Uno de los nidos que aún soporta mi peso y mis graznidos de harpía entreverados con balidos de fauno se halla en una barriada popular. Levantada en época franquista como viviendas de protección oficial, para acoger a personas desfavorecidas y a familias trabajadoras poco cualificadas. Hoy ocupan estas casas descendientes de las mismas y una variopinta gama de personajes, desde profesionales de clase media más o menos acomodada hasta grupos de inmigrantes.
En la parte trasera hay una zona ajardinada, a la que sombrean un puñado de venerables pinos y, tras ella, otra fila de viviendas gemelas. Desde la cristalera de mi cocina se divisan las ventanas traseras y una balconada de las moradas de enfrente.
En el primer piso habita una viuda que frisa la sesentena. Desde mi nido sólo puedo otear su terraza abalconada, la puerta de la cocina y la ventana del salón. La parte izquierda la tiene llena de flores, con unos tiestos que mima antes de que apriete el sol. A la derecha, se ha montado una tablazón para proteger un hornillo, en el que cocina. Se ve que lo que es propiamente la cocina, con todos los muebles y electrodomésticos, la tiene de adorno para mostrarla a las visitas. Inmaculada, sin duda.
Es muy hacendosa y todos los días, sin fallar, antes de que salga el sol, barre y friega toda la casa, terraza incluida. Una vez acabada la limpieza, agarra el cubo con el agua sucia y tira su contenido al jardín, sin previo aviso. La vecina del bajo la suele increpar llamándola “guarra”, pero mi heroína no se arredra y sigue impertérrita. Parece que también quiere mantener cual los chorros del oro su inodoro y no lo va a emporcar echándole el agua sucia. Así que, haciendo lo que ya hicieron sus ancestros en tiempos romanos y medievales, arroja sus desechos a la vía pública. En mi buena fe, deseo creer que lo que va en el cubo es sólo agua sucia. Aunque no sería de extrañar que tampoco quisiera ensuciar su sanitario con aguas mayores o menores.
Dando un paseo por el barrio hacia los colmados en los que me abastezco o las tabernas donde abrevo y busco consuelo a las aflicciones de la rutina cotidiana en un mundo que ya no comprendo y que cada vez veo menos mío, observo que la actitud de mi vecina no es exclusiva: he visto más de una vivienda donde la parienta arroja el cubo de la fregaza o el maromo tira las migas del pan y otros desperdicios como pasto de la plaga de palomas, ratas con alas, sin importarles que bajo sus balcones haya coches aparcados o pasen viandantes.
Por mucho que me duela, mis vecinos son unos guarros. No son una excepción en la sociedad que vivimos. Habitamos un país de guarros.
Guarros que llenan los parabrisas y buzones con folletos de propaganda, entre los que abundan los de fornicio. Guarros los que los agarran de sus limpiaparabrisas y los arrojan, sin más, al suelo.
Marranos los que fuman en la calle y tiran sus colillas o gargajos a la vía pública, aunque tengan un cenicero o una papelera adaptada al lado.
Puercos los que se juntan para hacer un botellón y dejan el sitio en el que se reúnen convertido en una cochiquera. Huyo despavorido cuando se celebran fiestas: enerva ver parques, jardines o espacios monumentales convertidos en mingitorios, en albañales de una panda de palurdos que en circunstancias normales parecen civilizados pero que, en cuanto catan el morapio, sacan al mandril (el pobre simio me perdone) que en realidad son.
Gorrinos supinos los alfalfabetos (alfalfabeto y no analfabeto pues sus neuronas deben de alimentarse sólo de alfalfa, como el resto de sus compadres puercos) que van dejando su miserable huella en forma de grafitos horrendos en fachadas, árboles o lugares de especial belleza histórica o paisajística. Si al menos tuvieran dotes artísticas, en vez de esos escupitajos en tinta con la que quieren dejar rastro de su mísera existencia con una firma tan miserable como sus vacuas vidas.
