“What a Life”, la canción del trío danés Scarlet Pleasure, remata los títulos de crédito de Otra ronda, reencuentro del antaño pensador del movimiento Dogma Thomas Vinterberg con el actor Mads Mikkelsen, que pergeñaron la celebrada La caza en el ya algo lejano 2012. Un dato que sin duda delata la verdadera intención de Vinterberg con este film tragicómico que trasciende el mero utilitarismo de eso que se ha venido a llamar película “necesaria” o de denuncia (del alcoholismo, suponemos).
Todo parece parece haber salido bien para Otra ronda, película aparentemente menos dramática que La caza y tampoco carente de sus propios anzuelos y trampas, pero que ha repetido la jugada en la crítica y la taquilla internacional con un paso triunfal por las alfombras y ambientes festivaleros e, incluso, un par de relevantes nominaciones al Oscar (mejor director y película internacional).
Otra ronda es una película que cuando puntúa sin ninguna autoindulgencia los hechos narrados, con una limpieza y naturalidad casi de otro mundo, puede calificarse de simplemente excelente. Una vez empieza a apuntar ciertos sucesos melodramáticos, probablemente inevitables en el relato, asoma cierto trazo grueso en esa última media hora que, no obstante, Vinterberg resuelve de forma admirable nada menos que con un número musical, reforzando el carácter ilusionista de una película con apariencia de real pero que se lee todo el tiempo entre líneas. El desenlace de Otra ronda recupera esas ambigüedades, la clara impresión de que estamos ante un grito de desesperación disfrazado de final feliz, aunque también un poco lo contrario porque la vida es lo que es y la vida es así, y certifica de paso el estado de gracia de un actor como Mads Mikkelsen.
El que fuera villano de la saga Bond en la excelente Casino Royale recorre junto al espectador todos los espectros interiores de este hombre frustrado, emocionalmente encapsulado en una crisis de mediana edad que Vinterberg convierte en fracaso colectivo, nacional y, por qué no, universal. Sus compañeros de reparto, quizá menos vistosos para el espectador internacional, cumplen en igual medida, representando un drama que trasciende el ADN danés pero que en ese universo del bienestar nórdico parece suponer una suerte de válvula de escape nacional (y de paso, la alegoría de un grave problema de comunicación).
La película encuentra su propia grandeza en la asunción, que no exaltación, de este drama consumado, que no es sino la descripción de la propia condición humana al margen de moralismos, sin demagogia o —en realidad— provocación alguna. Otra ronda no es una película sobre el alcoholismo sino sobre la experiencia social e íntima del hombre (es, probablemente, una película de lo que se ha venido a denominar “pollaviejas”), y Vinterberg y Mikkelsen conducen al espectador por esas alegrías y miserias que son también las nuestras. Todo ello funciona sin que la risa y la lágrima se tornen melodrama de sobremesa, pero reforzando todas esas contradicciones para que el conjunto resulte interesante. Una herencia del “Dogma” que desnuda a la película de abalorios pero a la vez le otorga, bien mezclada y agitada, de otras cualidades.
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