Victoria de los Ángeles se llamaba Victoria de los Ángeles López García. Victoria porque así se llamaba su madre. Ángeles por su tío Ángel, que fue su padrino y la persona que le enseñó a tocar la guitarra. Como no podía ser de otro modo, se sacudió pronto los apellidos, se los quitó de encima porque le sobraban y ya solo figuran en la Wikipedia. El nombre, ese nombre, es un milagro casi tan extraordinario como su incomparable talento vocal.
Seguramente esto último sea otro de esos clichés que rodean su biografía, un lugar común que se repite como su musicalidad innata o su falta de divismo. En Simplemente divas (Fórcola, 2015), Fernando Fraga califica a María Callas, que también cumpliría cien este 2023, como la Divina por antonomasia y cuenta que su arte fue el opuesto al de Victoria de los Ángeles. En la soprano catalana brillaba la expresión canora, la dicción y el fraseo impecables, por encima del dramatismo del personaje interpretado; todo sin rastro alguno de exhibición, con alergia al lucimiento gratuito. Rechazaba personajes con propensión al histrionismo y siempre se encontró cómoda con aquellos que tenían algo de ella misma.
Otro rasgo de su arte que consignan todos los testigos de sus años de gloria: se adueñaba del papel con una naturalidad, encanto y soltura asombrosas. Ella y solo ella parecía haber nacido para ser la Mimí de La bohème de Puccini, la chica sencilla y dulce. Cuando le preguntaban por esas arias que parecen escritas para un intérprete en concreto, ella mencionaba, claro, Mi chiamano Mimí. Se identificaba plenamente con ella como también lo hacía con la Charlotte de Werther o con Manon, ambas de Jules Massenet, o con la Cio-Cio-San de Madama Butterfly de Puccini; tan imprescindibles como su Desdémona del Otello verdiano o su Rosina del Barbero de Sevilla de Rossini.
Ya se ha dicho: por ser ella de carácter discreto y contenido le contrariaban un tanto los personajes que tienden al desgarro. Sería en el teatro donde esa sobriedad no fuera del gusto de todos porque lo que son sus grabaciones dejan poca duda: son canónicas su Salud de La vida breve de Manuel de Falla y su Carmen de la ópera de Bizet. Cuando los críticos analizaban y analizan la emisión de su voz, su timbre, su volumen… uno se acuerda de la misma jerga poética que gastan los catadores de vino cuando se vienen arriba poniendo adjetivos a los mejores caldos.
En el libro de recuerdos que escribió con Jaume Comellas (Memorias de viva voz, Península, 2005) parecía autodescribirse como cantante cuando decía por qué algunos, muy pocos, artistas (Alfredo Kraus, Dietrich Fischer-Dieskau, Elisabeth Schwarzkopf) conseguían hacerle llorar: “Es emocionante cuando la gente canta con autenticidad, con respeto. Me emociona mucho más que cuando empiezan a hacer gorgoritos y alargandos y agudos; eso no me emociona nada. Me destruye la concentración, la visión de lo que estoy oyendo. En cambio, cuando veo a un artista respetuoso, que canta con inteligencia, con una voz bonita, que sabe lo que está haciendo, lo que está diciendo, entonces es una maravilla”.
Hija de un bedel de la Universidad de Barcelona (de la que acabaría siendo Doctora Honoris Causa) y de una madre que no paraba de cantar, nunca olvidó su origen humilde y apenas presumió de un currículum que —por no llenarlo de nombres— incluía lo mejor de lo mejor: haber trabajado en las mejores producciones de los mejores teatros del mundo, en los mejores repartos de la edad de oro del género y bajo la dirección de las mejores batutas. Digamos solo —por no aburrir con una relación de hitos demasiado larga— que durante doce años consecutivos el Metropolitan Opera House de Nueva York fue su casa o que triunfó en 1961 en el sanctasanctórum wagneriano, Bayreuth, con un Tannhäusser a la vera de su admirado Fischer-Dieskau.
No le gustaba mucho conceder entrevistas. En los últimos años, marcados por la tristeza de haber perdido a su hijo mayor, decidió hablar un poco más de su vida (su ruptura matrimonial, el cuidado de su hijo pequeño con síndrome de Down…) y de su trayectoria, en algunos casos con cierta amargura, caso de sus difíciles relaciones con El Liceo de Barcelona; caso de la sensación propia de que ella puso más cariño en dar a conocer el catalán (Toldrà, Mompou, Montsalvatge…) que las autoridades de su tierra en reconocérselo; caso de la escasa demanda de los teatros españoles por su figura cuando su figura gozaba del mayor reconocimiento internacional; o caso del premio Príncipe de Asturias. Recordemos: fue galardonada en una distinción colectiva que buscaba reconocer el talento de una generación inolvidable (los Domingo, Carreras, Kraus, Lorengar, Caballé y Berganza), pero que a ella le pareció un “pastel para que todos estuviéramos contentos como si fuéramos un grupo, que no somos, y pasando por alto las bases del premio. Creyeron que lo criticaba porque quería que me dieran el premio a mí sola. ¡Pues no!”.
El año del centenario se acaba y lo cierto es que el asunto merecía más ruido para que los más jóvenes tengan noticia de quién fue esta artista excepcional. Arriba hemos hablado de unas cuantas óperas pero hay mucho más suyo que merece la pena, sus recitales, sus canciones españolas y francesas, réquiems (cantó un extracto del de Fauré en el funeral de su hijo), sus Bachianas brasileiras de Heitor Villa-Lobos, los lieder alemanes, sus incursiones en la zarzuela… Como decía hace unos días Andrés Trapiello, “hasta del Clavelitos podía hacer algo especial”.
Victoria de los Ángeles. En la elección del nombre ya estaba el principio del milagro.
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