En Mi querido asesino en serie, el último libro de la serie de Petra Delicado, Alicia Giménez Bartlett regala un largo cameo a Paco Camarasa. El principal sospechoso de los crímenes es un constructor solitario que tiene un piso-picadero en plena Barceloneta, justo al lado de la librería Negra y Criminal. Cuando la inspectora y sus colegas llegan para inspeccionar el apartamento, pasan a saludar al legendario librero y a su compañera, Montse Clavé. Cuando él se interesa por lo que están investigando, ellos le aconsejan: “Quédese usted en la ficción y déjenos a nosotros la realidad. Ahí estará mejor”.
Y ahí es donde desde ahora encontraremos a Paco. La realidad le ha atrapado en su forma más fea e ineludible, la muerte, dejándonos huérfanos de un librero genial, pero gracias a su trabajo con y para la ficción vamos a disfrutarle siempre. Sé que esto no consuela demasiado, que huele a tópico y que no arregla las cosas, pero a estas alturas algunos vamos sumando ya los suficientes agujeros como para saber que las herencias, y no las ausencias, ya son lo único importante. La suya empezó en su librería, donde nos recibía con mejillones, calidez, amor y un ánimo rotundo a quienes nos íbamos atreviendo a escribir. Era lector voraz, era simpático, era enérgico, era rotundo, era un mecenas moderno de la mejor literatura abrigada con cariño.
Esa herencia siguió después con su libro ya canónico, Sangre en los estantes (Destino, 2016), en el que transformó su currículum de animador cultural a lo grande en recuerdos y lecciones para los apasionados del género negro. No quiso que fuera un canon, sino su canon privado, ni quiso que se tomara por una teoría de la novela negra, pero también supo que nadie le íbamos a hacer caso. De la A a la Z, construyó un alfabeto de sus experiencias y opiniones con autores que aún hoy, en un vistazo rápido al sumario, nos arranca mil sonrisas:
“Sherlock Holmes, el hombre que nunca existió pero que nunca morirá”; “Karin Fosssum, una de las pruebas de la existencia de nórdicos antes de Larsson”; “Raymond Chandler llegó tarde, pero menos mal que llegó”; “Francisco González Ledesma, el jefe de la banda”.
En el último de los capítulos, “Zanón y otros: los nuevos ‘nueve novísimos’ del género negrocriminal”, Camarasa dio la bienvenida a los últimos que nos habíamos sumado a la narrativa negra nacional mucho después que los grandes Andreu Martín, Juan Madrid, Giménez Bartlett o Lorenzo Silva. Estar en sus páginas fue más que un premio. En ellas me hizo una petición personal: No abandonar a la comisaria Ruiz aunque “sé que, en última instancia, será ella quien decida si la retoma o sigue sin ella”.
No iba a ignorar su consejo. Ni ése que devolvió vida a una comisaria aparcada durante un rato, ni ninguno sobre la buena literatura. Era Paco tan genial que cuando no quería hablar mal de un amigo y una le preguntaba en su librería, solo decía: “no lo he leído”. Pero siempre tenía un libro para cada lector. O un millón. Y, sobre todo, una energía y una capacidad de prescripción que riámonos de Twitter y Facebook. Camarasa, sus actos y sus consejos son, seguramente, la mejor red social a la que podamos aspirar. Gracias Paco. Gracias, Montse.
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