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Padrenuestro, de Beatriz Roger y Luiso Soldevila

Padrenuestro, de Beatriz Roger y Luiso Soldevila

El detective barcelonés Nico Ros regresa a la escena literaria con el caso de un sádico asesino que está sembrando el terror en la Costa Brava. El comisario que investigaba esos crímenes ha desaparecido y Nico Ros llegará al Empordà con la intención de resolver el caso.

En Zenda reproducimos las primeras páginas de Padrenuestro (Planeta), de Beatriz Roger y Luiso Soldevila.

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1

Esclanyà, 22 de diciembre, 7.45

—¡Hostia puta! — Son las primeras palabras que suelta el inspector Antonio Pàmies al entrar en el granero y contemplar la escena que tiene delante—. ¿Qué tenemos aquí?

A diferencia de otros que han pasado por ahí antes que él, el tufo a podrido y a muerte no lo aturde y sus ojos no revelan ni un atisbo de asco o angustia al detenerse junto al cadáver tan desnudo como el día que llegó al mundo. Solo sorpresa. Y ganas. Muchas ganas. Sin miramientos y sin saludos, entrecierra los ojos, arruga el ceño y aprieta los dientes con fuerza. Se siente como un perro de presa al que se le promete una buena cacería. Y el premio final. Se toma apenas un minuto para grabar en su retina la escena: un hombre desnudo, sentado en una vieja silla. Muerto. En lugar de su cabeza, tiene cosida al cuello, con hilo de nailon y puntadas eficaces, la de una cabra que les saca la lengua. Una flecha le atraviesa el tórax, muy cerca del corazón. El cuerpo muestra los inevitables signos del paso del tiempo. Desde luego, no era un hombre joven. En el suelo, a la izquierda, la cabra decapitada descansa para siempre. A los pies de la víctima, se está secando el resto de una orina delatora del miedo con el que, sin duda, se despidió del mundo.

Pàmies se acerca tanto al cadáver que a punto está de pisar al doctor Casals, que lo estudia en cuclillas:

—Esos modales, Tono — le reprende el forense procurando no perder el equilibrio.

—Vale, vale, doctorcito. Olvidaba que eras un remilgado y un antiguo.

—Las víctimas merecen respeto. Respeto. — Casals repite la última palabra haciendo honor a un rasgo muy suyo que Pàmies ya no tiene en cuenta y decide no responder a eso.

Cada uno entiende ese respeto de una forma y, para Pàmies, la suya es no dar tregua a los malvados. Le parece mucho más eficaz dar caza a un asesino que cuidar el lenguaje ante alguien que ya no puede oír. Ni respirar. Se inclina para observar más de cerca el extraño cadáver, en parte hombre, en parte cabra. La escena del crimen está iluminada por focos de luz tan blanca y resplandeciente que lo obligan a parpadear varias veces. El olor es nauseabundo. Una mezcla de sangre, miedo y estiércol. En el exterior todavía es de noche. Pero amanecerá. Siempre lo hace.

El comisario Héctor Narváez saluda a la jueza de instrucción y le hace señas al inspector para que se acerque.

—Buenos días, Tono. Gracias por venir. — Su mirada perspicaz se detiene en las bolsas de los párpados inferiores del inspector y en su barba de varios días—. Ya ves a qué nos enfrentamos.

—¿Al mismísimo diablo? Desde luego, se han ensañado con el tipo. — Pàmies pretende encender un cigarrillo y Héctor se lo impide con una simple mirada—. Y con la cabra. No veo la cabeza de la víctima.

—Porque no está aquí. Se la han llevado.

—Joder con el asesino rarito.

—O asesinos. En plural. Quién sabe.

—¿Quién es el fiambre?

—Oriol Mateu. Dueño de esta granja con su hermano Andreu. — Héctor señala al hombre que solloza en una esquina, consolado por el subinspector Quiroga y su infinita paciencia—. Lo ha reconocido por un lunar. Casi le da un infarto.

—¿Uri el Sordo? — Pàmies parece desconcertado.

—¿Lo conocías?

—Esto es un pueblo, Héctor.

—Claro. Pero yo también vivo en él y no lo había visto nunca.

—Porque tú eres un puritano que no hace más que trabajar y estar en familia, comisario. No sabes divertirte — responde con sorna—; en cambio yo tengo vida social.