Gochos los que en los aseos públicos mean en todos los lados menos en la taza del urinario, convirtiendo éstos en arroyo inmundo. Los que en bares o mesones arrojan sus porquerías al suelo, aunque tengan al lado una papelera del tamaño de un lebrillo. Maiali di merda, les ladra mi amigo Melchiorre desde su barra del Baretto, aseverando que no ha visto gente tan puerca ni en Nápoles o Palermo, que para él deben de ser el acabose en cuanto a civismo.
Y, sobre todo, más que puercos, repugnantes los dueños de mascotas que permiten que éstas excrementen donde les plazca y dejan sus mierdas in situ, como sello de su cochambre personal. Si fueran sus mascotas los que los llevaran encadenados y con bozal, seguro que ellas sí recogerían sus deposiciones y las arrojarían a un contenedor. En alguno de los paseos por esta ciudad que quiero amar y tanto me duele observé a una dama de las de alto copete, collar de perlas al cuello y relicario en las bragas no vaya a ser que a su marido le entre la tentación y quiera pasar ese “detente, bálano”, paseando a una perrilla emperifollada. Pese a sus aires de grandeza, al animalillo le entraron ganas de defecar y sin perder la compostura lo hizo. Su ama siguió su camino sin humillarse a recoger las prendas de su mascota (de considerable tamaño y fétido olor hay que decir: se ve que el oficio cacatorio no distingue de status). Un empleado de la limpieza, que, escoba y contenedor en ristre, se batía por adecentar la alameda tras la invasión de los cuinos, le llamó la atención. La doña le respondió que ella pagaba sus impuestos para que él limpiara las calles. El barrendero, con mucha calma, le respondió que no le pagaban para educar a marranas, que la buena educación se supone que venía con la clase, clase que, a pesar de visones y collares, ella no tenía. Los espectadores lo jaleamos al tiempo que señora y perra, bufando su desprecio por las fosas nasales, se alejaban. Sin recoger la mierda.
Los dioses me han castigado enviándome dos descendientes íntegros, honestos y cabales, que han de nadar contra corriente en esta sociedad espuria y veleidosa. Más de una vez, recorriendo con ellos espacios históricos o naturales perdidos de la mano de Dios, a kilómetros de la civilización, han encontrado desechos dejados allí por los nuevos bárbaros. Desobedeciéndome, los han recogido y transportado hasta depositarlos en sus correspondientes contenedores. No sé si irritarme con ellos o estar orgulloso de su compromiso y coherencia con los valores de respeto para sus semejantes y el medioambiente, que desde su familia y su grupo de exploradores scout les hemos transmitido.
Cuando el mayor tuvo que dar el paso desde el colegio al instituto, no obtuvo plaza en el centro al que iban a ir todos sus amigos de infancia. A diferencia del resto, no hicimos triquiñuelas varias para subir la puntuación. Tampoco quise llamar a ninguno de mis conocidos en instancias superiores para ver “si se podía hacer algo”. Mi padre, hijo de una madre analfabeta que se deslomó en huertos y almacenes para darle la posibilidad de estudiar y labrarse un futuro, sirvió casi 40 años al Estado como maestro. Nos transmitió a mí y a mis hijos lo sagrado de intentar ser honesto, no robar ni engañar a quienes pagaban nuestro salario. Falsificar algo o tocar influencias para que mi vástago pudiera continuar con sus compañeros de niñez me pareció muy alejado de las enseñanzas paternas.
