Entre el 20 y el 30 de noviembre de 1939, a lo largo de 467 kilómetros, España fue testigo de un episodio que, en cierto modo, recuerda al Mientras agonizo de Faulkner: el del cortejo fúnebre que trasladaba los restos de José Antonio Primo de Rivera, el fundador de Falange Española, fusilado tres años antes en el patio número cinco de la enfermería de la cárcel de Alicante, desde esta ciudad levantina hasta El Escorial, donde reposan los de once reyes. Valiéndose de esta percha, Paco Cerdà (Genovés, 1985) ha publicado un libro tremendo, muy bien escrito, Presentes (Alfaguara, 2024), en el que, amén de relatar “la mayor operación de propaganda, armada con las mejores plumas que han quedado en el país, para asentar el relato de una nueva España”, se centra en los peones, en los humildes, en los humillados, en los vencidos, en los que vencieron al modo Pirro, en conocidos como Miguel de Molina o en anónimos como una joven lebrijana violada. El periodista y escritor, autor de El peón o 14 de abril, conversa con Zenda sobre su última criatura de celulosa, una postal salvaje de la posguerra, ese bodegón de mutilados que no es otra cosa que “la continuación de la guerra por otros medios”.
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—Comienzo birlándole un par de preguntas a Borges: “¿Qué suerte de hombre ideó y ejecutó esa fúnebre farsa? ¿Un fanático, un triste, un alucinado o un impostor y un cínico?”.
—Era un cuerpo colectivo que tenía un poco de cada una de estas cosas. Sin duda, fue una epopeya buscada para impactar y perdurar en la memoria, pero, al mismo tiempo, fue una fantástica y alucinógena maniobra de propaganda y de apropiación por parte del dictador. Creo que el enterramiento de José Antonio Primo de Rivera, en buena parte, también lo fue de Falange Española tal y como él la concebía, y también fue el intento vergonzoso de esconder y, de alguna forma, enterrar, toda la represión que estaba teniendo lugar en esos días.
—Efectivamente, el entierro es una operación de propaganda tremenda. José Antonio pasa a ser “joseantonio”: deja de ser un hombre, se convierte en una idea, y esta puede deformarse, silenciarse… o desactivarse.
—El José Antonio útil es el muerto, no el vivo. El que va a tener un poder simbólico brutal durante muchos años. El que va a tener una presencia cotidiana en las mentes de todos los colegiales que pisen aulas en las que está su retrato, el de un político que, en las últimas elecciones, tuvo 46.000 votos, al mismo nivel y tamaño que el del dictador que gobierna un país de 26 millones de habitantes. Es interesante esa voluntad de crear la primera memoria histórica, que no es algo de hace veinte años, ni mucho menos, que ese primer franquismo de la primera posguerra tuvo. No sólo con las cruces de los caídos, no sólo con sus exhumaciones de sus, entre comillas, “muertos”, sino con este relato en el que José Antonio jugara un papel fundamental: recordar que hubo miles de muertos por la cruz y por la patria. Esa idea de muerte no debía olvidarse. Aunque el precio fuera olvidar a los demás.
—Ha mencionado la cruz. Puestos a divinizar: hasta se inventaron un padrenuestro joseantoniano.
—Y doce mandamientos joseantonianos, uno de los cuales decía: “Sólo adoramos a un profeta: José Antonio”. Fue un nivel de fanatismo, de divinización, de sobredosis emocional…
—Y le apodan el Fundador, el Profeta, el Ausente, el Elegido, el Genio Creador, el Nunca Muerto…
—Parece que estemos en el barroco más abarrocado del siglo XX. Un artificio casi teatral en el que el pueblo es parte del attrezzo. Un attrezzo de una guerra que ha terminado pero que, en realidad, no ha terminado: la posguerra es la continuación de la guerra por otros medios. Desde el punto de vista literario, me parecía interesante que el lector pudiera subsumirse en toda esa pompa, en esa retórica, en esa prosa inflamada del falangismo del año 39 para, al mismo tiempo, sin salirse de los márgenes de la no ficción, contrastarla, inmediatamente después, con la prosa más áspera, más dura, más conectada con la realidad de aquellos, discúlpame la licencia de autocita, “peones” que estaban pagando el precio de la represión, la resistencia y el ocultamiento.
