacó los mirlos amaestrados? —preguntan—. ¿Por qué ha tenido éxito esta película cuando tal otra fracasó? ¿Por qué ha hecho Majaras a gogó en lugar de Moochie se va de la lengua?». Es entonces cuando miro el reloj y digo: «¡Vaya por Dios! Llego tarde a la reunión de Marketing», y me voy corriendo de la entrevista. Esa gente mira la aurora boreal como si la hubiera diseñado alguien. Si vieran cómo nosotros, los huérfanos del cine, hacemos nuestro trabajo, se aburrirían como tontos y se llevarían una gran decepción.
(…).
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Autor: Tom Hanks. Traductora: Librada Mª Piñero García. Título: Otra gran obra maestra del cine. Editorial: Roca. Venta: Todos tus libros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.
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