Muy a nuestro dolor, sobre todo suyo, mi primogénito hubo de matricularse en un centro de 1500 alumnos, lejos de su hogar y de su colegio. Su madre y yo, más por seguir la costumbre social que por fe, lo habíamos apuntado en los cursos que daba la parroquia para preparar la confirmación. Una mañana se plantaron en la puerta de su nuevo centro un grupo de evangélicos repartiendo a todos los zagales ejemplares de la Biblia. Algunos muchachos cogieron los libros para acto seguido arrojarlos al suelo. Mi hijo, con 12 años y pipiolo, sin amigos ni conocidos, los recriminó por ello. Los más gallitos vieron la ocasión de hacer escarnio del novato y rompieron en sus ojos varios ejemplares. Mi criatura, afligido, les dijo que ésa era la palabra de Dios y que estaban profanándola. Alguno le replicó que ése no era su Dios, a lo que el niño les respondió que era el Mismo, aunque lo adoraran de forma diferente. Apiló los libros arrojados al suelo, arrebató los que estaban rasgando y los defendió con su cuerpo, lloroso, rodeado de un corro de hienas ávidas de burla y humillación. Cuando me llamó la jefa de estudios informándome del incidente, al principio sentí vergüenza y me disculpé: sé lo hijosdeputa que pueden ser algunos adolescentes y que mi crío se había puesto en el ojo del huracán con su acto a lo Juana de Arco. La directiva me preguntó si lo habíamos educado en la fe cristiana. Al responderle que sí, me dijo que nos había dado una lección de coherencia y que debíamos felicitarlo por ello y por su valentía.
A finales del curso pasado tuve una desagradable experiencia con uno de mis cursos. Corrigiendo el examen final detecté que, pese a que intenté tomar todas las precauciones, una camarilla no pequeña había copiado en algunas preguntas. Se las saben todas: pinganillos, relojes digitales aparentemente normales o qué sé yo. Por muy pendiente que esté alguna vez consiguen colármela. Al igual que les sucede a bastantes compañeros. No pudiendo saber a ciencia cierta hasta dónde se había extendido la carcoma, tras abroncarlos con dureza en el grupo de clase (considero el copiar un acto de corrupción, uno de los mayores cánceres que asolan este país) opté por hacerles a todos otro examen para ver lo que de verdad sabían. Moví el avispero: durante todo el fin de semana estuve recibiendo correos de padres furibundos defendiendo la honestidad de sus hijos. Me mantuve inflexible. En la nueva corrección pude corroborar quiénes habían copiado de verdad. Me guardé ese dato para mí. Podía haberme ensañado con ellos y suspenderles la asignatura, pero consideré que por un error (grave, hay que decirlo) no debían jugarse el trabajo de todo un año. Me limité a anularles las preguntas en las que habían copiado y a evaluarlos no sólo con este examen (uno más entre las muchas pruebas que habíamos hecho a lo largo del curso: más de 10). Algunos de los pillados in fraganti eran de esas familias cuyos padres pusieron el grito en el cielo ante mi medida disciplinaria.
Dos años después del incidente con las biblias volvió a telefonearme la jefa de estudios de mis hijos. En un recreo, el mayor fue sorprendido por una de sus profesoras cogiendo unos papeles en la rejilla que hay bajo los pupitres. De una mesa que no era la suya. Cogió los folios y se dirigió a romperlos a una papelera. La docente le preguntó qué hacía cogiendo folios en una mesa ajena. Calló al principio, pero, al insistirle la profesora, dijo que eran chuletas y que las estaba rompiendo. No dio el nombre del compañero. La enseñante le respondió que qué le importaba a él si usaba chuletas o que se lo dijera al profesor con el que tenía después el examen. Le respondió que no era un chivato. Que rompía esas chuletas no por él, que llevaba varios días preparando el examen, sino por aquellos compañeros que por tener una capacidad más limitada se habían pasado tardes estudiando y les costaba mucho sacar una materia. Era por ellos, por los que lo daban todo y sudaban tinta para aprobar, y por los que llevaban jornadas “empollando” tras renunciar a su ocio, por lo que no le parecía justo que una persona, que había estado hasta las tantas enganchada al móvil sin abrir los apuntes, aprobara con trampas. Se marchó sin dar ningún dato sobre el propietario de la mesa.
Supe después, no por mi hijo, que había sido una chica, que acudió a buscarlo en el recreo acompañada de dos matones, que se amilanaron al ver la planta de mi descendiente: sobrepasa el metro noventa y ejercita su cuerpo en el deporte. A su acusadora le espetó que, si no hubiera estado perdiendo el tiempo con el móvil, tal vez hubiera podido estudiar mejor, que lo dejara ahora en paz, ya que quería repasar.