—Luego le preguntaré por los peones, pero no quería dejar pasar esto de José Antonio: horas antes de su muerte, llama a la reconciliación. Y perdona. ¿Sincero o no? No lo sé. Pero ahí está.
—Estoy como tú. Sin duda, es una figura compleja, con muchos matices. Creo que el José Antonio que nos llegó es el invento o el constructo creado por Franco y el franquismo, al igual que la Falange que nos llegó. José Antonio, hijo de un dictador, empeñado en restituir la memoria de su padre, fascinado con el fascismo, diputado durante dos años, un hombre que tenía, de alguna forma, un impulso poético, místico, intelectual también, tenía una corte de literatos a su alrededor…, defendía la violencia, fue detenido, fue fusilado en el patio de una cárcel con sólo 33 años…, todo lo hizo muy rápido. Como dices, en esos últimos momentos en los que llama a la reconciliación, ese “que mi sangre sea la última en derramarse”…, claro, él también era un abogado. Quizá esperaba, como último recurso, que esas cartas, esos textos, sirviesen como absolución final. Sería lícito, lo podríamos entender. Quizá era sincero y se dio cuenta de cómo esa dialéctica de los puños y las pistolas había abocado a algo tan tremendo como la Guerra Civil. Él fue fusilado poco después de que arrancara, no vio la sangría de la Guerra Civil ni la represión de la posguerra. Es una figura interesante. Intelectualmente, 85 años después, es interesante asomarse a ese mundo. Scurati dice que hay que mirar a la cara y a los ojos a aquello que nos incomoda, porque es la única forma de conocer mejor nuestro pasado.
—En esta España de fusilados, mutilados, cárceles y miseria, ¿cuánto poder acumularon los imbéciles?
—Normalmente, no suelo utilizar esas expresiones tan gordas y tan llamativas, aunque me encanta recogerlas cuando hago de periodista para algún titular (risas). Me gusta pensar que, como decía George Bernanos, que un imbécil es muy peligroso. Y me gusta pensar que la imbecilidad, en parte, se puede curar con conocimiento, con cultura. Creo que en esa primera posguerra, en ese noviembre del 39, se buscaba gente dócil, lo que podríamos llamar “imbécil”. Pero el poder no lo tenían los imbéciles. Lo tenía gente realmente sanguinaria, vengativa y cruel. Me pregunto en muchas ocasiones si no era suficiente con ganar la guerra. En el año 43 fusilaron a mi abuelo. ¿Era preciso llegar a ese extremo?
—Lo siento.
—Que hubiera una posguerra tan sanguinaria… ¿Por qué? ¿Era necesario? Sí, me lo pregunto muchas veces.
—Volvamos a la cultura. Hábleme sobre los libros disolventes.
—Eran algo tan peligroso como La Celestina. Algo que te hiciera pensar, que te acercara un poco a la libertad. Que fuera en contra de ese pensamiento único que ya en el primer manual escolar, que se estaba imprimiendo mientras tenía lugar este cortejo, en el que se ordenaba a los niños cómo debían obedecer, cómo debían callar. Creo que los libros disolventes nos alejan de esa actitud tan cobarde y tan insegura. Cuando uno quiere alejar del pensamiento crítico a una persona es porque está inseguro de sus propios postulados.
—Dedica capítulos a Miguel Hernández, Elena Fortún y, tangencialmente, volviendo por Borges, el hermano de Manuel.
—(Risas) Hablo de Pilar de Valderrama, que era la Guiomar de Antonio Machado, sí. Creo que la cultura tiene siempre un papel importante en mis libros. La poesía también la tiene. Miguel Hernández, para mí, representa la dignidad. Machado: de alguna forma, vibra siempre en mí ese verso de: “Soy, en el buen sentido de la palabra, bueno”.