—Comprendo. Su hermano nos ha dicho que Oriol frecuentaba el bar a diario. Será por eso. — Pàmies lo mira con una indiferencia que no siente y Héctor suaviza el tono—. Vas a hacerte cargo de esto, pero bajo mi supervisión, ¿queda claro? Y tengo algunas condiciones.

—Pareces mi madre, collons. ¿Qué pasa con tu niño bonito? — Pàmies señala un rincón del establo—. ¿Lo tienes castigado?

—No fastidies, que no estoy para bromas. Se ha perdido una niña en la Gola del Ter. Pondré a Quiroga al mando de la búsqueda. Por eso he pensado en ti.

—Menudo honor, aunque sea por descarte. — Hace una reverencia burlesca y ridícula que exaspera más a Héctor. Después, algo más serio, pregunta—: ¿Por qué yo? No sueles confiar en mí.

—Y no lo hago. Pero eres un gran policía cuando quieres — contesta Héctor despacio—, eres el único que no ha sentido náuseas al ver el cadáver, aunque no estoy seguro de que eso sea bueno. Además, nada de lo que encuentres podrá perturbar tu alma más de lo que ya lo está. Necesito tu experiencia porque no creo que esto acabe aquí. Los tipos que se empeñan en escenificar sus crímenes suelen estar emperrados en contar una historia. Y a ti se te da bien desentrañarlas si… — se asegura de que nadie los oye— no estás bebido.

Pàmies no se molesta en contradecirlo o defenderse. Las cosas son como son. No será él quien niegue esa verdad absoluta. Podría decirle a su amigo que él es un buen policía incluso bebido. Probablemente, más que sobrio. Pero sería poco acertado y quiere el caso. Lo quiere más que cualquier otra cosa. Porque, en realidad, no tiene nada más. Mete las manos en los bolsillos de su gabán beis que pide a gritos un paseo por la tintorería y pregunta:

—Entonces, ¿el caso es mío?

—Siempre y cuando me prometas que no vas a beber. Al menos, hasta que esto acabe.

—Claro. Empezaré ahora mismo. Estoy fresco como una lechuga.

—Embustero. — Héctor se aleja de él unos centímetros y añade—: Apestas a alcohol. Y vete a saber a qué más. Cuando acabes aquí, te das una buena ducha, te cambias de ropa, te afeitas, desayunas algo sólido y…

—¡Eh, eh, eh! Para el carro, ¿acaso quieres matarme? No es bueno desorientar al cuerpo, ¿sabes?

—¿Puedo contar contigo? — Héctor clava sus ojos azules en los de su amigo, vidriosos, delatores de excesos y faltos de sueño.

—Puedes hacerlo.

Y Héctor sabe que dice la verdad. Pàmies utilizará sus propios métodos. Será políticamente incorrecto. Cabreará a cuantos pueda, incluido a él mismo, y no respetará nada ni a nadie. Pero sea quien sea el demente que ha sembrado caos y muerte en el granero, ya puede prepararse.

—Bien. Pues te dejo al mando. Cuenta con los hombres que necesites. Y, por supuesto, mantenme informado al minuto. — Héctor echa un último vistazo al pálido cuerpo de la víctima, a la histriónica cabeza de cabra cosida a su cuello y a la lengua rígida y desvergonzada. El granero parece haberse convertido en un enorme ataúd. Siempre será ya un lugar triste. Violento. Porque el horror se pega a las cosas, a las paredes de los sitios. Y a las personas—. ¡Quiroga! — Marcos se acerca evitando mirar a Pàmies. Las antipatías suelen ser mutuas—. Vaya a la Gola del Ter y ocúpese del caso. Con la luz diurna será más fácil dar con ella. Si hoy no aparece… deberemos pensar en otras posibilidades más graves. Yo regreso a la comisaría. — Marcos asiente y se dispone a marcharse. Si está decepcionado por no poder participar en la investigación del crimen más alucinante perpetrado desde que empezó su carrera, su expresión no da muestra de ello—. Nico está en Llafranc. Tal vez le llame para que nos eche una mano.

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Autor: Beatriz Roger y Luiso Soldevila. Título: Padrenuestro. Un nuevo caso de Nico Ros. Editorial: Planeta. Venta: Todostuslibros.com

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