La historia me la contó la jefa de estudios. Quería felicitarnos. Le respondí que la semilla la plantó mi padre, su abuelo, por el que mis hijos sentían adoración, con sus monsergas continuas sobre la honestidad, la deuda que teníamos con el Arístides que nos dio el nombre y la carga de “El Justo” y, sobre todo, con intentar no manchar ni su nombre ni el de su madre, mi abuela Elena Mínguez.
Por ello no puedo comprender que las familias de mi alumnado no le hayan transmitido estos valores que me parecen esenciales. Una de las cosas que más me enervan es que quieran engañarme a mí y a sus compañeros siendo deshonestos. Pero miro a quienes presuntamente nos gobiernan y se me caen los palos del sombrajo, como diría un huertano. Un contubernio de ineptos algunos de los cuales apenas ha trabajado honradamente en nada ajeno al compadreo político. Una panda de tránsfugas que han traicionado a sus votantes y parasitan a los ciudadanos que con su sudor pagan sus millonarios sueldos. Un presidente que consiente esta infamante caterva y se pliega al chantaje de los ultras, prometiendo una cosa a una de su partido que quería disputarle el liderazgo e incumpliendo después su solemne promesa. ¿Qué ejemplaridad, qué fiabilidad, qué honestidad puede ver un ciudadano en los que, se supone, son sus líderes?
Me dicen que la sensación de vivir rodeado de puercos no se tiene en otros territorios de nuestra geografía. Puede ser. En mis visitas a lo que quieren que sea el faro de España, Madrid, he visto la misma cochambre, también en lo moral, así como complicidad de sus habitantes con los dirigentes que cometen tropelías.
Sé que hay chorizos y ganapanes sin escrúpulos a diestro, siniestro y cabestro. No tolero ninguna deshonestidad ni rapiña de lo público en ningún partido. Ni me vale con que los tuyos, más. Como si le debiera vasallaje a algún credo político. Nuestra maldición es que seguimos siendo una nación de pícaros, donde Lázaro de Tormes continúa haciendo de las suyas con traje, corbata y escaño o despacho. Donde monipodios colocan a rinconetes y cortadillos en canonjías diversas para que medren a costa del erario común. Ya está bien del adagio cidiano de “qué buen vasallo si hubiera buen señor”, cuando muchos ni siquiera aspiran a ser vasallos y se convierten sin rubor en palanganeros, mozos de cuerda o mamporreros de los poderosos.
Me duele esta España convertida en una cochinera. Aun así, no puedo dejar de amarla, sobre todo a los hombres y mujeres honestos que la han hecho grande y tolerante. Escuece leer a Valle Inclán en su Luces de Bohemia y constatar cómo la esperpéntica visión de España que dio hace más de 100 años vive y apesta. Sueño con exiliarme, pero me retienen dos cosas. Una: que debo seguir luchando por conseguir una sociedad mejor para mis hijos y pupilos y para aquellas personas que se baten a diario con honradez y ejemplaridad. Y dos: que en aquellos países que considero mis otras Ítacas, Italia y Grecia, el civismo y la ejemplaridad también brillan por su ausencia. A veces me siento un expatriado y, siguiendo los consejos de Pérez-Reverte, me refugio en el scriptorium de mis libros, músicas, películas y viajes para huir de la barbarie e indigencia moral que nos devastan.
Lo que tengo claro es que esta costumbre de emporcar todo lo que nos rodea, máxime si es público, es síntoma de una sociedad enferma. De una sociedad que no se respeta a sí misma. Y de una sociedad tan enferma e irrespetuosa salen engendros, metástasis que acaban devorando cuanto de bueno haya en ella.
Excepcional. Me deja usted sin palabras. Creo, y espero, que muchos pensamos lo mismo.