—“Y, más que un hombre al uso que sabe su doctrina…”.
—Ojalá pudiera algún día acercarme a esa definición. Pocas cosas hay más importante que esa.
—Elena Fortún.
—Por contagio positivo de mi novia, que leía de pequeña los libros de Celia y luego me hizo ver la importancia que tuvo en los años de la II República, cómo tuvo que esconder su orientación sexual, tuvo que sufrir el exilio y reconvertirse muchas veces. En los tres casos, hay una forma de resistencia y de observar el precio que se paga, el sacrificio que se sufre por el compromiso personal. Aunque, a veces, ese compromiso no sea tan político como el de Elena Fortún. Pero es que tomar la pluma ya es un acto de compromiso. La palabra tiene un poder enorme, para bien y para mal: destruye como nada y construye sueños y utopías. Todo parte de la palabra, siempre. Es algo que me sigue volviendo de forma recurrente desde El peón: cómo necesitamos, como sociedad, que estas vanguardias abran paso, pero qué putada, como peón, ser ese Miguel Hernández, ser ese Antonio Machado.
—Las historias de los peones anónimos, de los humildes como La Muchacha o los Topos, ¿cómo las descubre?
—Yo estaba llamándoles, por deformación, “peones”, pero los quería llamar “presentes”, de ahí el título del libro: porque estaban presentes, aunque quisieran esconderlos. Hablábamos de la gente más conocida que adquiere un compromiso político o de otro modo, pero después están aquellos desconocidos o anónimos, esa minúscula de la Historia que, de alguna forma, hila todos mis libros, y que sufre el vendaval de la Historia con mayúsculas. La Historia con mayúscula, al final, se ve reflejada en las vidas de las personas. En la falta de crecimiento en la altura de los españoles de aquellos años por falta de alimentación, por ejemplo. Después, lo está de una forma muy tremenda en estas vidas: en el requeté que muere por consecuencias de sus heridas de guerra, en el falangista que está mutilado y no puede comer, en la muchacha violada…
—¿Cómo llega a ese caso? Es de los más impresionantes…
—Llego a partir de un artículo académico publicado por una investigadora británica. Hay una mínima referencia, le pido el expediente completo, lo consigo yo a través de la justicia militar… Sobre los topos: estaban escondidos por toda España: por eso no es un solo topo, sino un grupo, para dar la sensación de España cometida en topera. O los noctámbulos: escondidos en la Embajada de Chile, su mundo se está derruyendo, y ellos están haciendo una revista literaria… Igual que me parece casi inconcebible el romanticismo de los brigadistas internacionales, me parece extraño imaginarme hoy, en una situación límite de este tipo, escuchando el tableteo de las ametralladoras que están fusilando al amanecer, y tú, escritor, poeta, dramaturgo, estar componiendo una revista, en papel, que sólo tendrá un ejemplar, que se llama Luna… Me parece de otro mundo.
—Hoy, parece imposible.
—Creo que responde a la pérdida de los ideales con mayúscula respecto a esa época, pero no sé si es para bien o para mal: por esos ideales se paga un precio. Y es el precio que esconde el relato épico. Muchos perdieron la vida. Tenían nombres, apellidos, historias. Por eso me gusta rescatar algunas de ellas: creo que en los grises nos identificamos un poco más. Es importante recuperar estas historias, creo, para dar el justo valor al sacrificio que muchos de ellos pagaron.
—Y, para finalizar, ¿hay algún partido que hoy, realmente, se parezca a Falange?
—No suelo hacer vinculaciones con el presente. Una de las conexiones que hacía al escribir este libro es la del peligro de banalizar el odio. Y el peligro de los fanatismos. No hace falta más que ver toda la repercusión que tuvo en las vidas de todas estas personas pequeñas para intentar tomar conciencia de los peligros de esas marchas triunfales que, en aquel momento, se hizo con un cadáver y que, ahora mismo, podemos ver con distintos ropajes.
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