El viento azotaba cuando dejé el hotel en Trieste. Parafraseando a Lucia Berlin, «eso es lo que hace el viento». Azotar. La bora, que así se llama por estos lares al viento especialmente frío y veloz, es desagradable a más no poder. Y azota de lo lindo. Lo comprobó James Joyce, que vivió en Trieste unos cuantos años de promiscuo esplendor literario, desde los veintidós hasta los treinta y seis, y ahora la estatua que lo recuerda sobre el Ponto Rosso parece como si esperase a Nora Barnacle o a Italo Svevo y Umberto Saba. Ahí, inmóvil, a la intemperie del viento y del tiempo.
Con la bora, macetas, cubos, plásticos, algunas tejas y objetos no identificados muestran su desconcierto en la calle. Sin embargo, sobre el mar pareciera que las nereidas danzaran un concierto, burbujeando y levantando remolinos, que es mejor admirar a buen recaudo, tras una taza de café y un libro. Su nombre procede del dios griego Bóreas y así ha permanecido en español para designar el viento del norte: bóreas.
Horas después, ya en España, sobre la pista del aeropuerto de Asturias, la pericia del piloto consiguió posar el avión al segundo intento a pesar del viento que racheaba de costado a más de ochenta kilómetros por hora. Regresé a Oviedo, una ciudad que no difunde nada especial al mundo, salvo de vez en cuando algún suceso, una investigación o algunos premios. No me entiendan mal. No es que aquí no existan actividades culturales. Haberlas, haylas. Pero todos los huevos suelen acabar en la misma cesta y se echa en falta un ambiente cultural más vivo y cosmopolita, precedido de una dinámica política coherente y a largo plazo con una trayectoria profesionalizada que la sustente y un puñado generoso de new bobos, es decir, una bohemia burguesa renovada y activa, contra la aquiescencia y con ganas de volver a probar y dejarse provocar tras la debacle de la última gran crisis. Pero claro, esto no es Londres, Berlín o Madrid. Ni siquiera Málaga, Bilbao o Sevilla. Y a veces parece que ni siquiera Gijón, la hermana que con la llegada de la primavera le come la tostada hasta que vuelve a llegar el invierno. Quizá esta situación tenga algunas virtudes para sus ciudadanos, aunque ahora mismo no se me ocurren cuáles. Es verdad que a veces, de repente, aparece un temblor, un movimiento pendular, algo que remueve, un caldo en el que podría fermentar la esperanza. Pero así seguimos, a la espera de un viento que nos traiga otros de antaño, pero con aires renovados. ¿Bienal de arte, encuentros literarios, un posible «Oviedo Total Festival»? Qué sé yo. Las posibilidades son muchas, pero no sé si el conocimiento y las ganas estarán a la altura de esos vuelos.
Ya en casa, un artículo del escritor Pepe Monteserín en el periódico La Nueva España me puso sobre aviso de que en el Museo de Bellas Artes de Asturias había una exposición que podía interesarme. Arte y mito. Los dioses del Prado. Una estupenda muestra (Zurbarán, Ribera, Rubens o Leoni, entre otros) de eminente carácter didáctico que nos cuenta los mitos de los dioses y los héroes y en la que se puede apreciar las diversas relaciones entre ellos así como sus símbolos, pero a la que, para mi gusto, le hubiera venido bien la presencia de obras de los siglos XIX y XX —la exposición abarca desde mediados del siglo I a.C. hasta finales del siglo XVIII— así como una mayor y mejor explicación sobre el significado actual de los mitos. Para los legos, recomiendo la visita guiada.
Una hora más tarde, visité el antiguo edificio de la Universidad de Oviedo y asistí en su aula magna a una conferencia de Ricardo Menéndez Salmón, organizada por la Cátedra Emilio Alarcos Llorach. Leyó un texto ajustado de estilo, con conceptos a considerar, insistentemente foucaultiano y en el que volvió a recordar que «la literatura me ha enseñado que el escritor es un resistente, un enfermo y un inútil, tres de las caracterizaciones de la anormalidad rastreadas por Foucault en su genealogía de los diferentes. Es un resistente porque su motor creativo es el inconformismo; es un enfermo porque lo ha ganado la tristeza de un mundo en el que no encuentra sentido pero acerca del cual se obstina en reflexionar; es un inútil porque lo que hace no le ayuda a ser feliz ni le convierte en más sabio.» No se asusten. En el océano de las letras hay un catálogo variopinto de escritores entre los que elegir, algunos incluso no demasiado descontentos.
Después me fui a tomar un vino. Sobre la barra del bar un periódico me miró con tristeza infinita, me apiadé y lo acuné unos minutos. Vi anunciada la intervención de Javier Cercas en una tertulia y la de Ben Clark, presentado por Javier García Rodríguez, en la muy activa Cátedra Ángel González para la semana siguiente. También anunciaban el estreno de la obra teatral El rector, de Pedro de Silva. Y leí con atención que el tripartito que gobierna la ciudad quiere, cumpliendo la ley (dura lex sed lex), actualizar la toponimia en bable. Por ejemplo, Oviedo en asturiano será Uviéu; Lasheras pasará a denominarse Les Eres y Colloto aparecerá en las señales como Cualloto. Pero no parece que los usuarios de las palabras, en contra del criterio de los entendidos en la materia, estén completamente de acuerdo con estos términos. Corren vientos de polémica y el número de vecinos estupefactos que se defienden con su tradicional ironía norteña va en aumento. Casi cuarenta años de política lingüística, de promoción y presupuestos, con sus inversiones y subvenciones, han cumplido su función con quienes las hayan recibido. Pero no sé. Yo pienso que por aquí no corren otros vientos que no sean los mismos de siempre. Pero, por si acaso y puestos a colaborar, me planteo si aportar una idea en plan OuLiPo «Ouvroir de littérature potentielle, Taller de literatura potencial», que como todos los frikis de la literatura saben es aquel invento patafísico de Raymond Queneau y François Le Lionnais. Y así, pienso, se podría considerar llamar a esta ciudad OuVeDé, acrónimo de Ouvroir de vents démodé, es decir, Taller de vientos demodés o, sin más, OVD.
Luego desisto de estos laberintos sin salida y abandono el periódico a su suerte. Me echo el último trago y salgo a la calle, dejándome llevar por el viento del sur que acaricia mis labios con canciones de Luis Eduardo Aute: «No siempre hay un asesino, / algunas veces toca morir, / lo que viene se va, / como suele pasar, / el viento, el viento. / Y no queda nada / las espinas, las rosas se las llevó / el viento, el tiempo.» Y el tiempo, claro, sigue a su aire: Aire, aire. / no una brisa sino un torbellino de aire, / aire, aire… / que se lleve a los monstruos / que se han hecho dueños / de todos los sueños / que fueron razón.
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