De nuevo el tema de la educación. Porque el civismo también lo es. Es el resultado. Educación buenista, consentida y sin valores = pocilga. Y digo pocilga porque ha sido usted muy suave llamándola cochiquera.
Rinconetes, cortadillos, bachilleres trapaza y garduñas de Sevilla. Estamos igual que antes. O peor. Ya que, entonces, eran más o menos reconocibles y enclaustrados en unos determinados entornos. Ahora no. Ahora, los trapazas y las garduñas se alojan desde la Moncloa para abajo, en las eléctricas, en los bancos, en los consejos de administración, en lo más alto del estatus social. Y todo lo demás llega por imitación. ¿Para qué voy a esforzarme en mi tesis si otros cortan y pegan?
Porque desde el poder, desde el buenismo relativista, se alientan determinadas conductas: si ensuciar las ciudades con grafitis es un arte (eufemísticamente llamado arte urbano), pués, ¡viva la asquerosidad y lo cutre! Y si el niñito hijo de un familiar, amigo, vecino o arreglador de favores, hace escultura, pues nada, llenamos nuestras plazas ciudadanas con trozos de chatarra mal colocados y hacemos de ellas un vertedero. Hubo una ciudad del norte de Madrid en la que ya no quedaba ni un hueco para ser ensuciado con expray. Si te quedabas quieto, en la calle, dos minutos, te pintaban a ti.
Y los que fuman. ¡Horror! Par depositando sus colillitas por todos los lugares imaginables y las machacan con el pié con una saña maquiavélica. Te las puedes encontrar alfombrando las paradas de autobús, las entradas a los hospitales, las calles, las playas… y no hagas un viaje a alguna zona paisajística. Si lo haces, mira al frente o al cielo, nunca al suelo. En el lugar más paradisíaco, en los entornos naturales más bellos, ahí han dejado su huella en el suelo psra que venga otro, no se sabe quíen, y recoja sus inmundicias. Y también hasta esos lugares llegan los exprays, esas herramientas del diablo cuya fabricación deberían prohibir o grabarlas (ahí si) con un 800 por ciento de impuestos.
Verdad completa en su artículo. En el tema educativo ya me he explayado suficientemente anteriormente, despotricando a placer. Leyéndolo, me ha amargado usted hoy el desayuno. ¡Qué le vamos a hacer!
Saludos.
Es cuestión de perspectiva. Yo vivo en la España rural, la ‘España profunda’ o ‘España negra’ que dicen los cretinos. Si en mi pueblo hay un papel tirado en el suelo, es porque ha venido gente de la ciudad. Los del pueblo lo recogemos enseguida. De hecho, no hay barrenderos. Cuando los vecinos nos cruzamos, pasamos un rato hablando… Siempre nos ayudamos entre todos y las diferencias de cualquier tipo son siempre suavizadas por el hecho de que, como los matrimonios, nos hemos de llevar bien sí o sí porque vivimos en el mismo lugar y no podemos permitirnos el lujo de ser maleducados o comportarnos como salvajes. Los de ciudad dicen que esto nuestro modo de vida es idílico, el paisaje paradisíaco y que les gustaría vivir aquí, pero es falso, no lo hará nadie. Nos desprecian y desprecian las normas no escritas de la vida en el medio rural. Aquí somos paletos y cavernarios; en USA nos llamarían ‘rednecks’ y ‘hillbillies’. Siempre ha sido y será así. La soberbia es la marca del diablo, y la estupidez, el efecto más evidente de la soberbia.
Le felicito por sus hijos y espero que no les arrastre la corriente.
De «España negra» nada. Y si es profunda es por profundidad espiritual y humana. Quizás sea la España real, la auténtica, la que guarda las tradiciones, la unida a la tierra, a la naturaleza. La otra, la de las ciudades, sobre todo las grandes, en d´onde por desgracia vivo yo, es la americanizada, la artificial, la desconectada de la tierra, la inculta, la sucia, la de los políticos, la de la traición, la insidia, la hipocresía, reino de la imagen, el qué dirán y la superficialidad. Es cierto que hay barrios que parecen pueblos y que la gente, la buena gente, busca la cohesión social, la vecindad y la colaboración con los demás. Habrá que preguntarse por qué estamos en la época en la que la gente busca con ahinco la camaradería, la vecindad, las relaciones interpersonales, aquel paraíso perdido en el que todos llegamos a habitar alguna vez en el pasado.
No hay nada más soberbio y prepotente que un estúpido, que un cretino. Normalmente, la sabiduría es humilde y comprensiva.
Saludos.
Como suele suceder, estoy de acuerdo con usted, amigo Ricarrob. He vivido en varias ciudades y tengo las misma sensaciones; y lo mismo en cuanto a las relaciones de vecindad de algunos barrios. Cuando empezamos a tener niños, mi mujer y yo decidimos cortar por lo sano y marchamos a un lugar donde pudieran ir en bici por la calle, donde tuvieran la libertad de ir a donde quisieran sin peligro, donde pudieran perseguir saltamontes y jugar en el bosque, en vez de perder la infancia entre cuatro paredes y frente a una pantalla. A cambio tuvimos que renunciar a algunas cosillas sin importancia. Nada en comparación con el silencio de la noche, el escuchar la brisa agitando las ramas de los árboles delante de casa o haciendo ondear el mar de trigos verdes, el olor del campo húmedo cuando llueve o de las viñas cargadas de uva, el espectáculo grandioso de una tormenta, las noches estrelladas, la caída de la hoja, las nubes de los cielos del principio de otoño, el volver a pisar y trabajar la tierra y comer de ella, la alegría de los niños felices y sanos alborotando como únicos dueños de la calle, y los mayores disfrutando de una segunda juventud contemplando la algarabía, las tardes de invierno frente al fuego (porque sin fuego, no hay manes ni hogar), con el vino, la conversación y los libros en vez de la televisión y el ocio comercial, los paseos por el bosque escarchado o alfombrados por la hojarasca, o por los despoblados engullidos por la vegetación. Pero lo que más aprecio es la sensación de libertad que da la intemporalidad, el no estar sujeto al ajetreo, de eso que llaman ‘actualidad’, las modas, vanidades y servidumbres de lugares donde todo es ‘visibilidad’, como dicen los tontos, es decir, toda esa apariencia de la que usted habla, fachada y espectáculo que impide al hombre reflexionar y saber quién es. Ahora yo entiendo un poco cómo los antiguos monjes podían ser inmensamente felices sin tener nada, o mejor dicho, teniéndolo todo. ¡Y sin Agenda 2030, ni puñetera falta que hacía!
Lamentablemente todo lo que cuenta es cierto. No hace falta analizar más. Yo me desespero y pido una salida una esperanza de que podremos cambiar. Estoy harta de saber lo malos que somos pero mas harta aún de que sólo se den presuntas soluciones genéricas como «la educación» que es un fin pero no un medio. No sabemos los medios para llegar a la educación social. Eso es lo que hay que pensar.
Buenísimo el artículo. Da esperanza leer que esos sentimientos de vergüenza social la tenemos más individuos de lo que aparentemente se puede apreciar.
Bueno, completamente de acuerdo con todo, sin excepción .
Respecto a la limpieza del personal, los 43 años de trabajo en el servicio de limpieza de mí ciudad, dan paras haber visto todo eso y más.
Respecto a lo que viene después…….. Menudo futuro les espera, porqué yo ya estoy más cerca de irme que se quedarme, pero si! Ni hay educación y respeto……. Ni se la espera, esto lo digo como padre de un maestro se escuela al que van a visitarle los padres para que aprueben al flojo, vago, ignorante del hijo.
Una pena todo.
Suscribo.
Yo añadiría a los marranos del ruido, a la basura que habla a gritos al entrar en un restaurante, o al salir de la discoteca de madrugada o que, dentro de una sala de cine, contesta al teléfono y charla animosamente…
País de guarros y maleducados.
Enhorabuena por su labor, a todos los niveles.